El mar. Sus olas, su color tan bellamente indefinido cuando lo miras al atardecer.
Su inmensidad, su hipnotizante magia. Siempre ha tenido la capacidad de
relajarme, de llenarme de energía, de energía positiva. El mar me hace sentir
bien, me hace sentir libre.
Vivo en el interior, por lo que sólo tengo oportunidad de contemplar su
majestuosidad y su belleza contados días al año, normalmente en verano, cuando
la luminosidad le hace, tal vez, más bello, más amistoso.
Pero aquella noche era pleno mes de enero, el interior más recóndito del
invierno. La fina llovizna, que probablemente arrastraba minúsculos copos de
nieve de las montañas interiores, me helaba la cara, el mar rugía, protestaba
al estrellarse contra el muelle de piedra; la brillante negrura del Mediterráneo
iluminaba la noche invernal en un mágico combinar de oscuras tonalidades.
A pesar del frío y de la humedad, el mar volvía a relajarme. Pero esta vez
me reñía, me abroncaba, pero no ofensivamente, me gritaba que me deshiciese de
la energía negativa que se estaba apoderando de mí en los últimos tiempos y del
desánimo que llenaba mi cuerpo y mi alma.
El mar me ofrecía su hombro para desahogarme y yo necesitaba un amigo que
me arrancase de mi pesada apatía.
-¡Hostia Puta! –mi grito se perdió en la oscuridad estrellándose contra la
lluvia y el viento. El mar se debió de comer sus restos, pero al menos, me
sirvió para relajar la tensión que cada uno de mis músculos y órganos habían ido
acumulado, sobre todo en las últimas horas, en las que apenas había dormido y
comido, sólo alimentado por las partículas de alcohol de alguna bebida y la
cafeína del café.
Mi hermano había desaparecido junto a su nieto.
Y ahora yo tenía tres opciones. La de irme a mi casa y esperar tristemente
a que la policía me llamase para comunicarme la aparición del cuerpo sin vida
de mi hermano (lo más probable, según las propias palabras del comisario que se
había hecho cargo del caso); la de volver a casa de mi hermano donde mi cuñada me
tendría preparada una cama para pasar la noche e intentar consolarla a ella y a
mis sobrinos, sobre todo al mayor de la pareja al que la desaparición de su
padre le había asumido en una especie de agresiva depresión infantil; o la
última opción, tomarme un bocadillo y alguna cerveza más en algún bareto
cercano y seguir, como si recién titulado en investigación privada fuese, la pista
que mantenía en secreto y de la cual la policía no parecía tener noticia, y ni
yo mismo comprendía aún porque la tenía tan bien guardada.
Estaba desesperado, amargado y triste, muy triste, mi hermano desaparecido
y probablemente asesinado por una pandilla juvenil simpatizantes de una extraña
secta dirigida por unos mafiosos comunes, siempre según la primera impresión
hecha por la propia policía.
A pesar de que lo veía venir.
Hacía tan solo unos 20 días, en una fecha cercana al Año Nuevo, no recuerdo
exactamente el día, el tiempo parece que está perdiendo su mecánica sensatez en
mi cabeza, mi hermano, en una conversación telefónica, algo que hacíamos con
frecuencia dentro de nuestra cordial relación, aunque algo enfriada por la
distancia, empezó a contarme algo y yo enseguida, por su tono de voz, supe que se
trataba de algún problema. Otro problema. Conocía a mi hermano demasiado bien y
aunque en los últimos años sabía que no estaba del todo contento con su vida,
sobre todo en los últimos meses, donde la relación con su actual pareja no
parecía pasar por un buen momento (pasaba por su peor momento) y mi hermano
bebía algo más de lo normal, además de tener algunos problemas de salud cada
vez más acentuados y, en fin, su vida estaba “un pelín” desordenada, pero a
pesar de todo eso, él era una persona que se adaptaba bien a las dificultades,
era un luchador nato y un gran optimista.
Pero lo que empezó a contarme era distinto, un pesar más tangible, más
cercano, como cuando muchos años atrás me llamó a parte para decirme que se
separaba de su primera esposa sabiendo el dolor que la noticia iba a causar
entre mis padres (por aquel entonces bien vivos), sobre todo entre mi madre;
esta vez noté un tono similar y me preparé para escuchar una mala noticia, o al
menos no grata. Su hija (la menor de los dos hermanos habidos de su primer
matrimonio), mi sobrina, una jovencita de 17 años, había sido madre unas pocas
semanas antes y él ni siquiera había tenido noticias de su embarazo; por
desgracia para mi hermano, la relación con sus dos primeros hijos no era muy
fluida por razones y circunstancias que se habían ido acumulando con su ex mujer
y su ex familia política desde su separación, yo soy consciente de que él adora
a sus hijos, por lo que también soy consciente del sufrimiento que durante
estos últimos años esa situación le había causado, por tanto, soy capaz de
imaginar lo que debió de sentir cuando su hijo mayor le contó que su hermana
acababa de dar a luz y él no había tenido ninguna noticia de su embarazo y del posterior
nacimiento del bebe. Desconocía tanto de su propia hija. Pero a pesar de la
distancia entre ellos, mi hermano hizo un esfuerzo por ver a su hija e
interesarse por su salud y la de su recién nacido; ella accedió, después de que
mi hermano insistiera casi suplicándola, a concederle una pequeña recepción; al
parecer, en los pocos minutos que mi hermano pudo hablar con su hija, de una
manera fría y distante, según me contó después, la joven le informó que tenía
algún tipo de problema con su pequeño recién nacido. Un problema bastante
gordo. Sin que entrase mucho en detalles sobre dicho problema.
