miércoles, 24 de junio de 2015

En casa de mi vecina



Removí mi cuerpo con una cansina pereza y en mi mundo subconsciente adiviné que algo ocurría. El incesante ruido fue tomando claridad y mis adormilados sentidos pudieron comenzar a distinguirlo.
Abrí los ojos en medio de la oscuridad. Mi mujer también se despertaba removiéndose a mi lado, me preguntó algo con voz alterada y asustada. No le contesté y me puse en pie todo lo rápido que pude después de encender la luz de la mesilla.
El timbre del teléfono continuaba con su incesante sonido.
Mi mujer iba detrás de mí. Alertado pude distinguir el nombre de mi vecina en la pantalla del teléfono. Me espabilé en el acto, como si me metiese un chute de cafeína pura directa a mi cerebro.
Mi compromiso con mi vecina era firme.
Le dije a mi mujer que esperase al lado del teléfono. Por si acaso. “voy  contigo”. No, no hacía falta. Me puse un pantalón y una chaqueta para resguardarme del frio de la madrugada y salí corriendo. Llegué en segundos a la casa de mi vecina que lindaba con la mía.
Llamé, pero nadie contestó; si ningún nieto se había quedado con ella a dormir, estaría sola. Empujé y la puerta se abrió dejando ante mí la oscuridad del pasillo que me intimido como un cuento de miedo a un niño. Di un paso indeciso. Un gorgoteo al fondo me sobresaltó, la llamé, pero mi vecina no contestaba, di varios pasos más hasta que claramente escuché sus sollozos, estaba acurrucada en el salón bajo el cobijo de la luz de una lámpara de pie.
La expresión asustada e ida de su rostro atravesaron mi cuerpo como un doloroso calambrazo. Me miró y sus ojos recuperaron el alivio de un pobre viajero perdido en el desierto al que de improvisto le ponen delante una refrescante botella de agua clara y cristalina.
Pero aun así, mi vecina parecía agarrotada, paralizada.
“¿Se encuentra bien?” Pronuncié algo aturdido por la situación, “¿Qué ha pasado?”
“Ay hijo…” atinaron a decir sus labios temblorosos.
“¿Está bien?” -insistí.
“Si…, si…, en la habitación…” Me alerté. “¿En qué habitación?”
“En la mía…” la pobre mujer parecía no poder articular una palabra más.
“Espéreme”. Sabía donde estaba su habitación, conocía la casa de sobra, pero era la primera vez que nos llamaba alertada de esa manera desde la muerte de su marido. Mi vecino. Había muerto hacía tan solo unas pocas semanas a los 72 años de una mera inesperada y había sido un duro golpe, sobre todo para ella.
Me detuve en la puerta del dormitorio. Me invadió un repentino escalofrío y el bajo vientre se me llenó de una desagradable desazón. Una sombra se había removido en el colchón.
Miré de nuevo. Casi paralizado. No había nada.
Di un paso para llegar al interruptor que estaba a mi derecha y un frio helador invadió todo mi cuerpo, un frio intenso y desconocido por mi hasta aquel momento. Tirité. Mi conciencia por unos segundos deambuló lejos de mí. Mis dedos temblorosos llegaron al interruptor de plástico y encendí la luz.
El frio desapareció isofacto.
En la cama vacía y desecha de mi vecina no había nadie. No había nadie en la habitación y la temperatura era cálida alimentada por la calefacción que mi vecina seguramente había tenido encendida durante buena parte del día.
Pero yo aún temblaba y notaba mi piel de gallina arder como el fuego.
Pero allí no había nadie. Me había asustado como un niño pequeño.
Llamé a mi vecina, debía de intentar tranquilizarla, seguramente había tenido una pesadilla.
-No hay nadie -grité desde la puerta del dormitorio intentando que mi voz fuese suave como el terciopelo.
Me dirigí al salón donde mi vecina aún sollozaba como una niña pequeña después de haber recibido el susto de su vida. Sentí una pena infinita, pero no tuve mucho tiempo para compadecerla, el reflejo de la luz de la habitación había desaparecido.
