sábado, 20 de septiembre de 2014

"Los Gegos" (Cap. II)


Ya casi temblando de frío y con buena parte de mis ropas empapadas, caminé hacia el centro de la ciudad, pasé a un bar y me tomé unas cervezas. El alcohol me sienta bien sí lo ingiero en dosis controladas, sobre todo cuando estoy algo apático (también cuando me encuentro preocupado) y deprimido, y en ese momento estaba un poco de todo en bastantes dosis.
Salí del bar y busqué mi coche mientras llamaba a mi hermano mayor para contarle que no iría a casa de mi cuñada a pasar la noche, que no se preocupase, me apetecía estar solo y me buscaría un hotel. Mi hermano no dijo nada aunque tampoco pareció entender mi actitud.
Conduje durante casi una hora, siguiendo las indicaciones de los mapas y sobre todo del GPS.
Nada más dejar atrás la señal indicadora de 14 kilómetros al Poblé, me adentré por una carretera comarcal, enseguida me tragó la oscuridad y empecé a subir por una estrecha carretera. Casi camino. La luz de los faros apenas me daba visibilidad entre la densa oscuridad y las gotas de lluvia que bailaban revoltosas en el aire y se estrellaban contra el cristal de la luna justo en mis narices.
Después de 20 minutos más conduciendo, acepté que me había perdido y empecé a ponerme bastante nervioso. A pesar de las cervezas que me había tomado, sentí como una desagradable sensación de agobio invadía mis sentidos. Apagué la música. ¿Y sí me perdía en medio de aquellas montañas a esas alturas de la noche con aquel tiempo de mil diablos y sin que se viese un solo alma? ¿Y sí la lluvia arreciaba y me arrastraba alguna riada?
Mierda. Mi insensatez podía empeorarlo todo. Cogí el móvil. Tal vez llamando a mi hermano mayor, que ya probablemente estaría durmiendo, conseguiría tranquilizarme. Le pediría que diese aviso a la guardia civil y que me buscasen por la zona. Mierda, que estúpido que era.
Reduje bastante la velocidad buscando un lugar en la cuneta donde poder parar. La oscuridad pareció entonces, hacerse más negra, pareció cobrar vida. Una extraña vida. Lo oscuridad emitía voces, y no precisamente las voces de la lluvia y del viento. ¿Qué coño pasaba ahora? Nunca había pasado por una situación así. Aquella insensatez mía desde luego se me estaba haciendo muy grande. Justo en frente de mi, la oscuridad pareció abrirse. Unas negras siluetas de lo que parecían edificios apuntalados por unos haces de luz roja, bailaban ante mí. Debería de alegrarme por descubrir vida en medio de aquella situación tan agobiante que estaba viviendo. Pero todo lo contrario. La sensación de que todo era sobrenatural, era estremecedora. Unas figuras “humanas” empezaron a desprenderse de las siluetas. Caminaban. Apenas unas decenas de metros delante de mí. Caminaban hacia mí. Extrañamente, dejé de sentirme nervioso. Ahora me sentía aterrado. Instintivamente pisé el freno a fondo. El coche hizo un extraño tras resbalar en el empapado piso del asfalto. Conseguí dominar el volante antes de salirme por el lado contrario de la estrecha carretera. Se me caló. Rápidamente di al contacto. Pero qué coño. No conseguía arrancar el maldito coche. Debía de ser mi miedo. Apagué las luces para que no sufriese la batería. Rápidamente volví a dar al contacto. Tampoco. Noté como mi cuerpo empezaba a temblar obedeciendo a alguna maldita parte de mi cerebro. Tenía miedo, mucho miedo. Miré, pero la desorientación después del derrape era total, ante mí, sólo se distinguía una negra oscuridad. Por fin, el maldito coche arrancó, encendí las luces a velocidad de vértigo. Mi corazón dio un vuelco y solté un grito. Pegadas a las ventanillas había varias figuras. Se movían. Metí marcha atrás y aceleré. Mi pie temblaba en el pedal. El coche estuvo a punto de salirse de la calzada nuevamente, metí la primera y enderecé la dirección en tan solo un par de maniobras alejándome de allí a una velocidad poco aconsejable. No quería. Pero miré por el retrovisor. Dios santo. Las figuras estaban en medio de la carretera, se movían en una espacie de siniestro ritual, parecían decirme adiós con sus manos, ¿qué demonios eran? No lo sabía, por supuesto que no, pero me alejaba de ellos, escapaba. Solté una carcajada y sentí unas inmensas ganas de llorar.
La oscuridad pareció ser nuevamente normal. Llegué a un cruce. Detuve el coche bastante aliviado. Allí había unas señales. Me encontraba a 15 kilómetros de la casa de mi hermano. El Poblé a 8 km en la otra dirección. La lluvia parecía ser más fuerte, pero mi alivio fue indescriptible. Detrás de las señales metálicas, en lo que parecía un viejo madero, se leía claramente detrás de una flecha negra: “El Caseron de Los Gegos”, pero lo más extraño era que aquel poste parecía haber removido la tierra donde estaba clavado, como si lo hubiesen puesto muy recientemente. Aquello no era lógico. ¿Qué estaba pasando aquella noche? Miré temblando a la oscura carretera, mis músculos respondían a una extraña sensación de malestar. Aliviado, comprobé definitivamente que las sombras no bajaban por la empinada carretera detrás de mí. Todo parecía normal. La oscuridad y la lluvia bañadas por las luces del coche parecían llenas de vida. Bajé. Dejé que la lluvia mojase mi cara, sentí algunas nauseas pero enseguida me encontré mucho mejor.