Eso es lo que mi hermano me contó. Yo sentí su aflicción, y sin pensármelo dos
veces, le dije a mi mujer que me iba a verle, algo que por supuesto a ella no le
gustó en absoluto, nuca en mis ocho años de relación con ella le había gustado
que yo hiciese algo, fuese lo que fuese, sin que ella estuviese a mi lado, y
ahora mucho menos que acabábamos de descubrir que estaba embarazada; pero
pareció entender a regañadientes que mi hermano me necesitaba, por lo que el
fin de semana siguiente me cogí el coche y me hice los casi 400 kilómetros que
nos separaban en un soleado y frío día de principios de año.
Mi hermano estaba mal, mucho peor de como yo esperaba encontrármelo, parecía
sumergido en una especie de depresión aguda; a los problemas con su mujer, su
salud, se le había unido el reciente problema de su hija Mariela. Casi no me
esperaba, porque en muchas ocasiones le había dicho que iba a verle y luego me
echaba atrás, por lo que noté su alegría cuando me vio allí, en su casa. Me contó
con un poco mas de detalle, lo que ya me había dicho por teléfono, la
inesperada noticia del embarazo y parto de su joven hija y que pudo hablar con
ella, eso lo dijo feliz a pesar de todo, pero al parecer, la chica tenía otro
tipo de problema.
Aquella misma tarde fuimos a ver a mi sobrina, mi hermano y yo, ella
accedió a vernos. Mariela se había convertido en una jovencita preciosa a punto
de cumplir los 18, y el ser madre la había convertido en una autentica mujer,
yo hacía al menos 6 años que no la veía (la última vez que la vi fue con mi
madre aún viva, ¡toda una eternidad!), y a pesar de eso, mi sobrina me abrazó y
me besó de una forma simpatiquísima en contraste con el agrio saludo que
dirigió a su padre; su forma de hablar también denotaba madurez, dentro claro
está, de sus 17 años; nos habló con una seriedad y serenidad impropia de su
edad (y con un extraño temor que yo noté en sus palabras), de lo que ya le
había contado algo a su padre, al parecer su ex-pareja, el padre de su hijo,
había ofrecido al bebe para una adopción. Yo me quedé perplejo. Por supuesto, Mariela
no había querido oír hablar de aquello al sinvergüenza de su ex novio
(afortunadamente en mi opinión, ya no estaba con él); eso nos dijo, pero el
gran problema era, que la “donación” de bebes por parte de las jóvenes madres
era una práctica un tanto “común” entre los jóvenes de la pandilla con los que
mi sobrina había estado saliendo. O salía, eso no lo dejó muy claro. Práctica
común el alquiler de bebes entre mamas de 16 y 17 años, yo no había escuchado algo
semejante en toda mi vida, por lo que mi perplejidad aumentaba por segundos.
Nos contó (cada vez más temerosa, o tal vez dubitativa), que su pandilla y
otras de jóvenes similares, se reunían en “El Poblé de los Monjes” donde esos
contratos eran habituales entre ellos. Increíble. Dónde pillaba eso, le
preguntó mi hermano. Pillaba en pleno corazón de la Sierra de los Monasterios,
cerca del Caserón de los Gegos, al pronunciar esta última palabra, yo noté como
su temor aumentaba, como si le hubiesen dado una descarga eléctrica y sus
labios titubeasen e incluso temblasen, transformando su valiente y armoniosa
voz en un sonido de miedo. Guardó un silencio. Mi hermano la cogió de la mano y
yo no supe que hacer, me hubiese gustado decir a mi sobrina muy claramente que
vivíamos en un país donde había justicia y que esas cosas se arreglaban yendo a
la policía y denunciando..., pero entendí, no sé, como una súbita revelación,
que tal vez no fuese tan sencillo como ir a la policía. ¿Quiénes son los Gegos esos?
Volvió a preguntar mi hermano. “No nadie, bueno, es para ellos como Dios para
los cristianos, para muchos una fantasía que seguro no existe pero a la que hay
que respetar por encima de cualquier cosa”, bonito símil salido de una joven y
en aquel momento temerosa jovencita de 17 años, pensé. Mariela no volvió a
pronunciar ese nombre.
