miércoles, 30 de abril de 2014

La princesa rusa XIX

                       Un monumento reconfortante

Sofía volvió a despertar envuelta en una amarga tristeza. Su cerebro esta vez estaba libre de alcohol, pero la herida abierta en el centro de su alma por como transcurría su vida, continuaba sangrando abundantemente sin el más mínimo atisbo de qué empezase a cerrarse.
Recordó inmediatamente, como después de llamar a Fernando, lentamente había buscado y localizado la plaza donde debían de encontrarse y que por otra parte, la tenía casi encima de sus narices; cómo había continuado deambulando por las calles cercanas intentado aclarar y dar respuestas a las infinitas preguntas y dudas que se la presentaban sobre su futuro, parando cada cierto tiempo para luchar contra los últimos coletazos de la terrible resaca, y cómo sin perder mucho tiempo, había vuelto sobre sus pasos a la misma pensión para pasar la noche y cómo el mismo hombre con el mismo aspecto de huraño y antipático, aunque estaba segura de que con un buen corazón, le había vuelto a dejar una habitación sin ponerla demasiadas pegas, y cómo esta vez, sin tomar ningún combinado de escocés, se metió en la cama muy pronto, aún de día, y se durmió rápidamente con un falso bienestar, pensando que tal vez la podría ir bien en aquella lejana ciudad donde pensaba llegar.
Ahora todo volvía a ser más negro que la propia oscuridad de la noche. Agónicamente, pensó si tendría fuerzas para levantarse. Meditó la idea de volver al chalet y si aquellos chulos, Andrei, Denis, tenían algo que ver con la muerte de Alex y las últimas palabras de éste en las que le decía que su vida estaba en peligro, que cumpliesen con su amenaza y entonces morir quizá fuese lo mejor; y si la obligaban a seguir prostituyéndose mejor aun, no tendría otra cosa en qué pensar nada más que en aguantar a que un cerdo asqueroso quisiese follar con ella, y se aficionaría a aquella droga que hacía parecer que todo fuese insignificante y muy, muy llevadero.
Buscó a tientas el interruptor de la luz que estaba junto a la cama y encendió la luz. Miró con desgana su pequeño reloj despertador, quedaban diez minutos para las cinco y había quedado a las siete. Pero ya no tenía sueño, no quería seguir durmiendo. No quería seguir haciendo nada. Se levantó y se vistió de una manera autómata.
Esta vez no se duchó, tan sólo se lavó la cara con agua fría y bajó a la calle que permanecía prácticamente desierta y donde la noche aún era la dueña, tan sólo perturbada por la luz artificial de las farolas y escaparates. De buena gana hubiese cogido un taxi para que la llevase al chalet a que decidiesen sobre su futuro, como había pensado poco antes en la cama, pero aún quedaba algo dentro de ella, algo cada vez más pequeño, que quería aprovechar aquella trágica oportunidad para seguir luchando por ser libre.
Llegó a la calle Doctor Esquerdo y la enfiló dirección a la Plaza Manuel Becerra, caminando como una guapa zombi con una pequeña bolsa de deporte al hombro.
Llegó a la plaza y se apoyó en la barandilla que rodeaba la boca del metro y esperó, mirando a la calle que daba infinitas vueltas sobre sí misma y por la que ya circulaban algunos vehículos, con un rostro inexpresivo y triste, a que su “amigo” llegase.
Pasó algo más de una hora hasta que Fernando paró su coche junto al bordillo muy cerca de Sofía, pero ella apenas se dio cuenta del transcurrir de ese tiempo, en su cabeza todo estaba demasiado borroso. Había empezado a penetrar por fin, a través de esa puerta que había permanecido entreabierta frente a ella durante aquellos últimos meses y que en las últimas horas se había abierto de par en par, entrando en un estado depresivo y de semitrance que ella había estado luchando por evitar, pero cada vez con menos fuerzas.