Entonces, ya más relajado, dudé si aquella experiencia había sido real y no un producto de mi imaginación producida por mi tensión. Dudé. Pero yo nunca había sido una persona propicia a ver espíritus. Nunca había visto un fantasma. De que hablo, no creo en fantasmas y siempre he estado orgulloso de ser una persona dominadora y con pleno control sobre mis ilusiones, sobre mi conciencia que a lo largo de mi vida ha dominado a mi inconsciencia.
Pronto mis dudas desaparecieron. Había sido real. Las sombras patéticas rodeando mi coche tan cerca de mí, habían sido reales.
Intenté apartar las imágenes de mi cabeza.
Metí primera y me dispuse a salir de allí pintando. Iría a hablar con mi sobrina nuevamente y le pediría que me dijese exactamente que tenían que ver los Gegos del diablo con todo lo que estaba ocurriendo, y más concretamente, con la desaparición de mi hermano. Si no sacaba nada claro, iría otra vez a la policía y les anunciaría la posible relación de los Gegos en el asunto.
Lo haría a la mañana siguiente. Ahora debía de regresar, buscar una habitación, tranquilizarme y descansar.
El ruido del motor de otro vehículo se hizo sonoro entre la lluvia y borró el del mío. En cuestión de segundos, un pequeño Ford blanco pasó prácticamente rozando la chapa de mi coche a bastante velocidad y enfiló la carretera en dirección al Poblé; provenía de la dirección que yo acababa de dejar atrás acompañado de un desconocido terror. Provenía de los malditos Gegos. Le seguí. Desafiando nuevamente al sentido común, enfilé la carretera detrás del Ford blanco intentando no perderle de vista, algo que me resultó tremendamente difícil por la lluvia y sobre todo, por su velocidad, no me explicaba como el pequeño auto podía llevar tal velocidad por aquella carretera y en condiciones tan adversas. Conseguí no perderle del todo y gracias a que tengo muy buena vista, pude divisar en la distancia sus luces de freno; pude ver como hacía un brusco giro a la derecha, seguramente para abandonar la carretera por algún camino subyacente; aminoré la velocidad para no pasarme el desvío. Si se podía llamar desvío, porque el embarrado firme por el que me adentré, apenas tenía el ancho de un vehículo. Prácticamente a 20 por hora, conseguí llegar a una especie de poblado, sí, poblado, porque aquellas cuatro casas mal puestas que se recortaban en la noche, me hicieron recordar un poblado medieval, sin castillo claro, y diferente también porque había unos cuantos coches, todos ellos tuneados y algunos deportivos de gran cilindrada, en definitiva, coches de juventud. Entre ellos estaba el humilde Ford blanco.
Paré a cierta distancia y bajé sin saber exactamente donde me estaba metiendo. Se escuchaba música a un volumen bastante desaconsejable para las horas que eran, aunque probablemente no habría vecinos a quien molestar. 
Sin duda, aquel apartado lugar, mezcla de poblado medieval y zona nocturna de botellón, era el punto donde se juntaba la densa pandilla de mi sobrina Mariela, de la que ella misma nos había hablado a su padre y a mí. Y ya que estaba allí, ya que había llegado hasta allí, al menos debía de intentar sacar alguna información sobre la desaparición de mi hermano, sobre los Gegos, sobre el hijo de Mariela, no sé, algo. Ahí podía estar la clave de la desaparición de mi hermano, esos jóvenes de alguna manera, debían de estar relacionados con los Gegos. Sentí un escalofrío y a mi mente llegó con nitidez la experiencia vivida tan solo unos minutos antes.
Así que, me persigné y anduve por una especie de plaza de pueblo embarrada y llena de charcos, aunque en ese momento la lluvia parecía haber cesado en intensidad. Me dirigí hacia lo que parecía el edificio principal y del que provenía la música. Una nave pintada de rojo y verde y con numerosas muestras de grafiti. A cada paso tenía más claro que en cualquier momento se abalanzaría sobre mí un grupo de jóvenes llenos de coraje hacia el forastero e intruso recién llegado. Mi corazón sonaba demasiado inquieto. Entré. Un sin fin de ojos se posaron sobre mí. Soy buen observador, pero el miedo me atenazaba. Podría haber una veintena de personas dentro de aquella nave, la mayoría chicos y chicas jóvenes que bebían y bailaban pausadamente. Y contrastando con la sencillez de la construcción, todo parecía estar lleno de modernos aparatos electrónicos, pantallas, ordenadores, terminales, consolas.
También había algunas personas más mayores, hombres adultos que ya habían dejado bastante atrás los 18 años, dispersados por los oscuros rincones del recinto, quien sabe si los mafiosos que movían los hilos de aquellos jóvenes ambiciosos.