Mi sobrina enseguida recuperó su compostura y la vitalidad en su voz, como
si no hubiese mentado nada que le hubiese producido terror tan solo unos
segundos antes. Su padre no insistió y a mí enseguida se me olvidaron “los
Gegos”.
Se me olvidaron, hasta que esta misma tarde regresaron a mí memoria con una
increíble nitidez cuando declaraba ante la policía por la desaparición de mi
hermano.
Después de la conversación con Mariela, yo me despedí de ella y al día
siguiente regresé a casa despidiéndome de mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos
pequeños, prometiéndole que le llamaría con asiduidad a ver qué pasaba con el
problema de su hija, los dos estábamos seguros de que nadie iba a tocar al
bebe.
No he vuelto a ver a mi hermano.
Ayer, tan solo una semana después de mi última visita, mi cuñada me llamaba
llorando a lágrima viva anunciando la desaparición de mi hermano. Hacía dos
días que había desaparecido y me llamaba ahora. No me lo podía creer, mi
hermano desaparecido durante dos días y ella no había sido capaz de hacer una
simple llamada.
Intenté no dirigir mi cólera hacia mi cuñada. Con esa actitud sí que no iba
a solucionar nada.
Después de su llamada, todas las alarmas se dispararon dentro de mí,
anunciándome que un problema gordo, de esos que te caen encima una o dos veces
en la vida (o ninguna con un poco de suerte), estaba a la vuelta de la esquina;
sentí miedo y sobre todo desasosiego por el anuncio de la desaparición de mi
hermano.
Yo tampoco atravieso un situación digamos, idónea, tal vez la monotonía en
mi vida está haciendo que me encuentre con muchos momentos de desanimo de esos
que hacen que uno se pregunte muchas cosas; el embarazo de mi mujer me ha dado nuevas
ilusiones aunque también nuevos miedos, sin saber si alegrarme o desanimarme definitivamente.
Nuevamente anuncié a mi esposa que la dejaba sola con su embarazo, tampoco
le gustó, intenté meterme en su pellejo y comprender su postura, pero esta vez
la desaparición de mi hermano sirvió para que me pusiese menos obstáculos, y
aprovechando que era fin de semana, nuevamente me hice los 400 kilómetros, en
esta ocasión acompañado por una lluvia fría e incesante y algo de nieve, enero,
después de un inicio soleado, parecía que no quería seguir ofreciéndonos ningún
beneplácito meteorológico.
Me junté en casa de mi hermano desaparecido con mi otro hermano, el mayor,
y su mujer, que también habían venido espoleados por la siniestra noticia, allí,
todos pasamos unas horas similares a un velatorio, donde mi cuñada no nos
informó de casi nada nuevo envuelta en una inconsolable tristeza y donde todo
era caos; decidimos ir a la comisaría donde ella había puesto la denuncia,
allí, la policía aprovechó para tomarnos declaración a mí y a mi hermano mayor
sobre todo lo que pudiese servir para la aclaración del caso. Pero como he
dicho antes, la policía, el comisario, el viejo bigotudo y, a mi juicio,
prepotente policía que lleva el caso de mi hermano y que parecía haber salido
de una mala serie policiaca americana en la que el patoso jefe de policía sólo
sirve para empeorar las cosas, nos dijo, que los primeros indicios eran de que
mi hermano había querido actuar por su propia cuenta tras la desaparición de su
nieto (al final Mariela tenía algo de razón y el bebe había sido arrancado de
sus manos) y había topado con alguna pandilla violenta, afín a los amigos de su
hija que tal vez contasen con el apoyo de alguna mafia; el comisario nos habló
escuetamente, de lo que yo ya sabía por boca de mi sobrina y que no me había
tomado demasiado en serio, sobre la practica entre algunas bandas juveniles de tráfico
de seres humanos (bebes), pero lo que era más extraño, era que la policía no
tenía constancia de ningún tipo de delito en la zona, o sea, nada sobre posibles
secuestros de bebes, extorsiones, amenazas, ninguna prueba de la existencia de
las mafias de las que nos hablaba. Nos dijo, con la boca pequeña, que detrás de
todo aquel asunto bien podría haber alguna mafia no tan juvenil. Los Gegos. La
palabra que tanto temor causó en mi sobrina apareció entonces en mi mente.
Esperé inquieto a que el comisario nombrase la palabrita, pero no fue así, y
sin saber muy bien por qué, yo tampoco dije nada. No supe si pensar si es que
la policía nos quería ocultar aquella pista, o simplemente, es que no tenían ni
pajotera idea de la existencia de los tales Gegos.
Después de dejar a mi hermano mayor y a su mujer nuevamente en casa junto con
mi cuñada y mis sobrinos, les dije que necesitaba dar una vuelta y me dirigí a
la playa a meditar con mis pensamientos y desahogarme lanzando gritos al mar
envuelto en la fría e invernal noche de enero.
Continuará...
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