martes, 19 de septiembre de 2017

Los transformados

                                        

Segunda parte

Manel se apeó en la estación de trenes de Baia Mare cuando el sol comenzaba a desaparecer tras los tejados de los edificios dando paso a una fría noche invernal.
Había cogido el primer vuelo desde Madrid hasta Bucarest a primera hora de la mañana después de dormir algunas horas, aunque había tenido un sueño inquieto y lleno de pesados duermevelas que constantemente amenazaban en convertirse en pesadillas, nada de extrañar después de los acontecimientos acontecidos en el pueblo.
Isidro, como le dijo por la noche, le había tenido todo preparado en la oficina, tanto el billete del vuelo como una reserva en un hotel; aterrizó en la capital rumana al mediodía y enseguida cogió el tren que le llevaría hasta Baia Mare después de atravesar prácticamente todo el país.
Se estiró en el andén de adoquines todo lo que pudo como un niño después de la siesta, sentía cada uno de sus músculos agarrotados. Pero enseguida se acurrucó dentro de su abrigo intentando protegerse del intensísimo frío que azotaba aquella ciudad rumana.
La tierra de Drácula había quedado cientos de kilómetros atrás, pero aunque el monstruo mundialmente conocido no tuviese protagonismo en aquel lugar, Manel no las tenía todas consigo, aún mantenía dentro de sus recuerdos de una manera fresca y amenazante, las imágenes de los crímenes de la noche anterior en el pequeño pueblo a las afueras de Madrid. Todo lo que había sucedido no le hacía estar en absoluto tranquilo y mucho menos teniendo en cuenta que continuaba la pista de los dos hombres que probablemente fuesen los autores de los bestiales asesinatos.
Salió de la estación y un taxi le llevó hasta su hotel situado en un edificio de la principal plaza de Baia Mare junto a la torre Stefan; dejó su ligero equipaje y enseguida fue en busca del coche que le habrían alquilado desde la agencia a través de internet.
Había buscado Guludia durante el trayecto en tren desde Bucarest y en algunos mapas aparecía como un pequeño punto a 23 kilómetros al noreste de Baia Mare, la capital de la región de Maramures. También había descubierto que Guludia era un nombre rumano de mujer de origen germano que significaba la personificación de la batalla.
La noche ya era cerrada cuando aparcó el Skoda alquilado en las inmediaciones del hotel, cenó en un bar cercano y se encerró en su habitación. Consiguió dormir con cierta tranquilidad hasta que el despertador le sobresaltó. Eran la siete de la mañana. Desayunó en el mismo hotel y después se enfrentó al frío día que reinaba en el exterior. Subió con cierto desanimo en el viejo Skoda y condujo siguiendo las indicaciones del GPS; la nieve llenaba los campos que bordeaban la carretera, se cruzó con varias casas aisladas pintadas de color rojo que resaltaban dolorosamente contra el blanco de la nieve y el gris del cielo.
Sin que se diese cuenta, la carretera dio paso a un camino por el qué el coche apenas podía avanzar. Manel aparcó en un lateral y continuó a pie. Anduvo hasta que la senda fue desapareciendo como si fuese tragada por la maleza que bajaba de los montes cercanos.
La casa roja que parecía hecha de enormes listones de madera comenzó a dibujarse entre los árboles y los arbustos.
El detective ascendió por una loma intentado no caer de bruces ante los continuos resbalones de sus zapatos en el barro y la tierra mojada, agarrándose entre los arbustos empapados que se mezclaban en el irregular firme del suelo con los bloques de nieve congelada.
Pero peor que los resbalones y que pronto sus pies estuvieron calados hasta los huesos, era la ferviente posibilidad de que comenzase a nevar en cualquier momento.
El silencio era absoluto, tan solo roto por el ruido de sus propias pisadas sobre la tierra y la nieve. El detective enseguida notó el pegajoso sudor cubrir gran parte de su piel a pesar del frio; respiró hondo y con cierto alivio cuando la vegetación de la loma dio paso a una explanada.
Al fondo se divisaba la casa con mucha más claridad. Era una edificación de madera de dos plantas con un enorme tejado que descendía desde el cielo y que parecía querer tocar el suelo a ambos lados de las paredes laterales; en una de las alas del inmenso tejado se abrían unas ventanas de marcos negros que parecían los ojos y la nariz de un enorme ser. La casona tenía anexado otro edificio más pequeño también pintado de rojo.