Entonces comprendí que me había metido en un asunto demasiado grande para mí.
Todos parecían mirarme pero curiosamente, nadie se acercaba a mí.
Me acerqué a un grupo de jóvenes que me inspeccionaron de arriba a abajo. Las chicas parecieron apartarse como si fuese a suceder algo. Yo sentía miedo, por supuesto, pero también sentía una acogedora e inesperada relajación que me impulsaba a seguir con mi “misión”.
Detrás de ellos, a escasos metros, en la penumbra, percibí, porque no les veía bien, uno de los grupos de adultos, coroneles en la retaguardia.
-Disculpad -dije-, estoy... -”buscando pistas sobre la desaparición de mi hermano sobre la que seguramente vosotros tendréis que saber algo”.
No sé cómo me contuve, no podía presentarme de aquella manera delante de los supuestos agresores, tal vez uno de ellos podría estar frente a mis narices en aquel mismo momento. Los cuatros chicos me rodearon.
-Soy periodista de Madrid y hago un reportaje sobre los “Gegos” -mi voz pareció sonar firme porque noté dudas entre los chicos, murmullos inquietos. Uno de ellos se acercó a mí, con cierto titubeo, noté. Probablemente no pasaría de los 20 años pero me sacaba al menos 20 centímetros y su físico aparentaba bastante buen estado, atlético; pero aunque hubiese sido un escuálido enano de metro veinte, tampoco hubiese pasado por mi cabeza pelearme con él en medio de toda aquella tribu. Desde luego que no.
-No sabes de que hablas -dijo el joven en un claro tono de amenaza. Su aliento inundado de aromas de licores, penetró por mis narices. Mis oídos percibieron claramente como bajaban la música machacadora de tímpanos que tenían puesta.
-Entiendo que os parezca raro, puede que tuviese que estar durmiendo a estas horas -dije intentando sonreír en tono conciliador-, pero para los periodistas el tiempo es oro.
Noté como el joven se tensaba haciendo que los otros se removiesen a su alrededor. Mi miedo aumentó unos cuantos grados más y me preparé para lo peor, rezando para que lo peor fuesen unos cuantos golpes nada más y que me dejasen irme de allí sin más.
Una sombra se hizo paso entre los jóvenes que se apartaron al instante.
Ante mí se plantó un hombre de un metro 70 más o menos, porque situado justo en frente, me pareció de mi estatura. Su edad parecía mucho mas indefinida, tal vez 40, o 30, o tal vez 45 o incluso 50. No lo pude descifrar. Su aspecto parecía bastante normal, pero a la vez, todo en él se mostraba demasiado aparente. Llevaba un traje claro, deportivo, de sport, pero había en aquel tipo algo diferente.
-¿Eres periodista? -me preguntó con una voz amistosa pero al mismo tiempo penetrante. E inquietante.
-Sí –contesté algo más relajado a pesar de la presencia de aquel personaje- así es, trabajo para una revista joven, hacemos reportajes sobre temas poco conocidos y con un toque de misterio.
No sabía cómo era capaz de expresarme con tanta fluidez y soltar todo aquel rollo, ni yo mismo me lo podía creer dada la situación. El hombre del traje claro me miró sonriente. Pero con una sonrisa que ni mucho menos trataba de ocultar lo que expresaba. Una gran ironía.
-No pareces periodista, es más, me recuerdas a alguien.
Noté como mi mano empezaba a temblar. Mi relajación comenzó a desaparecer a medida que comenzaba a aumentar nuevamente mi miedo. No supe porqué, pero empecé a tener la seguridad de que aquel tipo sabía quién era yo.
-Sí, la verdad es que no parezco periodista, a estas horas, con este aspecto -debía de seguir con mi cuento, ya no podía volver atrás. Intenté controlar el temblor de mi mano y esconder mis crecientes nervios ante sus ojos-. Sólo me interesa saber algún dato sobre los Gegos.
El hombre no pareció inmutarse ante mi insistencia, pero si escuché los murmullos aumentar de tono a su alrededor; gran parte de la nave, o toda, ya estaba pendiente de mi.
-Veté de aquí -me dijo sin borrar su irónica sonrisa y con el mismo tono sereno, demasiado sereno para mi gusto-, creo que te has equivocado en tu investigación.
Tenía claro que no iba insistir más.
-Si claro -dije dando media vuelta-, disculparme por las molestias.
Me alejé sin mirar atrás. Estaba muerto de miedo, caminé intentado prepararme para lo peor. Pero no pasó nada. Cuando llegué a mi coche, volví mi cabeza por fin para mirar hacia atrás. Nadie había salido de la nave. Arranqué, ya había hecho bastantes tonterías en un solo día, eran las cinco de la madrugada y me di cuenta de que estaba agotado y muerto de sueño. Ya no llovía. Conduje despacio desando llegar a la ciudad. Unas luces se empezaron a hacer cada vez más intensas en el retrovisor. Un vehículo me adelantó como una exhalación, atiné a ver un BMW que estaba seguro era uno de los coches aparcados fuera de la nave. Más luces. Al parecer algunos de los jóvenes ya habían decidido terminar su noche de fiesta y recé para que ninguno viniese a por mí. El coche me adelantó un poco menos deprisa que el BMW. Era el jodido Ford blanco. Aceleré decidido a seguirle.
