jueves, 21 de diciembre de 2017

Los transformados


                                              Epílogo

Isidro percibió el jaleo al otro lado del chalet, en la parte trasera donde el cazador que le servía desde hacía años debía de terminar con la vida de su empleado en la agencia. Entrometido. Aquello no debería de haber terminado así.
Pero algo no iba bien, aquel desconcertante jaleo. El viejo espía agarró con fuerza su pistola y dio dos indecisos pasos.
Dinu ¿estás ahí? llamó al cazador.
Como respuesta, una respiración áspera y resinosa como si el aire se arrastrase a través de sucias mucosidades, llegó desde el fondo del pasillo seguida de unos crujientes pasos que avanzaban desde la oscuridad.
Isidro percibió el olor, un hedor a podrido y deshechos. Un olor a antigüedad y maldad. El viejo detective cargó su pistola y se apresuró a cerrar la puerta del salón que daba al pasillo, echó la llave justo antes de que el impacto hiciera retumbar toda la estancia.
¡Maldita bestia! Acabaré contigo como lo he hecho durante años con todos los de tu especie sentenció el viejo a la vez que comprendía con claridad que el maldito Manel había traído la maldición consigo desde Rumania. Nunca debía de haber confiado en aquel investigador. Al otro lado de la puerta sonó un gruñido rasposo y sopesado. Por supuesto que acabaría con aquella bestia, decenas de sus antepasados habían perecido bajo las garras de aquellos seres, los convertits, los transformados que como malditos diablos cambiaban su aspecto pasando de humanos a abominables seres mitad perros mitad chimpancés; incluso su abuelo había caído en la lucha. Una batalla sin cuartel contra aquellos seres malignos y sus propiciatorias victimas como el detective Manel, una guerra que estaban a punto de ganar.
Aquellos diabólicos seres estaban prácticamente extinguidos.
La puerta volvió a retumbar y una bisagra se desprendió de su posición inicial a punto de desprenderse del marco. Isidro corrió a una de las paredes y apartó un cuadro donde unos lobos corrían detrás de un animal de forma indeterminada. Un nuevo gruñido que parecía una macabra carcajada atravesó la puerta inundado el salón, esta vez acompañado de un pestilente olor. La mano del viejo detective marcó con serenidad los números de la contraseña de la caja fuerte.
El nuevo golpe sonó más cercano, más rabioso, la bisagra se desprendió al fin del marco y la puerta se inclinó hacia un lado. Una garra negra de donde sobresalían unas uñas rojas, llenas de moho y mugre, se movió como buscando a un enemigo invisible.
Isidro sacó de la caja fuerte la hoja de metal plateado cuyo filo relució en la penumbra del salón. El ritual no servía para matar a los convertit, tan solo era una farsa escénica inventada por los ancianos desde hacía siglos, lo que realmente era necesario para acabar con ellos era el marum, un arma ancestral hecha de metales pesados extraídos de las montañas de Maramures, solo aquella aleación incrustada en el cuerpo de aquellos demonios podía acabar con su vida.
El viejo detective sujetó el puñal en su mano. La puerta bailó engrandeciendo el hueco, la cabeza de la bestia asomó dejando a la vista el hocico babeante que se movía exhalando gruñidos.
Isidro corrió hasta alcanzar la cristalera del salón que daba al jardín. La puerta del pasillo voló por los aires detrás de él y el convertit saltó como un autentico primate.
El antiguo espía corrió hasta agazaparse detrás de la fuente de piedra que presidia su jardín de manera señorial. Una densa y fría lluvia comenzó a caer dotando a lo poco que quedaba de tarde de una amenazadora oscuridad. Con engañosa lentitud, el monstruo asomó su cabeza por la puerta abierta del jardín y olfateó el aire, su rostro canino y ancho cubierto de gruesos pelos negros y rojos, parecía sonreír en una mueca maquiavélica. De pie, al menos medía dos metros, en nada se parecía al detective privado que había traído la maldición desde Rumania.
El ser se agachó y traspasó el umbral de la fina puerta de aluminio saliendo al jardín. Las gotas de lluvia parecían evaporarse al caer sobre su fétido cuerpo. El convertit se puso a gatas, exhaló un bufido y dirigió su negra mirada hacia la fuente.
Isidro agarró con fuerza el marum.
El ser hizo ademan de saltar, sus extremidades inferiores se doblaron en un ángulo imposible y realizaron un inverosímil movimiento. El viejo detective se preparó para el ataque. Su corazón, a pesar de haberse enfrentado decenas de veces con aquellos diablos, latía desbocado.
Nada sucedió. El monstruo no aparecía. La lluvia comenzó a arreciar borrando los ruidos de la tarde noche. El agua comenzó a empapar el pelo canoso y la piel bronceada y curtida del viejo investigador donde las arrugas comenzaban a tomar solidas posiciones.
Su rostro dibujó una nerviosa sonrisa, sabedor de que aquel monstruo era diferente a los demás.
Nunca debí haberte dado este caso susurró.
El convertit apareció por un lateral de la fuente. Sus ojos rojos miraban al viejo como si fuese un pequeño ratón con el que fuese a comenzar un excitante juego de caza. Caminaba sobre sus cuatro patas en movimientos lentos y dislocados.
Isidro levantó su puñal.
Un gruñido salió de la negra boca del ser como una ininteligible palabra pronunciada en algún antiguo y olvidado idioma. Volvió a doblar sus patas y esta vez saltó, el detective irguió la mano que sujetaba el marum en un movimiento certero, pero una de las patas delanteras del monstruo se movió en un imposible vaivén hasta arrancar de cuajo el brazo del viejo que dios dos pasos atrás mientras el convertit caía sobre él, sus dientes alcanzaron su objetivo y se clavaron como pinchos de hierro en la cara del hombre, su mandíbula se movió masticando hasta que el cráneo del viejo detective se deshizo como chicle dentro de la boca.
El cuerpo descabezado y sin brazo del hombre cayó al suelo empapado por la lluvia.

El convertit se estiró como un lobo y lanzó un gruñido al cielo encapotado. De dos saltos atravesó la valla del jardín del viejo detective y recorrió la calle solitaria de la urbanización hasta perderse en el bosque que nacía detrás de los últimos chalets.