La luz se había apagado.
Nuevamente mi piel se llenó de un calor extraño y de un ligero temblor. Algo se removía en el interior de la habitación, en la oscura habitación de mi vecino muerto, podía escuchar las pisadas y el removerse de la ropa de la cama.
Mis parpados se cerraron y respiré hondo. Hacía tan solo unos pocos segundos que con mis propios ojos había visto el dormitorio vacio. Aquello no podía ser real.
Entonces desperté. Mi mujer dormía a mi lado.
Miré el reloj, eran las cuatro de la madrugada. El teléfono comenzó a sonar.
¿Quién podría ser a aquellas horas de la madrugada?




jueves, 4 de junio de 2015

Los Gegos (Cap. VIII)


Dormí, para mi sorpresa, bastante tranquilo para ser un hombre que era perseguido por un grupo de siniestros personajes capaces de dirigir a la suprema Inteligencia que rige los designios del Universo. Todo eso según aquella hermosa loca que me acompañaba, claro.
En parte dormí tranquilo porque ella estaba a mi lado, de eso no tenía la menor duda.
Una grisácea y triste claridad entraba ya por la ventana cuando volví a despertar. Ella me abrazaba caliente. Me aparté con mucho cuidado y me levanté. Me asomé a la ventana, llovía o nevaba en una furiosa ventisca. Hacía mucho frio lejos de la cama y de la proximidad del cuerpo de Eve, me vestí sin dejar de moverme para intentar entrar en calor. Me hubiese gustado ducharme pero tan solo me lavé la cara. Cuando salí del baño, Eve estaba de pie, casi desnuda. Me miró y sonriendo me dio los buenos días. Ella sí se duchó en aquel congelador de cuarto de baño.
Bajamos a la pequeña cafetería que había dentro del hostal. Eve se comió un gran bollo de chocolate, yo en cambio no tenía mucho apetito. La miré mientras se lo devoraba, la verdad que no dejaba de ser una adolescente.
-Eve –dije mirándola mientras comía-, ¿cómo es qué los vi en el almacén? ¿Me persiguen a mí también?
-No creo que te persigan –contestó ella después de tragar los restos de bollo que quedaban en su boca-, probablemente seguían la misma pista que tú, imagino que a ellos sólo les interesa el bebe, y tu hermano se lo ha robado, esos bebes son en buena parte la  fuente de financiación de la secta y probablemente de toda su organización.
A través de los cristales de la ventana, pude ver como empezaban a caer gruesos copos de nieve. Las pocas ganas que tenía de hacer algo y de continuar con todo aquello, se me quitaron de un plumazo.
-Pero también puede ser que le dejen en paz, hay mas chicas, mas bebes –dijo como si hubiese adivinado mi estado de ánimo e intentase levantármelo.
-Sí, puede ser, ojala nos dejen en paz, a todos -me levanté y telefoneé a mi mujer. Seguía poniéndome mil pegas, parecía que mi gran excusa sobre la pista que estaba siguiendo para encontrar a mi hermano, perdía fuerza entre las prioridades de mi mujer.
Eve ya estaba de pie, esperándome. La miré, sus ropas no me parecieron lo suficientemente generosas como para protegerla del frio que en aquel momento debía de reinar en el exterior.
-Vas a tener frio -le dije.
-No te preocupes.
Salimos a la calle. Mis ánimos estaban tan fríos como el tiempo. Aunque al menos tenía el consuelo de tener a Eve a mi lado
También tenía miedo. A los Gegos, a sus fantasmas, a que me hiciesen daño, a la gran Inteligencia de la que no dejaba de hablar la joven que me acompañaba, a que mi hermano por fin encontrase el peor de los finales posibles, tenía miedo a que cayese sobre mi un estado de desolación que me aplastase como una pesada losa, estaba en una ciudad casi desconocida, bajo la nieve, a cientos de kilómetros de mi casa.