La puerta del coche se abrió y desde dentro el hombre muy sonriente hizo gestos a la chica con su mano para que subiese. Sofía subió y con una obligada sonrisa saludó débilmente al hombre, que viendo a la chica sentada junto a él, aumentó aún más el increíble gozo interior que tenia, pensando en la fascinante aventura que se le presentaba por delante en compañía de aquella preciosa extranjera.
-¿Has desayunado, Sofía? -preguntó Fernando alegremente mirando a la joven.
-No –susurró ella.
-Pues vamos a tomar un buen desayuno. Te invito -dijo el mecánico alegremente a la vez que ponía nuevamente en marcha su automóvil.
Después de desayunar churros con chocolate en un cercano bar a la plaza, tiempo en el que el mecánico no había dejado de hablar y de hacer planes sobre lo primero que podrían hacer cuando llegasen a su destino, Fernando se empezó a encontrar bastante más desilusionado. Llevaban casi dos horas de viaje y se empezaba a preguntar si aquella aventura que al principio parecía ser fascinante al lado de Sofía, ahora no sería un error.
La preciosa joven de sedoso pelo castaño, cuando a primeras horas se sentó a su lado en el coche permitiendo que su falda dejase al descubierto sus rodillas y una leve prolongación de sus finos muslos, había levantado en él los más ardientes recuerdos de fechas no muy lejanas pasadas junto a ella y fantásticas ilusiones por los momentos que podían estar a punto de llegar a su lado.
Pero ahora, todo eso prácticamente había desaparecido, la joven extranjera parecía estar muy lejos de allí. Apenas había dicho dos palabras en toda la mañana y su bello semblante estaba triste y lejano.
-¿Qué té ocurre Sofía? -preguntó por fin Fernando muy compasivamente mientras su vehículo pasaba por el indicador que anunciaba 160 kilómetros para llegar a Zaragoza-. Porque a ti te pasa algo ¿verdad?
Sofía escuchaba lejanamente aquellas palabras, pensando que tal vez debería contar a ese hombre todos sus pesares, penas, agobios y terribles dudas sobre su cada vez más desilusionante futuro. Tal vez se desahogaría como había hecho aquel lejano día con Alex en el Retiro, contándole lo injusta que le parecía su vida. Pero aquel hombre no era Alex, él estaba muerto y ella tampoco tenía ganas de hablar, en realidad no tenía ganas de nada. ¿Qué le pasaba? ¿Se le había agotado toda la capacidad de sufrimiento y resignación que había ido acumulando a lo largo de su vida y que le habían servido para aguantar aquel penoso verano en el que se había visto envuelta? Y si había pasado eso, ¿la abandonaría su cordura y se volvería loca o algo por el estilo? Deseó desaparecer, morir. ¿Por qué la vida era tan injusta con ella? No recordaba en toda su vida haber sentido deseos de hacer ni desear mal a nadie, sino todo lo contrario, había dado todo su cariño y amor a las personas y seres queridos y... ¿Qué recibía a cambio? El desprecio y la traición de todo el mundo. Pensó en su madre. No solía pensar en ella demasiado, tan sólo, desde de su muerte, se había convertido en un bello y gratificante recuerdo que permanecía inamovible en su corazón y en su mente, sin hundirse demasiado en su subconsciente. Pero esta vez la vio de manera diferente. Ella también la abandonó al morir, dejándola sola, como hacia el resto de la gente que iba conociendo. Ella también la traicionó. Si no hubiese muerto, seguramente todo hubiese sido muy diferente para ella, toda su vida hubiese sido distinta y seguramente mucho más feliz. Cuando ella murió, toda su vida cambio radicalmente.
-Estoy muy cansada -dijo débilmente-. Tengo sueño. Sólo es eso -se acurrucó en su asiento y cerró los ojos sin intención de dormir, pero si con la de que Fernando la dejase tranquila y no le hiciese más preguntas.