A la derecha, bajo la colina, se divisaba como una postal de navidad un pequeño pueblo que no podía ser otro que Gudulia, algún animal que en la distancia parecía un cansado caballo de largo pelambre, arrastraba un carro de madera de dos ruedas entre charcos y barro.
La tranquilidad ante la casa roja era absoluta. Una tranquilidad que a Manel comenzó a ponerle los pelos de punta.
No había ningún vehículo, ningún animal. No parecía haber nadie.
El investigador se acercó como si la casa fuese un gigantesco monstruo a punto de saltar sobre él. Cada paso que le acercaba a la casa era como si sus piernas fuesen aumentando varios kilos de peso.
La puerta principal, de una madera marrón y desgastada por años sin pintar, le observó amenazadoramente. Manel desvió su camino y rodeó la casa por un lateral, el edificio anexo parecía un garaje y una puerta bailaba sujetada tan solo por una cuerda atada al marco. El detective se asomó por la ranura con todo el cuidado que pudo. Todo era oscuridad. Y silencio. Sus dedos temblorosos agarraron la cuerda que se desató con suma facilidad.
La puerta del garaje se abrió con un lastimoso quejido.
Manel la sujetó de inmediato temeroso de que alguien pudiese escuchar el silbante ruido de las oxidadas y viejas bisagras. Pero nadie apareció. Terminó de abrir la puerta con cuidado de que no volviese a chirriar.
Era un garaje, sin duda, el olor a aceite quemado y a gasolina impregnaba el ambiente, algunas ruedas viejas colgadas de ganchos de hierro adornaban las negras paredes. La estancia estaba envuelta en una rancia oscuridad, pero la gris claridad del día que penetraba por la puerta dibujaba los contornos de los rincones llenos de estanterías. El olor a polvo y humedad eran notorios mezclándose con el de gasolina y aceite. Al fondo se dibujaba el perfil de otra puerta. Manel caminó atravesando el garaje hasta llegar a la puerta, agarró el picaporte y la vieja hoja de madera se abrió sin ninguna dificultad.
El detective se enfrentó a un interminable pasillo repleto de oscuridad y algunos claros de luz procedente de ventanas invisibles. Comenzó a caminar, enseguida, a la derecha apareció une enorme hall con unas escaleras que conducían al piso superior. Continuó andando dejando el vestíbulo atrás, todas las puertas que daban al pasillo estaban abiertas dejando al descubierto las habitaciones que intentaban proteger, pasó lentamente por la puerta de la cocina presidida por una vieja mesa de madera y una placa de leña, unos pasos más adelante se abría una enorme sala de estar invadida por la luz del día gris que entraba por un enorme ventanal, amueblada tan solo por un sillón rojo y desgastado y una vieja mesa de madera.
El resto de las habitaciones estaban prácticamente vacías. Al fondo del pasillo comenzaron a dibujarse unas tortuosas líneas, Manel avanzó indeciso, las líneas comenzaron a dar nítida forma a una escalera de caracol, estrecha y que se adentraba en una apertura del techo del pasillo sumergiéndose en una oscuridad absoluta.
Manel echó una inquieta mirada hacia atrás y comenzó a subir, los peldaños emitían pequeños quejidos a cada paso que daba. Encendió la linterna de su móvil justo cuando su cabeza empezó a perderse en la oscuridad, el haz de luz llenó de sombras un interminable desván, pero lo que más inquietó al investigador, fue el desagradable olor, como a animal muerto.
Una de las sombras se movió pesadamente a unos cuantos metros seguida de un ruido rasposo. Al fondo.
Un gruñido. Había sido el gruñido de algún animal.
Entonces, el detective identificó el desagradable olor que aspiraba en aquel momento con el qué había percibido en la casa de los rumanos en el pueblo a las afueras de Madrid.
El gruñido volvió a atravesar el desván. Allí había algo. Y Manel tuvo claro que no era ninguna persona. Sintió como el nauseabundo olor entraba en su nariz, como lo envolvía como si quisiese devorarlo. Notó como una desagradable arcada subía por su garganta, pero no tuvo tiempo para sentirse mal, al menos físicamente, porque la sombra había comenzado a moverse. Avanzaba hacia él.