Pero allí seguía estando ella, en medio de la ventisca, desafiando al frio y a la nieve cubierta con una cortísima minifalda, unos pantis de lana y una chaqueta roja que yo dudaba mucho surtiese el suficiente abrigo para las condiciones atmosféricas que nos tocaba aguantar. Por supuesto, también llevaba su gorrito de lana morado y naranja que le hacía estar más guapa aún.
Recorrimos el camino de la noche anterior siguiendo el trazado de la calle Elvira, las teterías que por la noche habían iluminado la calle dotándola de un bullicioso calor, ahora se encontraban cerradas a cal y canto, tan solo alguna ventana abierta por donde se escapaba algún sonido o alguna sombra en movimiento; llegamos a una pequeña plaza donde nos desviamos, adentrándonos en un laberinto de estrechas calles y callejones, subiendo y bajando cuestas, sin localizar la dirección que buscabamos. Creo que nos despistamos bastante sobre el recorrido hecho por la noche. Estábamos perdidos. Nos detuvimos y  preguntamos por la dirección en un pequeño bar escondido en una esquina donde aprovechamos para tomar otro café.
Nuestro destino no parecía estar muy lejos, según las indicaciones del chico que nos atendió en el bar. Llegamos después de 10 minutos a la callejuela donde reposaba nuestro numero 6. A la luz del día, aunque gris, se distinguía mejor que lo había hecho en la oscuridad de la noche. Parecía una pequeña puerta de entrada a un local de ocio, imaginé que a una tetería de aspecto algo más cutre que las otras que poblaban la zona.
La estrecha puerta estaba cerrada, como no podía ser de otra manera, pero de todas formas, aquello no parecía un lugar donde se pudiesen descargar mercancías, ni siquiera por aquella callejuela sería capaz de entrar una furgoneta para descargar té o lo que quisiera que fuese.
-¿Qué buscamos exactamente? –pregunté haciéndome el tonto.
-Tu hermano ha estado aquí. Alguien tiene que saber de él -me escrutó con un simpático aire de recriminación-, es la única pista que tenemos.
Llamé a la puerta sintiendo como mi corazón se aceleraba de manera incontrolada. Nadie contestó. Rodeamos la manzana, la calle se empinaba considerablemente recorriendo las pequeñas casas. Una señora mayor caminaba despacio con unas botellas de cristal en una cesta. Recorrimos la pronunciada subida en curva que trazaba la calle hasta la parte posterior de la manzana donde el asfalto se ensanchaba.
-Estos deben ser los almacenes traseros.
La vieja pared estaba tristemente adornada por dos puertas falsas de descarga, viejas, pero cuya madera reparada con algunos tramos nuevos, nos decía que estaban en servicio y eran utilizas.
La chica hurgó entre las cerraduras como una detective intentando recopilar alguna pista. Me la imaginé como una heroína de siglos pasados. Golpeé sin mucha convicción una de las puertas falsas. De nuevo no obtuve contestación y de nuevo sentí alivio. Eve se retiró unos metros de mí, a poca distancia de una de las puertas falsas se abría un estrecho callejón, aunque por sus dimensiones más bien se asemejaba a un estrecho pasadizo.
La joven se adentró por el pasillo. Pensé si los marroquís del almacén de tés habrían denunciado el robo de la furgoneta a la policía. Mientras andaba detrás de la chica por el oscuro y maloliente pasillo, decidí que si me arrestaba la policía por robo de furgonetas sería lo mejor que me podría pasar en aquel momento.
Tenía mucho miedo. El pasadizo terminaba en una estrecha puerta de rejas donde un oxido sucio corroía lo que antaño pudo haber sido una capa de pintura negra. El frio era más intenso aún dentro del callejón. Mis dientes castañearon. Al otro lado de la puerta se extendía un patio cubierto por uralitas lleno de maleza y arbustos crecidos a su libre albedrio formando un pequeño bosque. Un gato corrió entre las hierbas como si tuviese miedo de que atravesásemos la puerta. O eso me pareció, un gato.
Eve miró hacia arriba y enseguida supe sus intenciones.