La imagen de su madre estaba clara y nítida en su cabeza. Una mujer de una impresionante belleza en un rostro lleno de ternura y comprensión. Pero los recuerdos de la época que pasó junto a ella en Bulgaria, le llegaban lejanos y borrosos, pero por otra parte, eran los más felices para ella, como los interminables paseos estivales que daban las dos solas por los grandes y verdes parques de Sofía y ella bombardeaba a su madre con miles de preguntas que ésta intentaba aclarar de la manera más comprensible para una niña de su edad. Luego, Sofía se acostaba entre las innumerables muñecas con las que apenas tenía trato y su pequeña mente recopilaba y daba vueltas y revueltas a las sensatas y serenas respuestas que su madre había dado a sus preguntas. Su madre era creyente, muy creyente y muchas veces la llevaba al templo religioso al que ella asistía asiduamente. La intentaba explicar que el Dios al que se veneraba allí y en otras muchísimas partes del mundo, era justo y bondadoso y todas las personas malas, que sin duda las había, actuaban por su cuenta, fuera de su mano guiadora, pero que sin duda también tendrían su perdón y su bendición. Ella escuchaba muy atentamente como su madre la decía aquellas palabras, dándose por convencida de la existencia de aquel ser maravilloso, pero algo, en su jovencísima mente, le hacía despertar una pequeñísima duda sobre todo aquello, sobre todo cuando recordaba las imágenes de gentes, de mayores y sobre todo de niños sucios, delgados y harapientos que ella misma había visto en algunos de aquellos paseos y que en sus rostros flacos y sucios faltaba la felicidad que veía en otros niños con los que ella jugaba. ¿Qué pasaba con aquellos niños? ¿Dios no se acordaba de ellos? O como en su misma casa, veía a escondidas llorar a su madre cada vez con más frecuencia de una manera triste y desconsolada. ¿Por qué su madre estaba tan triste? ¿Por qué Dios tan piadoso permitía que la persona más buena del mundo sufriese?
Su madre cayó enferma, presa de un monstruoso y despiadado cáncer que rápidamente le fue devorando todas sus entrañas; en muy pocas semanas murió. Por supuesto, sus ancianos abuelos le dijeron que el Señor se la había llevado a su lado y su madre siempre cuidaría de ella desde el cielo. Pero para Sofía, aquella pequeña duda sobre aquel ser tan perfecto y bondadoso aumentó hasta el infinito.
Aquel golpe fue muy duro para ella, pero no tuvo demasiado tiempo de echarla de menos, porque a los pocos días del entierro, un señor que decía ser su padre y que ella no recordaba de nada, se la llevó a un lugar lejano y muy diferente, sin que nadie en la capital búlgara pudiese hacer nada por impedirlo.
Su madre pasó a ser un bonito recuerdo y el dolor por su pérdida se quedó a un lado, apartado por la imperiosa necesidad de aquella niña de once años de adaptarse a una nueva vida muy diferente de la que había estado llevando hasta ese momento. Y se adaptó a la nueva situación, suponiendo en muchísimas ocasiones su joven pero despierto cerebro, que podría haber miles de maneras diferentes de llevar una vida mejor, pero que a ella le había correspondido aquella y por lo tanto, si no quería sufrir y padecer pensando en una mejor suerte, debía resignarse y aguantar.
El primer gran hándicap para ella, fue el cambio de familia, que pasó del cariño y del amor que le daba su madre y sus abuelos, a la casi indiferencia y disciplina con que la trataba su padre, su abuela paterna las temporadas que pasaba con ellos, y los extraños personajes que tenían relación con su padre y que con mucha frecuencia pasaban por la casa.
Toda la relación de su padre con ella, se limitaba a que éste le dictase las severas normas a seguir en cada momento y lugar. Paradójicamente, tuvo un pequeño oasis en su madrastra cuando ésta apareció, una mujer recta pero que a ella la trataba con respeto y delicadeza en las pocas ocasiones que estaban juntas. Después, llegó el internado femenino en el que pasaba todo el curso salvo algunas épocas señaladas de vacaciones, y al que tuvo que hacer frente prácticamente todos los años que vivió en Moscú y que era completamente diferente al pequeño colegio de Sofía al que la llevaba su madre y del que ella misma la recogía todos los días; también se adaptó al internado donde todo era monótono y rutinario, salvo las materias a estudiar en las que en todas era de las alumnas con mejores calificaciones, aunque no había nadie que le diese palabras de aliento y animo por sus buenas notas.