Esta vez, sin lluvia, me costaba menos. Pero me costaba. Abandonamos las carreteras secundarias y desembocamos de lleno en la autovía. Al menos el pequeño Ford, se lanzó a 160 km por hora porque yo pisé el acelerador hasta que la aguja temblorosa del cuenta kilómetros marcó los 140; no me sentí capaz de seguirle a tal velocidad. Le perdí de vista. Bueno mejor, asentí con cierto alivio. Realmente no sabía lo que quería hacer. Me di cuenta de que me había perdido en la carretera. Continué hasta que vi el indicador de una salida conocida. Abandoné la autovía y después de recorrer algún kilómetro por una carretera secundaria y totalmente oscura, me adentré en la ciudad desembocando en una larga calle iluminada, al final, parado en un semáforo en rojo, se divisaba un auto blanco. Sí, era el Ford. Aceleré al tiempo que el semáforo se ponía en verde y el pequeño coche blanco arrancaba con gran rapidez, aunque algo más tranquilo que minutos antes recorriendo la autovía. El semáforo se puso en ámbar. ¿Cómo podía cambiar de color tan rápidamente el estúpido semáforo a aquellas horas del día en las que apenas había circulación? ¡No iba a llegar! Aceleré, madre de Dios. Sólo faltaba que me parase la Guardia Civil o peor aún, que tuviese un accidente.
El semáforo volvió a ponerse en rojo pero me lo salté rezando a Dios para que no apareciese ningún coche o moto por el cruce. Giré a la derecha por donde había desaparecido el forito sin que por fortuna apareciese ningún otro vehículo, maldiciendo en chino. El pequeño coche se había detenido a unos pocos metros. Paré.
A los pocos minutos salió una jovencita del coche que se perdió rápidamente en el interior de uno de los portales. El niñato acababa de dejar a su novia, por un momento, sentí rabia y pena hacia la chica. Volví a seguirle.
El joven conducía más despacio, como si estuviese cansado; dejamos la zona de pequeños bloques de pisos donde había dejado a su novia sin cruzarnos con ningún otro vehículo en aquella noche de lluvia y viento y entramos en una zona de casa bajas, parecía que estuviésemos en un pueblo prolongación de la ciudad. Las casitas enseguida dieron paso a, bueno, aún en la noche, se adivinaba una zona bastante humilde. Al menos me di cuenta de que el niñato no era un niño de papa, al menos por su lugar de residencia.
Nos detuvimos.
La tensión de mi cuerpo apenas me dejó percibir la aparición de la primera claridad del alba. Todo estaba silencioso, envuelto en un tranquilo manto dominical, ni una luz aparecía por ninguna de las pequeñas ventanas.
-¡Oye! -apenas nos separaban 20 metros y después de seguirle hasta allí, no iba a permitir que entrase en su casita sin más y yo me quedase allí pasmado.
El chico me miró y dio muestras de reconocerme al instante porque se lanzó directamente hacia mí.
-¡Hijo puta! -gritó. Sí, seguro que me había reconocido.
Sentí como me entraba un desconcertante temor hacia lo que estaba a punto de suceder. El niñato venia por mí con toda la decisión del mundo y no traía buenas intenciones.
Me quedé quieto. Aquella noche había pasado por mil vivencias que se alejaban un poco de lo corriente, totalmente diferente a lo que en los últimos años solía vivir durante los fines de semana, pero al parecer, las emociones fuertes aún no se habían terminado.
Como una ágil gacela, el joven saltó sobre mí. Su cara infantilada abanderando su flacucho pero fibrosos cuerpo, me dio a entender que aquel chico no sobrepasaría por mucho los 18 años. Noté dos fuertes golpes en mis mejillas. Uno de los puñetazos, al menos, me cogió de lleno, porque enseguida sentí como a un terrible calor, le seguía una caliente humedad en el interior de mi boca.
Voy camino de los 40 años, mas bien ya casi estoy en ellos, no he sido un broncas, ni siquiera sé pelear, pero más o menos me he defendido a lo largo de mi vida y ahora no iba a permitir que me diese una paliza un niñato en proceso de delincuente.
El chico continuó soltando sus puños con tremenda agilidad. Otro golpe me alcanzó cerca del ojo, pero esta vez no sentí calor, ni un mínimo de dolor. No podía permitir que el niñato continuase atacándome de aquella manera. La rabia me invadió. Una rabia poco conocida por mí, una rabia agresiva y beligerante. Me enderecé. Notaba la sangre en mi boca. Vi como se me venía encima una nueva descarga de los finos y fibrosos brazos del chico, pero esta vez no alcanzaron mi cara, ni mi cuerpo, los detuve con mis brazos; no hago deportes para mantenerme en forma, pero me mantengo ágil, mi cuerpo está en buen estado, no tengo grasas que me sobren en exceso, no fumo y de joven siempre he sido una persona activa y con reflejos. Sus manos rebotaron sobre mis brazos. Aquello me dio ánimos. No me lo pensé. No sé de donde saqué la rapidez y sobre todo la dirección, pero conseguí coordinar el movimiento de mi puño derecho que alcanzó de pleno la cara del niñato. Mi fuerza debió de ser desproporcionada con el joven, porque escuché como mi adversario lanzaba un angustioso grito de dolor y de sorpresa.