-Esto es ilegal Eve.
-No vamos a robar.
-Sí pero la ley dice que no se puede entrar sin permiso en una propiedad privada, lo entiendes ¿no?
-A veces la ley va en contra de acciones que no tienen intención de hacer el mal –dijo con su serenidad habitual-, pero tú decides, ahí dentro puede haber alguna pista sobre tu hermano y el bebe, eso es lo que estamos intentando hacer, encontrar a tu hermano.
Pensé, mirando al suelo, que sus argumentos nuevamente eran irrefutables.
-Ayúdame –dijo al tiempo que estiraba sus brazos agarrándose a la vieja verja de la puerta. Yo ya no dudaba de la agilidad de la chica-. Ayúdame –repitió.
“Pero que vas hacer“, pensé, aunque la tenía delante de mí y estaba viendo con mis propios ojos lo que se disponía a hacer. Miré hacia la entrada del callejón, sobresaltado. Claro. La tenía que ayudar. Mis manos temblaban. Sentí la mirada de Eve clavada en mí. Puse mis manos en su cintura y la impulsé hacia arriba hasta que consiguió agarrarse con fuerza y empezó a escalar. Mis manos se apoyaron durante unos segundos en sus nalgas hasta que terminó de subir a lo alto del tejado.
-Vamos, ahora tú –su rostro sonriente me miraba desde arriba donde parecía haber más claridad.
Di un salto y agarré la mano que me tendía la chica hasta que conseguí con mi otra mano agarrarme a la puerta. Noté el áspero frio del hierro en la palma de mi mano. Me impulsé hacia arriba y conseguí escalar a través de los hierros de la puerta hasta lo alto del tejado. Respiré hondo intentando controlar mi crispación y mi fatiga mientras ella continuaba mirándome divertida. Nuevamente imaginé que para Eve todo aquello no era sino un juego juvenil. Se puso a gatas y comenzó a gatear por los tejados de uralita. La seguí con más miedo que vergüenza, pegado todo lo que podía al muro pintado de blanco de la casona desde donde nacían los tejados de uralitas y que se elevaba unos cuantos metros por encima de nuestras cabezas.
Mis manos y rodillas resbalaban continuamente en la superficie empapada por el agua y la nieve, no rodaba porqué la inclinación no era demasiado pronunciada, pero mi miedo esta vez era que la uralita cediese a nuestro peso y cayésemos armando un gran estruendo, que nos rompiésemos algún hueso sin poder movernos y que unos árabes cabreados nos rematasen sin ningún tipo de compasión.
Eve avanzaba mucho más ágil y segura delante de mí. Por un momento, me distraje de todas mis desdichas y miedos, contemplándola. Ante mí, a escasos dos metros, su trasero se movía en un sensual vaivén bajo su falda que se había subido con el movimiento dejando al descubierto gran parte de sus muslos envueltos en los leggins.
Se detuvo cuando llegamos al tejado verde oscuro, era el tejado del número seis, tuve claro que mi hermano no estaría en aquel almacén, pero alguien tenía que darnos alguna pista, el tal Salhí.
La uralita estaba perfectamente endosada en el muro, ni un resquicio por donde pudiésemos colarnos. Una ráfaga de aire helado hizo crujir el tejado bajo nuestros cuerpos. Eve me miró. Estaba hermosa incluso con su cara mojada y colorada por la baja temperatura. Unos copos de nieve adornaban su nariz.
-El balcón –me dijo señalando hacia arriba donde sobresalía de la pared un estrecho balcón.
La joven se puso de pie y estiró sus brazos, apenas alcanzaba a tocar la oxidada barandilla. Nuevamente la icé hasta que pudo agarrar los barrotes y elevarse hasta conseguir encaramarse dentro del balcón. El esfuerzo hizo que mi respiración se acelerase hasta el infinito. Eve me apresuraba. Esta vez no podría conseguirlo, cada vez me costaba más mantenerme en pie sobre la uralita mojada. Vi las manos finas de la chica y solté la plegaria más corta de la historia, estiré mis brazos notando como mis pies resbalaban sin control. Me iba a caer, pero las manos de Eve me agarraron y tiraron de mí con una fuerza impropia para una joven como ella.