Comenzó a bajar las escaleras todo lo rápido que podía, tenía claro que debía de escapar, su pie resbaló y su cuerpo hizo un extraño a punto de caer rodando por las escaleras de caracol. Pero mantuvo el equilibrio. El pasillo volvió a extenderse ante él; el investigador se alejó de la escalera, por un momento tuvo la certeza de que la sombra comenzaba a bajar. El final del corredor se alejaba a cada paso que daba. El nuevo gruñido acarició su espalda. Manel no miraba atrás, tan solo quería terminar de recorrer aquel maldito pasillo.
Atravesó el hall y por fin salió al garaje, el ruido de un motor y el de la tierra quebrarse bajo el peso de unas ruedas, le hizo parar en seco, por un momento se olvidó de la sombra que le perseguía, si es que realmente le había perseguido y no había sido producto de su miedo. Corrió precipitadamente hacia la salida atravesando el garaje, un todoterreno que parecía salido de una de las películas de Mad Max se abría paso renqueante por descampado entre la nieve y los arbustos.
Manel volvió a colocar la cuerda sujetando la puerta y corrió a esconderse fuera de la casa. Observó al vehículo recién llegado como se detenía ante la puerta del garaje y bajaban los dos hombres rumanos a los que había perseguido en España, uno de ellos, el que había llevado su brazo bailando como si estuviese separado de su hombro, ahora lo llevaba en cabestrillo. Se relajó y una agradable satisfacción hinchó su pecho. Había vuelto a localizar a los hombres y eso era un éxito. Observó como los dos individuos introducían el vehículo en el garaje, después esperó algún nuevo movimiento. Pasaron dos horas, tres. La claridad del día gris comenzó a rendirse ante la proximidad de la noche.
Envuelto en un frio que comenzaba a atenazar cada uno de sus huesos, Manel se alejó en busca de su coche, no podía pasar la noche allí, eso lo tenía claro. Regresó a la ciudad con sus pensamientos dando vueltas en un sinfín de posibilidades, todo ello cubierto en una palpitante preocupación que agarrotaba sus músculos y sus órganos más vitales.
El detective sabía que esa sensación que estaba experimentando era miedo, miedo a los acontecimientos que habían sucedido en el pueblo de las afueras de Madrid y a la sobrecogedora experiencia sufrida en el casón rojo, su mente racional se negaba a aceptarlo, pero algo dentro de su razonamiento lo asociaba a un hecho sobrenatural, esos hombres rumanos eran una especie de monstruos.
En Rumania hay personas que se convierten en perros.
Paseó por las bohemias calles de la preciosa ciudad rumana tomando copas en los distintos bares por los que pasaba, necesitaba que el alcohol le ayudase a asimilar todos los últimos sucesos. Después de que su mente se encontrase más animada, telefoneó a Isidro para informarle que había vuelto a localizar a los hombres.
Necesito un arma soltó Manel de improvisto después de contar a su jefe todo lo sucedido en el caserón rojo cercano a Gudulia intentado pasar de puntillas por el hecho de que una sombra salida del desván le había perseguido por el pasillo, aún mantenía la posibilidad dentro de él de que solo hubiese sido producto de su imaginación acuciada por el miedo.
Te conseguiré una pistola contestó Isidro tras un breve silencio, conozco a un rumano, un delincuente común que regenta un piso de prostitutas y que me debe varios favores, ah y recuerda, no intentes hacerte el valiente bajo ningún concepto, solo vigílales.
 Cortaron la comunicación sin que ninguno de los dos pronunciase palabra alguna de despedida. Manel se dirigió al hotel y volvió a poner el despertador a las siete de la mañana. Cuando despertó, una capa blanca cubría las calles de Baia Mare. Enseguida recibió el mensaje de Isidro, en una hora, alguien le proporcionaría un arma en una calle cercana a la plaza mayor.
Un viejo con boina y con una cara llena de infinitas arrugas era la única persona que poblaba el callejón cuando el detective llegó. El detective le miró con curiosidad y con desconfianza. El hombre, como si despertase de un sueño de mil horas, pronunció unas palabras en rumano y le dio un paquete, después se puso a andar y desapareció por una de las esquinas del callejón.