Al poco tiempo de volver a vivir en Rusia, nació Natalia. Aquello llenó de felicidad a Sofía y gracias a Dios para ella, cuando estaba en casa tenía amplia libertad para acercarse a la niña y poder disfrutar de su compañía. Ella adoraba a la niña y Natalia se convirtió en su mejor amiga, para dicha de Sofía. Luego llegó Dox, su perro husky que terminó por hacerla soportable aquella vida junto a su padre.
Todo cambió de manera extrema el último año. Al cumplir los diecisiete años su padre la sacó del internado y la matriculó en un colegio moscovita con vistas a prepararla para una carrera universitaria. Aquello en principio fue maravilloso para Sofía. Crecieron en ella unas ganas locas de aprender y crecer y de qué llegase el momento de poder ir a la universidad, quizá entonces todo sería fantástico para ella. Además, empezó a tener relaciones con otra clase de personas que no fuesen las compañeras del internado y sus primos o hijos de amigos de su padre que veía todos los veranos cuando pasaba las vacaciones veraniegas en la casa de campo; conoció a chicos y chicas que pensaban de maneras muy diferentes a la mayoría de las niñas del internado; pudo salir, aunque no en exceso, por los alrededores de su casa con sus nuevas a migas y amigos, al cine, a las nuevas pizzerías italianas o hamburgueserías americanas, y a sitios por el estilo. Entonces, conoció a Shirko. Y el capítulo más romántico y pasional de su joven existencia, se convirtió en cuestión de pocos meses, en la pesadilla mas desgarradora y cruel, siendo enviada a un desconocido país lejos de su casa y de sus seres queridos y obligada a prostituirse por su propio padre, castigándola así por haber desobedecido los dictamines que éste le había impuesto sobre su futuro, queriendo que ella sirviese de enlace entre su familia y una de las más poderosas dinastías de Moscú y de esta manera, reforzar el poder de su organización mafiosa, a todas vistas, bastante deteriorada.
Ella había intentado aguantar y afrontar aquella pesadilla resignándose a su suerte y tragándose todo el sufrimiento, pero ahora, que al menos momentáneamente se había liberado del yugo de la prostitución y podía intentar rehacer su vida de alguna manera, notaba que su cuerpo y su mente ya no podían más. Se sentía la persona más infeliz, desgraciada y sola del universo. Se veía caer por un pozo lleno de oscuridad sin tener fuerzas para poder agarrarse a ningún sitio.
-Sofía -escuchó lejanamente mientras sentía el leve contacto de una mano sobre su rodilla-, ¿has visto Zaragoza?
Sofía abrió los ojos con desgana.
-¿Zaragoza? -repitió.
-Sí, Zaragoza. Yo nunca estado y dicen que es una preciosa ciudad, si quieres, ya que nos pilla de paso, podríamos dar una vuelta.
A Sofía le hubiese gustado decirle que quería llegar cuanto antes a Barcelona para buscar un trabajo, ganar dinero y ahorrar para poder llevar a cabo sus planes, pero, ¿qué planes eran esos? Ya no tenía nada claro que era lo que quería hacer, ni siquiera si quería ir a Barcelona.
-Como quieras -dijo intentando sonreír.
A Fernando, aquel atisbo de sonrisa le pareció la más bella del mundo y nuevamente sintió ánimos, y parte de las fantasías que había tenido horas antes, volvieron a su cabeza.
El coche de Fernando abandonó la autovía y enseguida se toparon con la ciudad. Eran las once y las temperaturas eran sensiblemente más bajas que en Madrid. Fernando no conocía la ciudad y condujo a tientas entre el trafico maño durante algunos minutos, hasta que un letrero le indicó la dirección hacia el centro de la ciudad. El mecánico siguió las indicaciones de los letreros hasta que el tráfico se hizo mucho más denso.
