lunes, 8 de febrero de 2016

La conciencia de Teodoro


El cuerpo del hombre, deformado por los excesos del alcohol y la mala alimentación llevada a cabo durante gran parte de sus casi cinco décadas de vida, se removió en la cama y soltó un bufido como si fuese una antigua y desgastada locomotora de vapor.
Teodoro reposaba en su enorme cama de matrimonio envuelto en una pegajosa capa de sudor fruto del asfixiante calor nocturno del verano, pero dormía tranquilo, con la conciencia del deber cumplido. Tan solo una pequeña visión antes de despertar, una fugaz visión que apretó su corazón, pero solo había sido eso, una visión fugaz.
Todo iba a terminar pronto, en unas pocas horas firmaría la sentencia que le proclamaría totalmente inocente. Sí, habían muerto tres personas, pero no había sido su culpa, la carretera es un lugar que se tiene que compartir y unos son mejores que otros.
Se levantó y desayunó copiosamente, tenía hambre y disfrutó de los alimentos mientras escuchaba las noticias de la mañana en la radio. Disfrutó al arrancar su poderoso todoterreno, el vehículo rugió como una fiera a punto de empezar la cacería, su carrocería negra relució intensamente al salir del garaje bañada por los rayos del sol, ni un solo rastro de los arañazos del accidente, por un momento, Teodoro volvió a recordar, había gente a la que nunca deberían de dar un carnet de conducir; en su cabeza se formó de manera borrosa los instantes precedentes, el coche blanco comenzó a quedar atrás por su derecha, dentro se podían distinguir las siluetas de dos hombres y una mujer de mediana edad, el conductor intentó esquivar al todo terreno negro de Teodoro.
Él tenía la preferencia como se había demostrado en el juicio.
Aparcó en la parte trasera del edificio de los juzgados, solo una firma y todo volvería a la normalidad. Entró por una puerta auxiliar, no quería encontrarse con ninguno de los grupos que habían decidido esperarle de manera eterna y desesperante en la entrada del edificio; en los primeros días alguien le increpó, un familiar, “asesino” había gritado, Teodoro le cogió de la pechera y la policía tuvo que separarle antes de que se liase a tortas con el malnacido, “quien se creían que eran para insultarle de aquella manera”.
El no había tenido la culpa.
Sintió frio al entrar, la maldita calefacción debía de estar estropeada, siempre había algo estropeado cuando estaba de por medio la administración pública. Teodoro se encogió de hombros nada mas enfilar el interminable pasillo que conducía a las oficinas. El frio se intensificó, la maldita calefacción. Aceleró el paso, sin saber por qué, decidió que no quería estar en aquel pasillo, el abrumador silencio parecía querer penetrar pos sus oídos como un estridente pitido.
Asesino”.
Teodoro giró su cabeza con una rapidez que hizo soltar un chasquido a los músculos de su cuello. La voz había sonado clara detrás de él, “maldito hijo de puta”, le partiría los dientes allí mismo.
El pasillo estaba desierto. No había nadie, pero la palabra había sonado nítida; entonces, la sombra se materializó junto a la puerta que Teodoro había dejado atrás instantes antes. “¡Bastardo!” No iba a permitir que ningún malnacido le amenazase y le complicase la vida; aceleró el paso hasta la puerta, pero la sombra desapareció antes de que llegase a su altura, empujó el picaporte y la puerta soltó un gemido como si se estuviese resquebrajando, la oscuridad en el interior del cuarto era absoluta, por el olor pudo precisar que eran unos aseos, buscó a tientas el interruptor de la luz, pero no funcionaba, nada parecía funcionar en el maldito juzgado.
La sombra se movió al fondo del cuarto, pero esta vez no estaba sola. Otras dos sombras la acompañaban. “Ven”. La palabra sonó húmeda y silbante, Teodoro dio un paso pero se detuvo en seco. El frio era mucho más intenso.
-Malditos bastardos –murmuró. Su voz salió entrecortada de su garganta y pareció espolear a las sombras que comenzaron a moverse hacia él -. ¿Quiénes sois?
La respuesta de las sombras fueron unos carrasposos gemidos que parecían querer convertirse en incomprensibles palabras mientras no dejaban de avanzar hacia Teodoro. Lentamente. Pero no andaban. Se deslizaban por el suelo. Flotaban. Una era la silueta de una mujer, la que avanzaba delante de las otras dos sombras.
Teodoro pudo percibir el frio que manaba de la silueta, aquella sombra no tenía aliento, no tenía aire, no tenía respiración.
No tenía vida.
Teodoro iba a gritar pero su teléfono sonó rompiendo la extraña sensación, haciendo que las sombras retrocediesen hasta perderse en un rincón. Sintió su pecho moverse a un ritmo inusual, desbocado en perfecta asimetría con sus nervios de acero.
Allí no había nadie, pero él había escuchado con claridad como alguien le llamaba y había podido ver las sombras encabezadas por la tétrica figura de la mujer sin aliento.
Cogió su teléfono precipitadamente y salió de los wáteres.
-Dígame –gruñó.
“Teodoro soy yo”. Era la voz de su abogado y parecía inquieta. “¿Estás en los juzgados?”
-Sí –donde iba a estar si no, era el gran día-. ¿Qué pasa?
“Tienes que firmar rápido, alguien me ha llamado hace unos minutos, dice que es un testigo del accidente”.
-Pero que mierda estás diciendo –cuando el coche blanco se salió de la calzada y comenzó a golpearse contra los arboles de la cuneta, solo estaba él, el humo y los sonidos del accidente. Nadie más. La guardia civil solo le tomó declaración a él. Ningún testigo.
“Dice que fue culpa tuya, que te vio”.
-¿Y quién era? –su corazón no se calmaba.
“No lo sé, pero firma la sentencia rápidamente”.
Teodoro colgó el teléfono sin despedirse, echó una última mirada a la puerta cerrada de los aseos y comenzó a andar todo lo rápido que sus piernas le permitían hacia las oficinas.