Manel ocultó lo mejor que pudo el revólver en uno de los bolsillos de su abrigo. Buscó nuevamente el Skoda y condujo por la misma carretera que el día anterior, pero esta vez, la nieve era mucho más abundante, había tramos de la carretera que estaban completamente abnegados, por un momento, el detective temió quedarse atrapado en medio de la nada en aquella tierra totalmente desconocida.
Por fin pudo llegar a las cercanías de Gudulia después de un viaje interminable, no reconocía donde había dejado el coche la vez anterior, pero la visión del pueblo bajo la colina le orientó; anduvo entre los arboles hasta que la casa roja se alzó ante él como si quisiese decirle algo.
El día parecía querer irse pronto acuciado por un cielo totalmente encapotado, oscuro y gris. Pero al menos, había dejado de nevar. Manel se acurrucó en su abrigo, desde luego, la cita para recoger la pistola y el tortuoso viaje en coche entre la nieve le habían hecho retrasarse más de lo previsto.
Pero ya que estaba allí debía de continuar con su trabajo, averiguar algo de los hombres rumanos y volverse a España cuanto antes. Comenzó a andar en dirección al caserón. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Metió la mano en el bolsillo y aferró con fuerza el mango de la pistola como si aquel gesto fuese a protegerle de lo que allí pudiese sucederle.
Su corazón dejó de latir durante un tiempo que a Manel le pareció una eternidad, sabía que era terror lo que estaba sintiendo en aquel momento, su mano temblorosa buscó la pared de madera de la casa para apoyarse y no caer al suelo.
Nunca había visto un fantasma. Una aparición. Un espíritu.
Pero las dos figuras que se recortaban en la grisácea oscuridad de la tarde, avanzaban con la lentitud de dos espectros envueltos en capas oscuras que se arrastraban por el suelo del camino.
Se dirigían a la puerta principal de la casa.
Cuando por fin pudo apreciar que los espectros eran en realidad dos mujeres mayores, dos ancianas, que caminaban con las molestias propias que los viejos huesos de sus extremidades pudiesen arrastrar, Manel pudo sentir como su corazón volvía a latir de una manera próxima a lo normal.
Alguien les abrió la puerta y las dos mujeres entraron en el edificio.
Los primeros copos que comenzaron a caer con una cansina lentitud terminaron de fulminar la última claridad de la tarde gris. La oscuridad se hizo de inmediato.
Manel corrió al lateral de la casa donde estaba el garaje por el que había penetrado en la vivienda el día anterior. La puerta estaba cerrada, la cuerda que sujetaba la cerradura al marco había desaparecido y la hoja estaba perfectamente encajada, el investigador asió el picaporte, pero la puerta no cedió.
Rodeó el edificio. En la parte trasera se elevaba una escalera de incendios que en la oscuridad se dibujaba como una negra y gigantesca serpiente que estuviese raptando por la pared de madera. Comenzó a subir los peldaños que segundo a segundo se convertían en pequeñas plataformas totalmente resbaladizas debido a la nieve que ya caía con meridiana intensidad. El frio de los pasamanos penetraba en sus dedos a pesar de sus guantes. La escalera moría en un pequeño descansillo. La puerta camuflada en la pared de madera y que no sostenía ningún picaporte, estaba cerrada. Manel sacó sus ganzúas y hurgó en la cerradura hasta que un chasquido abrió la puerta.
Una bocanada de aire rancio impregnado de un pegajoso olor a cera, cruzó el rostro del investigador y terminó perdiéndose en el frío de la noche. La oscuridad era casi absoluta dentro de la casa. Manel sacó la pistola y apuntó a la negrura. Tan solo tenía que vigilar a los rumanos, pero en aquel momento, ni tan siquiera sabía si los hombres se encontraban allí. Se volvió a preguntar quienes serían realmente aquellos individuos, por supuesto que él no creía en fenómenos sobrenaturales ni paranormales, pero los últimos acontecimientos habían avivado sus sentimientos receptivos.
En Rumania hay personas que se convierten en perros.
Aquel caso era para la policía, había habido asesinatos, y él se encontraba allí, en un país desconocido en el interior de una tétrica casa roja. El investigador intentó concentrarse. Una tenue luz iluminaba una pequeña porción del suelo dos metros a su izquierda, donde se apreciaban los listones de madera vieja y carcomida por los años por falta de un adecentado mantenimiento. La luminosidad provenía de un hueco donde se agarraban dos brazos de hierro.