Mi golpe le detuvo en su incesante ataque, pero sólo durante unos mínimos instantes, porque nuevamente me lanzó sus puños, pero esta vez, con menor furia. No le di tiempo. En pocos segundos, yo, un cuarentón poco violento, me había convertido en un camorrista de armas tomar. Volví a parar sus brazos y lancé mi pie que debió de impactar muy dolorosamente sobre su pierna porque gritó nuevamente y se dobló prácticamente quedando de rodillas ante mí, y sin darle tiempo, lancé mis manos abiertas sobre su cara que le atinaron directa y sonoramente. El chico casi cayó al suelo, pero sin rendirse aún porqué me lanzó una serie de insultos e intentó incorporarse con rapidez. Pero yo ya tenía claro que la situación no se me podía escapar. Le lancé nuevamente mi pie con gran fuerza contra su espalda y me abalancé sobre él soltándole guantazos sin parar.
-¡Cabrón de mierda! ¡Te voy a joder bien! –mi adversario ya sólo intentaba defenderse, parecía haberse rendido físicamente, pero no moralmente porque continuaba insultándome de manera desafiante.
Me detuve jadeando, mirando al joven que ya no se movía. ¿Pero qué estaba haciendo? Yo no era un camorrista. Era un hombre tranquilo y pacifico a punto de ser padre y aquel chico no dejaba de ser un adolescente.
Cesé completamente en mis golpes. Le cogí del pelo intentando que la fuerza fuese la justa para que no se recuperase. Quería serenarme pero mi excitación era tremenda y no dejaba de estar alerta. Me aseguré de que el chico no pudiera contraatacar aprisionándole con mi rodilla. No sangraba en abundancia pero parecía tener arañazos y hematomas por toda su cara que por otra parte, ya había perdido toda su compostura, asumiendo su derrota. 
Me llenó una sensación de malestar diferente, imagino que por la situación en sí, por lo que pudiera pasarle al chico con mis golpes y por lo que se podría derivar de aquella estúpida pelea callejera. Sentí un angustioso malestar en mi interior, pero ya debía de seguir adelante.
-Ya está bien jilipollas, niñato de mierda -observé con el rabillo de mis ojos como varias personas se habían ido agrupando alrededor atraídas por el escándalo de la pelea, me volví a asustar, ahora sentí miedo por si un grupo de familiares del chico, despavoridos y enfurecidos, me rodeaban y empezaban a apalearme y terminaban linchándome en aquella misma calle.
Nada pasó, al menos de momento nadie salía en defensa del chico.
-Te vas a enterar cabrón -me gritó desde el suelo.
Y yo, a pesar de mi inquietud, estaba harto, quería que aquel niñato me dijese algo sobre los malditos Gegos o sobre mi hermano y salir pitando de allí y no verle nunca más.
-¿Ah sí? ¿Qué vas hacer atontado? ¿Decírselo a los Gegos?
-No hace falta -gruñó el chico, o tal vez reía, maldito cabronazo-, no sabes dónde te has metido, te van a fundir y a borrar como a un gusano.
No me metió miedo porque ya bastantes miedos tenía yo en mi cuerpo. Me irritó.
-Mira jilipollas no soy periodista, mi hermano ha desaparecido y es el padre de Mariela, seguro que la conoces porque iba al poblado -el chico no respondía, parecía haberse quedado mudo de repente-, tú y los Gegos me importáis una puta mierda, sólo quiero saber algo de mi hermano y estoy seguro que tú sabes algo.
Le solté una fuerte colleja. Noté como nuevamente me dejaba llevar por sentimientos de furia.
-¿¡Qué sabes de los Gegos!? ¡Dime joder!
Ahora sí que se reía. Escuche las carcajadas perfectamente claras de aquel joven como entraban en mis sorprendidos oídos.
-Esto es mucho para un insecto como tú -sus palabras sonaban extrañamente envueltas entre risas y quejidos- olvídate de tu puto hermano y del hijito de Mariela. Ellos son Dioses.
Imaginé que aquel desgraciado estaba totalmente a los pies de los malditos Gegos y que cuando le vi por primera vez bajando por el camino de las sombras a toda velocidad, vendría de verles y de cerrar con ellos algún macabro trato.
Le solté. Abatido. Me levanté y caminé como un zombi hacia mi coche intentando no echar a correr. Sangraba por la boca y empezaba a notar una desagradable sensación en mi ojo derecho.
El chico se levantó y rezando en chino se dirigió hacia una de las casas. Continuaba riéndose pero su aspecto era lamentable. El mío no era mejor, me toque la boca y sentí un terrible escozor, escupí un salivazo lleno de sangre. Sentí una profunda tristeza, había hecho barbaridades a lo largo de toda aquella noche y de nada me había servido. Tal vez lo había empeorado todo.