-¿Té parece que busquemos sitio para aparcar y demos un paseo?
Sofía no contestó y el hombre desvió su coche hacia una bocacalle, apartándose de la transitada y concurrida calle por la que circulaba. Tuvo que recorrer un buen trecho entre callejuelas hasta que por fin encontró un lugar donde poder aparcar su vehículo.
Caminaron por las calles de la capital aragonesa sin que Sofía pareciese cambiar su papel de atractiva zombi. Llegaron a la amplia calle por la que habían circulado lentamente minutos antes y enseguida desembocaron en la enorme plaza presidida por la señorial Basílica del Pilar.
-Mira, esa tiene que ser la Pilarica. Es bonita, ¿verdad? -comentó Fernando ya sin esperanza de obtener una animada respuesta por parte de su acompañante. Desde que bajaron del coche había intentado conversar con la chica mediante comentarios y preguntas convencionales. Pero nada. Ella sólo contestaba con monosílabos cuando no era con un simple gesto. Las ilusiones de una fantástica aventura dotada de posibles dosis de sexo, se habían esfumado definitivamente y en su cabeza crecía por momentos la idea de no continuar aquel viaje. Ayudaría a la perturbada preciosidad a sacar un billete de tren, autobús o lo que ella quisiese hasta Barcelona y regresaría después a su taller donde olvidaría a la extranjera para siempre.
-Es fantástica -escuchó un sorprendido Fernando aquellas palabras de Sofía volviéndose a mirarla con cierta curiosidad.
La joven miraba con profunda atención e interés aquella gran iglesia, recorriéndola de alto en bajo con sus cautivadores e inteligentes, y en aquel momento, menos apagados ojos verdes. La expresión de su rostro parecía menos lejana y más animada.
-¿Quieres que preguntemos si podemos pasar a verla? -preguntó Fernando.
Sofía contestó con un gesto afirmativo acompañado de una sonrisa mucho más alegre y sincera que las que había proporcionado al hombre durante aquel día.
Pudieron pasar y recorrieron lentamente el fresco interior del templo, aunque Fernando prestó más atención a la chica que a los innumerables detalles artísticos que adornaban de una manera fascinante la basílica. Quizá aquel edificio fuese una joya arquitectónica, pero a él no le llamaba en exceso la atención y si había pasado al interior, sólo había sido al ver el interés que la joven rusa ponía en el edificio. Él creía en Dios, por supuesto, toda la gente de bien creía en Dios, pero también consideraba que no hacía falta ir a la iglesia todos los domingos para demostrar la fe y mucho menos que a uno le gustase mirar los edificios religiosos. En aquellos momentos, le hacía muchísima más ilusión contemplar a la escultural joven que con tan solo su presencia, le hacía gozar de placer y le hacía pensar en los más fabulosos sueños.
Vestida con aquel fino top de punto que dejaba al descubierto parte de su fina cintura y a veces su ombligo al compás de algunos movimientos y que se fijaba su torso con una increíble sensualidad, y con una falda clara hasta las rodillas que delineaba exquisitamente sus piernas, Sofía hacia las delicias del mecánico. Pero ella, indiferente a las miradas que el hombre le echaba, no dejaba de observar con atención cada detalle de la basílica. El semblante de su cara había cambiado, desde luego.
-Es preciosa -dijo Sofía cuando volvieron a salir a la calle.
-Es muy bonita, si -dijo él intentando que su voz pareciese interesada y sincera.
Caminaron entre la gente que en abundancia rodeaba los alrededores de la basílica, hasta llegar a la vera del verdoso río Ebro que atravesaba Zaragoza de una manera tranquila aquella mañana de septiembre. Anduvieron por la orilla en lo que fue un reconfortante y gratificante paseo. La chica parecía haberse recuperado bastante de su cansancio, si es que era eso lo que le pasaba realmente y Fernando consideró que era un buen momento para buscar algún sitio donde comer.



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