Manel adivinó enseguida que era el agujero por el qué ascendía la escalera de caracol por donde había asomado su cabeza el día anterior. Recordó con un nuevo escalofrío la sombra que se había movido en la oscuridad y supuestamente le siguió por el pasillo.
Un murmullo comenzó a escapar de la negrura que se extendía ante él como si fuesen los ecos de un coliseo lleno de gente donde se celebraba un gran evento deportivo.
El suelo de madera comenzó a crujir cuando dio los primeros pasos. Unos pequeños puntos de luz comenzaron a temblar en la oscuridad. Manel intentó aguantar la pistola con fuerza, pero el arma tembló en su mano.
La escena comenzó a presentarse con más claridad. Los personajes estaban rodeados de grandes velas cuyas llamas amarillas parecían bailar al son de alguna melodía. La chica estaba en el centro, atada de sus muñecas que elevaban sus brazos hacia el negro techo, tan solo estaba cubierta por unas minúsculas bragas, sus pechos pequeños permanecían tensos como si tirasen de ellos unas manos invisibles.
La joven sonreía. Era ella, la guapa morena a la que había perseguido por el pueblo de Madrid y la misma que había dejado en manos del malogrado becario antes de que le destrozasen el cuello, la misma joven que se habían llevado los dos ogros rumanos ante sus narices.
Manel sintió un escalofrío que hizo que sus piernas temblaran y amenazaran con doblarse y hacerle caer allí mismo.
Los dos rumanos estaba quietos, expectantes mirando a la chica, sus rostros distorsionados por la luz de las velas parecían los de auténticos monstruos llegados del mismísimo averno.
Las dos viejas que el investigador había visto como fantasmas llegar a la casa, estaban frente a la joven. Una de ellas mantenía sus manos juntas en un gesto de oración y la otra sujetaba en su mano una extraña pieza que relucía como la plata. La mujer dirigió su mano con el objeto hacia el cuerpo de la chica. Era un cuchillo, la iban a matar.
Algo dentro de Manel actuó bajo un impulso desconocido.
¡Alto! gritó.
En aquel mismo momento, un grito que indudablemente procedía de la garganta de la muchacha atravesó toda la estancia, algunas velas se apagaron. El aullido no era de terror, en absoluto, uno de los hombres se fijó entonces en Manel e hizo un intento de ir hacia él, pero su compañero le sujetó.
La vieja de los rezos continuó murmurando mientras la otra mujer continuaba con su misión.
Alto o disparo repitió el investigador.
El cuchillo, o lo que fuese aquel artilugio, tembló en la rugosa mano de la anciana.
Entonces, el infierno se desató en el desván de aquel caserón rojo del norte de Rumania.
La joven comenzó a bambolearse antes de que la vieja completase su cometido, una de sus piernas se izó dando una patada en el rostro de la mujer, la cabeza se separó del cuerpo con una facilidad que Manel pensó tontamente que apenas había estado sujeta al cuerpo. Pero lo más curioso, era como su rostro, todo su cuerpo en conjunto iba cambiando, se iba transformando.
Los dos hombretones rumanos se movieron en torpes gestos tratando de coger a la chica, de sujetarla, pero ya era tarde. Los grilletes que ataban sus muñecas saltaron por los aires y la joven, que ya tenía el aspecto de otra cosa, un animal mezcla de perro y de mono, pensó Manel, voló sobre uno de ellos, el chorro que se elevó de su cuello como un geiser se pudo ver en la penumbra con meridiana claridad.
El hombre cayó como un pesado bulto sobre el suelo de madera. El estruendo recorrió el perímetro como el radio de acción de una bomba.
Todas las velas terminaron de apagarse. La oscuridad se hizo absoluta y un desconcertante y aterrador silencio fue tomando posición hasta que un nuevo alarido estalló en medio de ese silencio, pero esta vez más suave, como si estuviese decidiendo su siguiente movimiento
La mujer de los rezos continuaba en su misión hasta que sus palabras se cortaron en seco como segadas por una enorme guadaña.
Se escuchó como un nuevo bulto caía contra el suelo.
Un gruñido continuo, rasposo y que ponía los pelos de punta, comenzó a avanzar por la oscuridad, la sombra empezó a tomar forma a unos metros del investigador.