-¿Quieres que te ayude con los Gegos? -la voz sonó inmensamente dulce en medio de aquella marea que mi mente y mi cuerpo habían levantado, pero tan inesperada y cercana que di un salto.
Era de una jovencita. Tal vez pasaría de los 18 años, tal vez no, no sabría decirlo. Era tan preciosa como un ángel, porque para mí los ángeles tenían que ser criaturas preciosas. Era un ángel mujer-niña. Me quedé agarrotado, como hipnotizado. Sujetaba de su fina y morena mano a una niña de unos siete u ocho añitos, una niña preciosa. Ambas se parecían.
-¿Quieres ayudarme? -balbuceé. La luz del día ya cobraba terreno y las nubes que habían dejado tanta lluvia durante la noche parecían retroceder.
-Son peligrosos- dijo a la vista de que mi respuesta a su pregunta no se concretaba con claridad. Su voz era inmensamente serena, a juego con su belleza.
-Ah sí, ¿y tú no tienes miedo de ayudarme?

-No, yo no, ya les conozco -dijo como si tal cosa-, te ayudo si nos invitas a desayunar chocolate con churros.

jueves, 4 de septiembre de 2014

LOS GEGOS


El mar. Sus olas, su color tan bellamente indefinido cuando lo miras al atardecer. Su inmensidad, su hipnotizante magia. Siempre ha tenido la capacidad de relajarme, de llenarme de energía, de energía positiva. El mar me hace sentir bien, me hace sentir libre.
Vivo en el interior, por lo que sólo tengo oportunidad de contemplar su majestuosidad y su belleza contados días al año, normalmente en verano, cuando la luminosidad le hace, tal vez, más bello, más amistoso.
Pero aquella noche era pleno mes de enero, el interior más recóndito del invierno. La fina llovizna, que probablemente arrastraba minúsculos copos de nieve de las montañas interiores, me helaba la cara, el mar rugía, protestaba al estrellarse contra el muelle de piedra; la brillante negrura del Mediterráneo iluminaba la noche invernal en un mágico combinar de oscuras tonalidades.
A pesar del frío y de la humedad, el mar volvía a relajarme. Pero esta vez me reñía, me abroncaba, pero no ofensivamente, me gritaba que me deshiciese de la energía negativa que se estaba apoderando de mí en los últimos tiempos y del desánimo que llenaba mi cuerpo y mi alma.
El mar me ofrecía su hombro para desahogarme y yo necesitaba un amigo que me arrancase de mi pesada apatía.
-¡Hostia Puta! –mi grito se perdió en la oscuridad estrellándose contra la lluvia y el viento. El mar se debió de comer sus restos, pero al menos, me sirvió para relajar la tensión que cada uno de mis músculos y órganos habían ido acumulado, sobre todo en las últimas horas, en las que apenas había dormido y comido, sólo alimentado por las partículas de alcohol de alguna bebida y la cafeína del café.
Mi hermano había desaparecido junto a su nieto.
Y ahora yo tenía tres opciones. La de irme a mi casa y esperar tristemente a que la policía me llamase para comunicarme la aparición del cuerpo sin vida de mi hermano (lo más probable, según las propias palabras del comisario que se había hecho cargo del caso); la de volver a casa de mi hermano donde mi cuñada me tendría preparada una cama para pasar la noche e intentar consolarla a ella y a mis sobrinos, sobre todo al mayor de la pareja al que la desaparición de su padre le había asumido en una especie de agresiva depresión infantil; o la última opción, tomarme un bocadillo y alguna cerveza más en algún bareto cercano y seguir, como si recién titulado en investigación privada fuese, la pista que mantenía en secreto y de la cual la policía no parecía tener noticia, y ni yo mismo comprendía aún porque la tenía tan bien guardada.
Estaba desesperado, amargado y triste, muy triste, mi hermano desaparecido y probablemente asesinado por una pandilla juvenil simpatizantes de una extraña secta dirigida por unos mafiosos comunes, siempre según la primera impresión hecha por la propia policía.
A pesar de que lo veía venir.
Hacía tan solo unos 20 días, en una fecha cercana al Año Nuevo, no recuerdo exactamente el día, el tiempo parece que está perdiendo su mecánica sensatez en mi cabeza, mi hermano, en una conversación telefónica, algo que hacíamos con frecuencia dentro de nuestra cordial relación, aunque algo enfriada por la distancia, empezó a contarme algo y yo enseguida, por su tono de voz, supe que se trataba de algún problema. Otro problema. Conocía a mi hermano demasiado bien y aunque en los últimos años sabía que no estaba del todo contento con su vida, sobre todo en los últimos meses, donde la relación con su actual pareja no parecía pasar por un buen momento (pasaba por su peor momento) y mi hermano bebía algo más de lo normal, además de tener algunos problemas de salud cada vez más acentuados y, en fin, su vida estaba “un pelín” desordenada, pero a pesar de todo eso, él era una persona que se adaptaba bien a las dificultades, era un luchador nato y un gran optimista.