Comencé a trepar, por decirlo de alguna manera, y solté una de las manos de la chica para agarrarme a uno de los hierros del balcón de manera desesperada. Sentía el sudor caliente recorrer mi piel dentro de mis ropas. A pesar de la nieve. No lo conseguiría nunca, no era un atleta ni un deportista de fin de semana y ya había entrado en los cuarenta.
Pero a pesar de todo, conseguí escalar hasta el balcón, salté a la parte interior e intenté respirar hondo durante unos segundos. Las viejas puertas de madera estaban protegidas por rejas de hierro también oxidas, pero cubiertas al fin y al cabo. De nada nos había servido llegar hasta allí. Me sentí mas desanimado aún, pero seguidamente sentí alivio, por supuesto que no me apetecía entrar en casa de nadie como un vulgar caco.
Agarré los barrotes de hierro y tiré de ellos sin mucha fuerza ni convicción.
-No podemos entrar –dije intentando poner un tono de derrota en mi voz-, vámonos Eve, estamos empapados y…
La reja cedió y noté como los hierros se me venían encima aprisionándome contra la barandilla del balcón, empujándome hacia el vacio. La sorpresa dio paso al terror que estuvo a punto de dominarme. Eve reaccionó rápido y me sujetó con fuerza, entre los dos pudimos controlar la enorme verja que se había desprendido de la pared, con facilidad, vencida seguramente por años sin ninguna clase de mantenimiento, aguantando humedades y calores, esperando a qué yo llegase y con mi tremenda fuerza rematase la faena.
No me lo podía creer.
Intenté controlar de nuevo el desbocado cabalgar de mi corazón. Ya no había rejas, pero la puerta parecía estar cerrada con llave. “Rompamos el cristal” escuché como decía Eve. Claro, romper el cristal, que sí no, ya no había marcha atrás y cuanto antes nos quitásemos del medio de la vista de los vecinos, mucho mejor, sí es que alguien no nos había visto ya y había llamado a la policía.
Me quité la chaqueta y como había visto en más de una película, me rodeé el brazo con ella. Golpeé el cristal que cedió de inmediato. Eve enseguida metió sus manos y consiguió abrir una de las estrechas hojas de la puerta. Nos colamos dentro donde la oscuridad pareció ceder ante una grisácea luminosidad que se coló junto a nosotros. El cuarto estaba lleno de trastos y polvo, probablemente allí no entraba nadie desde hacía mucho tiempo. En un rincón, se adivinaba el hueco de una escalera. Nos dirigimos allí. La vieja escalera de tierra y adobe descendía entre telarañas. Esta vez Eve iba detrás de mí, casi a oscuras bajamos los escalones. El olor a madera podrida y humedad se hacía casi insoportable. Los peldaños terminaban en un minúsculo descansillo tapado por tablas horizontales clavadas desde la parte de fuera. Nuevamente pensé en decirle a Eve que nos diésemos la vuelta, pero la chica ya estaba mirando entre las ranuras de las tablas. Total…, la imité.
La escalera parecía desembocar en un patio cubierto lleno de cajas y cascos vacios de botellas, lo normal, pensando que aquello debía de ser la parte trasera de la tetería. Todo estaba oscuro y en silencio, tan solo bañado por una tenue claridad que llenaba todo el patio de sombras fantasmagóricas.
-Tenemos que quitar las tablas.
Claro. La miré entre la desagradable penumbra que no pudo impedir que me recorriese un exquisito regocijo por todo mi cuerpo al contemplar su singular belleza a tan pocos centímetros de mi.
-Vale –contesté-, pero al más mínimo ruido que oigamos prepárate para salir pitando por donde hemos venido.
Eve seguía pendiente del patio.
-¿Vale? –insistí.
-Sí vale.