Manel giró sobre sí mismo dispuesto a huir de aquel lugar. La pistola cayó de su mano. Comenzó a correr. La puerta se había cerrado, por lo qué le resultó difícil saber si iba en la dirección correcta. No sabía la distancia exacta que quedaba para llegar a la pared de madera hasta que se dio de bruces contra ella. De su garganta se escapó un grito de dolor, pero sus labios apretados impidieron que el quejido escapase de su boca. Apenas prestó atención al dolor que era intenso en su nariz y sus labios, la sombra pasó por su lado como una exhalación y su garganta se llenó de su sabor, un sabor a antiguo, a podrido por el tiempo, pero a su vez, a algo vivo que había regresado de la más recóndita oscuridad.
Manel se puso las manos en la cabeza para protegerse de aquel ser que tan solo estaba a unos centímetros de él, sintió su diabólica presencia, el resonar de su respiración que expulsaba fragmentos de desechos de sus negros pulmones. El investigador sintió la muerte a tan solo unos pocos centímetros, un fin cruel y sangriento.
Sonó un golpe como si raspasen una enorme pieza de carne con un enorme cuchillo de carnicero. El alarido fue mucho más estridente que los anteriores. Manel se tapó los oídos y cuando el aullido se suavizó, se arrastró por el suelo avanzando a gatas como un perro al que acaban de dar una patada y quiere alejarse inmediatamente del lugar. Buscó su móvil, su mano temblaba como si estuviese poseída, pero encontró el aparato y accionó la linterna sin que milagrosamente cayese al suelo. La puerta se recortaba a tan solo dos metros a su derecha.
Escuchó un grito, esta vez mucho más humano, mezclado con un nuevo alarido de la bestia. Como si estuviesen librando una batalla. El investigador se detuvo a los pies de la puerta, se puso en pie y tiró del pequeño pestillo, la hoja se abrió dejando pasar de nuevo la intensa frescura de la noche. Salió al exterior y bajó corriendo los escalones.
No quería mirar atrás, pero lo hizo. La puerta de madera voló por los aires y pudo ver la figura recortarse contra las paredes rojas del caserón, en aquel momento teñidas de una negra oscuridad. Sintió su mirada, su cruel y diabólica mirada desde lo alto del descansillo.
Manel ya no dudaba de que aquella cosa fuera la joven.
En Rumania algunas personas se convierten en perros.
El ser, mitad perro mitad simio, saltó hasta el suelo como si los cuatro metros que le separaban de él apenas fuesen insignificantes centímetros. Soltó un nuevo gruñido y su pestilente aliento recorrió la noche hasta que Manel pudo olerlo nuevamente. Salió corriendo, aunque sabía que estaba perdido. Sintió como si su pie y su tobillo fuesen aplastados por miles de bloques de hormigón. El detective soltó un alarido de dolor a la vez que caía al suelo. Se revolvió gimiendo y aguantando como un insoportable pinchazo taladraba su pie.
Se giró en el suelo y su mirada se encontró con los ojos del monstruo. Unas pupilas rojas que resaltaban en la noche como dos ascuas candentes que le miraban desde un rostro de perro que parecía sonreír.
Manel cerró los ojos.
Entonces escuchó, como lo había oído en el interior de la casa, como si cortasen una enorme pieza de carne. La tierra tembló bajo su cuerpo ante el terrorífico alarido. Esperó unos segundos sin que nada sucediese. Abrió sus ojos. A unos pocos metros, el bulto permanecía inmóvil. El hombre rumano superviviente y que no era otro que el que había llevado su brazo dislocado en el pueblo de las afueras de Madrid, permanecía a su lado.
Por unos segundos sus miradas se cruzaron.
Vete dijo el rumano en perfecto español, después, sus manos agarraron el cuerpo inerte de la bestia y tiró de él arrastrándolo hacia la casa.
El detective intentó levantarse, miró su pie, una mancha roja y caliente cubría su pantalón y su calcetín, sentía el calor de la sangre, pero el dolor parecía haber remitido rápidamente.
Claro que se iba a ir de allí. Se apoyó en un trozo de madera como si fuese un bastón y se levantó. Parecía que la herida de su pie no era tan grave a pesar de la aparatosa sangre; cojeando se puso en marcha en busca de su coche adentrándose en la oscuridad del camino y con una angustiosa sensación de terror invadiendo todas y cada una de las células de su cuerpo.