Pero lo que empezó a contarme era distinto, un pesar más tangible, más cercano, como cuando muchos años atrás me llamó a parte para decirme que se separaba de su primera esposa sabiendo el dolor que la noticia iba a causar entre mis padres (por aquel entonces bien vivos), sobre todo entre mi madre; esta vez noté un tono similar y me preparé para escuchar una mala noticia, o al menos no grata. Su hija (la menor de los dos hermanos habidos de su primer matrimonio), mi sobrina, una jovencita de 17 años, había sido madre unas pocas semanas antes y él ni siquiera había tenido noticias de su embarazo; por desgracia para mi hermano, la relación con sus dos primeros hijos no era muy fluida por razones y circunstancias que se habían ido acumulando con su ex mujer y su ex familia política desde su separación, yo soy consciente de que él adora a sus hijos, por lo que también soy consciente del sufrimiento que durante estos últimos años esa situación le había causado, por tanto, soy capaz de imaginar lo que debió de sentir cuando su hijo mayor le contó que su hermana acababa de dar a luz y él no había tenido ninguna noticia de su embarazo y del posterior nacimiento del bebe. Desconocía tanto de su propia hija. Pero a pesar de la distancia entre ellos, mi hermano hizo un esfuerzo por ver a su hija e interesarse por su salud y la de su recién nacido; ella accedió, después de que mi hermano insistiera casi suplicándola, a concederle una pequeña recepción; al parecer, en los pocos minutos que mi hermano pudo hablar con su hija, de una manera fría y distante, según me contó después, la joven le informó que tenía algún tipo de problema con su pequeño recién nacido. Un problema bastante gordo. Sin que entrase mucho en detalles sobre dicho problema.
Eso es lo que mi hermano me contó. Yo sentí su aflicción, y sin pensármelo dos veces, le dije a mi mujer que me iba a verle, algo que por supuesto a ella no le gustó en absoluto, nuca en mis ocho años de relación con ella le había gustado que yo hiciese algo, fuese lo que fuese, sin que ella estuviese a mi lado, y ahora mucho menos que acabábamos de descubrir que estaba embarazada; pero pareció entender a regañadientes que mi hermano me necesitaba, por lo que el fin de semana siguiente me cogí el coche y me hice los casi 400 kilómetros que nos separaban en un soleado y frío día de principios de año.
Mi hermano estaba mal, mucho peor de como yo esperaba encontrármelo, parecía sumergido en una especie de depresión aguda; a los problemas con su mujer, su salud, se le había unido el reciente problema de su hija Mariela. Casi no me esperaba, porque en muchas ocasiones le había dicho que iba a verle y luego me echaba atrás, por lo que noté su alegría cuando me vio allí, en su casa. Me contó con un poco mas de detalle, lo que ya me había dicho por teléfono, la inesperada noticia del embarazo y parto de su joven hija y que pudo hablar con ella, eso lo dijo feliz a pesar de todo, pero al parecer, la chica tenía otro tipo de problema.
Aquella misma tarde fuimos a ver a mi sobrina, mi hermano y yo, ella accedió a vernos. Mariela se había convertido en una jovencita preciosa a punto de cumplir los 18, y el ser madre la había convertido en una autentica mujer, yo hacía al menos 6 años que no la veía (la última vez que la vi fue con mi madre aún viva, ¡toda una eternidad!), y a pesar de eso, mi sobrina me abrazó y me besó de una forma simpatiquísima en contraste con el agrio saludo que dirigió a su padre; su forma de hablar también denotaba madurez, dentro claro está, de sus 17 años; nos habló con una seriedad y serenidad impropia de su edad (y con un extraño temor que yo noté en sus palabras), de lo que ya le había contado algo a su padre, al parecer su ex-pareja, el padre de su hijo, había ofrecido al bebe para una adopción. Yo me quedé perplejo. Por supuesto, Mariela no había querido oír hablar de aquello al sinvergüenza de su ex novio (afortunadamente en mi opinión, ya no estaba con él); eso nos dijo, pero el gran problema era, que la “donación” de bebes por parte de las jóvenes madres era una práctica un tanto “común” entre los jóvenes de la pandilla con los que mi sobrina había estado saliendo. O salía, eso no lo dejó muy claro. Práctica común el alquiler de bebes entre mamas de 16  y 17 años, yo no había escuchado algo semejante en toda mi vida, por lo que mi perplejidad aumentaba por segundos. Nos contó (cada vez más temerosa, o tal vez dubitativa), que su pandilla y otras de jóvenes similares, se reunían en “El Poblé de los Monjes” donde esos contratos eran habituales entre ellos. Increíble. Dónde pillaba eso, le preguntó mi hermano. Pillaba en pleno corazón de la Sierra de los Monasterios, cerca del Caserón de los Gegos, al pronunciar esta última palabra, yo noté como su temor aumentaba, como si le hubiesen dado una descarga eléctrica y sus labios titubeasen e incluso temblasen, transformando su valiente y armoniosa voz en un sonido de miedo. Guardó un silencio. Mi hermano la cogió de la mano y yo no supe que hacer, me hubiese gustado decir a mi sobrina muy claramente que vivíamos en un país donde había justicia y que esas cosas se arreglaban yendo a la policía y denunciando..., pero entendí, no sé, como una súbita revelación, que tal vez no fuese tan sencillo como ir a la policía. ¿Quiénes son los Gegos esos? Volvió a preguntar mi hermano. “No nadie, bueno, es para ellos como Dios para los cristianos, para muchos una fantasía que seguro no existe pero a la que hay que respetar por encima de cualquier cosa”, bonito símil salido de una joven y en aquel momento temerosa jovencita de 17 años, pensé. Mariela no volvió a pronunciar ese nombre.