 Entró en su casa precipitadamente, se detuvo en medio del amplio salón decorado con muebles modernos y respiró hondo. La mañana había sido extraña, pero había firmado la deseada sentencia que declaraba que era un hombre inocente libre de todo cargo.
Debía de reconducir su cuerpo a la tranquilidad y al aplomo con el que se enfrentaba a cada una de las situaciones y dificultades que se presentaban en su vida. Siempre las superaba y no iba a permitir que el accidente y los malnacidos que le amenazaban fuesen un lunar negro en su vida.
-¡Elvira! –grito. De sus recientes recuerdos emergió el de la llamada de su abogado anunciándole que alguien había presenciado el accidente. Un testigo. Pero la sentencia ya estaba firmada. Y también estaban las sombras del wáter. Su piel tembló levemente, él era un hombre tremendamente racional y práctico, pero algo extraño había sucedido en el maldito "meadero" de los juzgados-. ¡Elvira!
El último grito fue más intenso y más rabioso, su mujer no parecía estar en la casa, habría salido como siempre para gastar el dinero en absurdos caprichos. Para su edad, aquella mujer había veces que parecía una insensata adolescente.
“¡Raas!”. El ruido provenía de la planta de arriba del chalet como si alguien estuviese arrastrando algún mueble pesado, su mujer era demasiado vaga para hacer aquello ella sola, además, siempre respondía a su llamada de manera inmediata.
“¡Raas!”.
Maldita sea, había alguien en la casa. Teodoro comenzó a subir los escalones, lentamente; el silencio era dueño y señor de la casa tan solo perturbado por los sordos sonidos de sus gruesos zapatos sobre los escalones de gres.
En el piso de arriba, el silencio era aún más abrumador.
Sintió el frio, pero no podía ser, la calefacción por la mañana funcionaba a toda pastilla.
“¡Raaas!” esta vez el ruido sonó mucho más cerca y con mayor intensidad.
-¿Quién anda ahí?
Teodoro dio dos pasos, era un hombre valiente y duro, pero la sensación de que en una de las habitaciones había alguien, o algo, quemaba su pecho.
Alguien le esperaba. El accidente. No, no podía ser, no podía dejarse llevar por absurdas fantasías, alguien se había introducido en su casa y no podía consentirlo. Miró al fondo del pasillo, pero no podía avanzar.
Llamaría a la policía y… “Asesino”.
Teodoro dio un salto. El calor del interior de su cuerpo se mezcló dolorosamente con el frio helador que parecía haber invadido todo el aire de su casa.
Su móvil vibró dentro de su bolsillo abstrayéndole del agónico momento.
-Dígame –contestó sin dejar de observar el pasillo de la planta de arriba de su chalet. Los ruidos habían desaparecido, pero la palabra continuaba resonando dentro de su cabeza.
“Teodoro, soy yo otra vez”. La voz de su abogado consiguió aliviarle como cuando se enciende una luz en medio de una negra y amenazante oscuridad, “firmaste ya ¿verdad?”
Claro que había firmado la maldita sentencia.
-Sí –contestó secamente.
“Bien porque me han vuelto a llamar”.
-¡No había nadie en el jodido accidente! ¡Nadie que pudiese haberlo visto! –estalló Teodoro sin poder controlarse.
“Tranquilo, les he dicho que concertemos una cita”.
-¿Les has dicho?
El silencio del abogado pareció hacerse infinito.
“Sí, ahora dicen que eran mas testigos”.
-¿Más? –Teodoro no podía dar crédito a las palabras que estaba escuchando por boca de su abogado a través del teléfono.
“Sí. Eran tres”.
Tres. La imagen del vehículo blanco saliendo de la carretera antes de quedar aplastado entre los árboles, volvió a formarse en su cabeza. Solo pudo ver las tres figuras que iban dentro del auto.
Dos hombres y una mujer.
“Y dicen que no quieren hablar conmigo” continuó su abogado a través del teléfono.
-Pero tú eres mi abogado –el móvil temblaba en la mano de Teodoro-. Diles que tendrán que hacerlo.
“Sí, se lo he dicho, pero dicen que únicamente hablaran contigo”.
Asesino”. La palabra sonó cercana y negra como un trozo de carne podrida y maloliente, al fondo del pasillo aparecieron las sombras.
Teodoro quiso dar la vuelta y bajar rápidamente por las escaleras, alejarse de allí, pero su cuerpo permaneció agarrotado, inmóvil. Solo podía ver como las negras sombras flotaban en el aire y se le iban acercando.
Eran tres y querían hablar con él.