Me preparé y con la planta de mi pie golpeé una de las tablas más bajas que cedió claramente. Otra vez mi corazón corrió desbocado. Esperamos unos segundos. Ni un solo ruido de respuesta, allí no había nadie. Golpeé nuevamente hasta que se desprendieron las tablas dejando un hueco suficiente como para dejarnos paso. Al menos dos metros nos separaban del suelo del patio, ninguna escalera por donde bajar, sólo una pared de tierra, mojada y totalmente vertical. Nuevamente fue la chica la primera que se descolgó, sus pies quedaron a casi medio metro del suelo, la aguanté de las muñecas hasta que me miró sonriente, entonces la solté y un suave “plof” sonó al chocar sus pies en el firme, la imité, me descolgué con mucho cuidado, como si el mayor acantilado del mundo quedase a mis pies, dudé de que mi corazón no quedase resentido, “salta”, la voz de Eve me alentaba, solté mis manos y sentí un doloroso chasquido en mi tobillo, caí al suelo mojado y enseguida busqué con mi mano mi tobillo dolorido temiendo lo peor, pero no, enseguida el dolor fue pasando y con enorme satisfacción sentí como movía mi pie sin excesivos problemas.
Miré al agujero dos metros por arriba de nuestras cabezas y no quise pensar en cómo nos las apañaríamos para volver a subir si teníamos que escapar por el mismo camino. ¿Por dónde iba a ser sí no? En el patio, el olor a madera podrida y humedad nos abandonó y dio paso a una mezcla embriagadora de aromas, suaves, fuertes, pero todos ellos relajantes, o tonificantes, no sabía exactamente. A nuestra derecha estaba el almacén lleno de cajas y una pequeña y destartalada furgoneta que probablemente no funcionaria, al fondo, la puerta falsa de madera donde habíamos llamado hacía ya unos eternos y larguísimos minutos.
A la izquierda estaba el local de la tetería, en penumbra.
Opté por el garaje y comencé a buscar entre los trastos. ¿Qué buscaba? ¿A mi hermano tendido entre aquellos trastos y con su nieto fuertemente apretado entre sus brazos? O lo que podía ser peor aún, el cadáver de los dos. Sentí un escalofrío. Realmente no sabía lo que buscaba pero ya que habíamos llegado hasta allí, debía de intentar encontrar algo, alguna pista, algún objeto si es qué mi hermano en verdad había llegado hasta aquel almacén para descargar hierbas de té.
Presté nuevamente atención a la joven que estaba empeñada en entrar a la tetería e intentaba abrir una ventana; enseguida comprendí que si teníamos que encontrar algo, sería ella quien lo hiciese. Continué registrando inquieto y nervioso. Había dos viejas motocicletas, busqué detrás de ellas con el corazón a punto de estallar y salirse fuera de mi pecho, esperando que algún fantasma del otro mundo saltase sobre mí. Pero allí no había ni fantasmas ni pistas sobre mi hermano. Lo mejor sería volver al lado de Eve.
Entonces, como sujeto por alguna mano invisible que sólo existía en mi cabeza, me paré en seco y volví a mirar a las viejas motocicletas. Me hicieron recordar, aunque eran algo más grandes y con una vieja chapa de matriculación en la que se leía GR, a las viejas motos de mi padre que mi hermano desaparecido usaba muchas veces sin su permiso. Sentí una extraña nostalgia y decidí que aquella mano invisible que me sujetaba me debía de soltar ya. Junto a una de las ruedas había un papel arrugado, otro papel, pero me agaché a recogerlo. Mi corazón casi estuvo a punto de terminar de salir de mi pecho cuando observé que el papel era un envoltorio de azúcar de una cafetería que yo conocía muy bien, cerca de donde vivía mi hermano y donde yo había estado con él tomando alguna cerveza, lo observé con detalle, junto a la dirección impresa en el envoltorio, había escrito a boli otra dirección, ésta parecía ser de Granada.