Mi sobrina enseguida recuperó su compostura y la vitalidad en su voz, como si no hubiese mentado nada que le hubiese producido terror tan solo unos segundos antes. Su padre no insistió y a mí enseguida se me olvidaron “los Gegos”.
Se me olvidaron, hasta que esta misma tarde regresaron a mí memoria con una increíble nitidez cuando declaraba ante la policía por la desaparición de mi hermano.
Después de la conversación con Mariela, yo me despedí de ella y al día siguiente regresé a casa despidiéndome de mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos pequeños, prometiéndole que le llamaría con asiduidad a ver qué pasaba con el problema de su hija, los dos estábamos seguros de que nadie iba a tocar al bebe.
No he vuelto a ver a mi hermano.
Ayer, tan solo una semana después de mi última visita, mi cuñada me llamaba llorando a lágrima viva anunciando la desaparición de mi hermano. Hacía dos días que había desaparecido y me llamaba ahora. No me lo podía creer, mi hermano desaparecido durante dos días y ella no había sido capaz de hacer una simple llamada.
Intenté no dirigir mi cólera hacia mi cuñada. Con esa actitud sí que no iba a solucionar nada.  
Después de su llamada, todas las alarmas se dispararon dentro de mí, anunciándome que un problema gordo, de esos que te caen encima una o dos veces en la vida (o ninguna con un poco de suerte), estaba a la vuelta de la esquina; sentí miedo y sobre todo desasosiego por el anuncio de la desaparición de mi hermano.
Yo tampoco atravieso un situación digamos, idónea, tal vez la monotonía en mi vida está haciendo que me encuentre con muchos momentos de desanimo de esos que hacen que uno se pregunte muchas cosas; el embarazo de mi mujer me ha dado nuevas ilusiones aunque también nuevos miedos, sin saber si alegrarme o desanimarme definitivamente.
Nuevamente anuncié a mi esposa que la dejaba sola con su embarazo, tampoco le gustó, intenté meterme en su pellejo y comprender su postura, pero esta vez la desaparición de mi hermano sirvió para que me pusiese menos obstáculos, y aprovechando que era fin de semana, nuevamente me hice los 400 kilómetros, en esta ocasión acompañado por una lluvia fría e incesante y algo de nieve, enero, después de un inicio soleado, parecía que no quería seguir ofreciéndonos ningún beneplácito meteorológico.
Me junté en casa de mi hermano desaparecido con mi otro hermano, el mayor, y su mujer, que también habían venido espoleados por la siniestra noticia, allí, todos pasamos unas horas similares a un velatorio, donde mi cuñada no nos informó de casi nada nuevo envuelta en una inconsolable tristeza y donde todo era caos; decidimos ir a la comisaría donde ella había puesto la denuncia, allí, la policía aprovechó para tomarnos declaración a mí y a mi hermano mayor sobre todo lo que pudiese servir para la aclaración del caso. Pero como he dicho antes, la policía, el comisario, el viejo bigotudo y, a mi juicio, prepotente policía que lleva el caso de mi hermano y que parecía haber salido de una mala serie policiaca americana en la que el patoso jefe de policía sólo sirve para empeorar las cosas, nos dijo, que los primeros indicios eran de que mi hermano había querido actuar por su propia cuenta tras la desaparición de su nieto (al final Mariela tenía algo de razón y el bebe había sido arrancado de sus manos) y había topado con alguna pandilla violenta, afín a los amigos de su hija que tal vez contasen con el apoyo de alguna mafia; el comisario nos habló escuetamente, de lo que yo ya sabía por boca de mi sobrina y que no me había tomado demasiado en serio, sobre la practica entre algunas bandas juveniles de tráfico de seres humanos (bebes), pero lo que era más extraño, era que la policía no tenía constancia de ningún tipo de delito en la zona, o sea, nada sobre posibles secuestros de bebes, extorsiones, amenazas, ninguna prueba de la existencia de las mafias de las que nos hablaba. Nos dijo, con la boca pequeña, que detrás de todo aquel asunto bien podría haber alguna mafia no tan juvenil. Los Gegos. La palabra que tanto temor causó en mi sobrina apareció entonces en mi mente. Esperé inquieto a que el comisario nombrase la palabrita, pero no fue así, y sin saber muy bien por qué, yo tampoco dije nada. No supe si pensar si es que la policía nos quería ocultar aquella pista, o simplemente, es que no tenían ni pajotera idea de la existencia de los tales Gegos.
Después de dejar a mi hermano mayor y a su mujer nuevamente en casa junto con mi cuñada y mis sobrinos, les dije que necesitaba dar una vuelta y me dirigí a la playa a meditar con mis pensamientos y desahogarme lanzando gritos al mar envuelto en la fría e invernal noche de enero.



                                                                                                               Continuará...