Mi cuerpo dio un salto literalmente sobre el suelo que casi me hizo soltar el papel y que hizo definitivamente a mi corazón salir de mi cuerpo a dar un paseo sin mi permiso. Un ruido inequívoco sonaba al otro lado de la puerta falsa, alguien había introducido una llave por fuera e intentaba abrir la puerta. Miré a Eve que ya había desaparecido dentro de la tetería como si ella pudiese tener la facultad de convertirme en el hombre invisible. Escuché varias voces en árabe, había más de uno. Hasta allí había llegado, alguien iba a entrar y me iba a encontrar allí, en medio, plantado, sin ninguna explicación razonable; estaba en una propiedad privada. Todos los miedos acumulados a lo largo de mis 40 años se conglomeraron en un punto dentro de mi corazón, sentí que me mareaba e incluso algunas nauseas hicieron intento de aparecer. La cerradura estaba siendo abierta. Tenía que hacer algo, quise gritar “¡Eve!”, pero sólo acerté a lanzarme detrás de las viejas motocicletas, milagrosamente no tiré ninguna, me acurruqué como pude, sentía el nervioso palpitar de mis músculos, mi respiración parecía una máquina de vapor a toda marcha, era imposible que no me descubriesen.
Por fin se abrió la puerta y los dos hombres pasaron muy cerca de mí, charlando, mezclando frases en castellano y en árabe. Pasaron de largo hacia el patio, conseguí tranquilizarme un poco, al menos no me habían descubierto a la primera. Cuando las voces se fueron alejando lo suficiente de mi, pude estirar algo mi cuello y contemplar a los dos individuos que eran de aspecto árabe, sin duda, uno llevaba una gran túnica que le cubría desde el cuello hasta los tobillos y el otro vestía de una manera más occidental. Me revolví con todo el cuidado que me permitía mi estado de nervios suplicando que los dos hombres no se volviesen hacia mí. La puerta falsa estaba a pocos metros y las llaves estaban puestas, con un mínimo de suerte y de rapidez por mi parte, podría salir de allí sin que me descubriesen, estaba seguro.
Y dejar a Eve sola. Que se las apañase como pudiese aquella joven loca, al fin y al cabo habían sido suyas todas y cada una de las ideas de detectives privados que nos habían llevado hasta allí.
Maldita sea, no la dejaría sola, una vez fuera llamaría a la policía, o a los bomberos, o al ejercito, pero necesitaba salir de allí, yo debía de escapar.
Me dispuse a recorrer los metros que me separaban hasta la puerta a gatas.
-¡Qué haces aquí! –rugió una de las voces magrebí en perfecto castellano. Me quedé paralizado pensando que se dirigía a mí.
-¿Dónde está Salhí? –preguntó de inmediato la voz de Eve con una sensualidad y provocación que no había escuchado hasta aquel momento. Entonces, tuve la certeza de que aquella muchacha estaba realmente loca.
-¿Salhí? –Noté sorpresa en la voz del africano-, no sé quién y tú contéstame, que haces aquí te digo.
Me di nuevamente la vuelta a gatas entre las motos con todo el cuidado del mundo de no tirar ninguna al suelo. Dios mío, no me lo podía creer. Eve estaba plantada delante de los dos árabes con un increíble aire de desafío.
Pero había cambiado. Se había soltado el pelo, abierto la chaqueta y desabrochado dos o tres botones de su camisa, su sujetador verde brillante se mostraba con toda claridad por no decir de la curva de sus impresionantes pechos; también se había quitado los pantis y sus muslos morenos relucían excitantemente mojados bajo su minifalda.
-Me debe dinero –dijo.
-¿Qué eres una puta? –hubo algún comentario jocoso y risas cómplices entre los dos hombres.
Eve dijo algo mas, pero esta vez no la entendí y lo que yo empezaba a tener claro, es que los dos hombres se habían relajado totalmente y por sus gestos, se preparaban para divertirse; dejé de prestar atención a la escena y gateé raspándome contra la pared hasta que conseguí llegar a la puerta, salí a la calle sin que nadie me viese y empecé a correr entre los callejones como un poseso perseguido por el mismísimo diablo.