sábado, 30 de noviembre de 2013

La princesa rusa IX


                                         El profesional

 

El taxi se detuvo en un lateral de la calle San Bernardo, muy cerca de la concurrida Glorieta de Ruiz Jiménez. Uno de los dos colombianos pagó al taxista con un billete de 20 euros y sin recoger el cambio, comenzaron a andar en dirección sur, acompañados del excesivo calor de los últimos días de aquel verano.

Fredo llevaba tres días en España. Hacía ya varios meses desde su última visita, concretamente a Madrid, ciudad que conocía bastante bien y donde a lo largo de su vida profesional, había tenido que realizar algunos trabajos.

Los dos hombres pasearon tranquilamente, sin ninguna prisa, mezclados entre la diversidad de gente que confluía por aquellas calles madrileñas y que parecían no tener ningún miedo al calor del mediodía.

Cuando llegaron a la altura de la calle Estrella, doblaron la esquina hablando amigablemente, sin fijarse en la bella joven de pelo castaño recogido en una gran coleta y con una pequeña bolsa de deporte al hombro, que igualmente mezclada entre la gente y con la cabeza baja, doblaba la otra esquina en dirección contraria a la de los dos colombianos.

Enseguida dejaron de hablar y distraídamente comenzaron a mirar los números de los portales. Cuando encontraron el portal deseado, el compañero de Fredo se puso un fino guante de plástico y abrió la puerta con una de las llaves que llevaba en el bolsillo del pantalón, montaron en el ascensor y comenzaron a subir al segundo piso.

Fredo nunca había tenido ninguna simpatía por aquellos rusos. Sí, siempre los habían dejado una gran cantidad de dinero con la coca, pero también había tenido claro que no debían mezclarse con ellos en otros asuntos; por eso, cuando don Ignacio le llamó y le dijo con una gran seriedad y sin que en su voz se pudiese vislumbrar ningún atisbo de dolor o aflicción, que su hijo pequeño había sido asesinado en España y que quería las cabezas de todos los asesinos sin excepción, ya se imaginó que podía ser cosa de los rusos.

Nada más llegar a España quedó certificada su teoría, cuando después de gastar unos cuantos miles de euros en información, supo que los asesinos de Ramón había sido un grupo de rusos -tres o cuatro- que trabajaban en España colocando putas en locales de lujo. Por lo visto, Ramón había acordado con los rusos, a cambio de una buena cantidad de dinero, entregarlos un grupo de jóvenes sudamericanas, desaparecidas en sus lejanos países de manera misteriosa, para que las explotasen en los clubs que ellos empleaban para las putas rusas, pero la policía había echado a perder la operación y descubierto al grupo de mujeres cautivas. Había habido algunas detenciones, pero Ramón, el hijo de don Ignacio, había conseguido librarse de las garras policiales. Los rusos no habían querido pagar la cantidad acordada si no había mujeres y al parecer, eso no le había sentado muy bien a Ramón que había querido cobrarse el dinero a toda costa, incluyendo la fuerza de las armas. Eso le había costado la muerte.

Fredo no sentía en absoluto la muerte de aquel joven estúpido y alocado, pero era el hijo pequeño de don Ignacio y éste era un hombre muy poderoso para el que llevaba mucho tiempo haciendo trabajos; además, le pagaba muy generosamente cuando tenía que hacerle algún encargo.

Esta vez, el gran capo colombiano quería la cabeza de todos los implicados en el asesinato de su hijo y el amigo de éste, y de paso, intentar que también pagasen el dinero de las putas.

No había sido difícil encontrar la guarida de los rusos. Fredo tenía importantes contactos en España y con unos cuantos dólares y el empleo programado de su capacidad de persuasión, casi siempre descubría lo que quería saber y siempre realizaba su trabajo en tiempo récord. Por eso, era una de las personas más solicitadas por los capos colombianos y de otros países para realizar ese tipo de trabajos en la vieja Europa, sobre todo en España.

Había conseguido el dinero, bastante información obtenida entre el papeleo que habían recogido en el piso de los rusos, y la cabeza de los asesinos de Ramón. Salvo la de uno. Todavía no se explicaba como aquel miserable había conseguido huir en las condiciones tan pésimas en las que se encontraba. Pero daba igual, estaba prácticamente muerto y no iría muy lejos, probablemente su cadáver aparecería en cualquier calle, tirado en el suelo. A cambio, había conseguido saber que la hija de uno de sus jefes estaba muy cerca de allí. No iban a ir a Moscú a por el tal Glaskov, pero si tenían a su hija. O casi. La tenia trabajando en Madrid como prostituta. La hija de un gánster ruso haciendo de puta. Era gracioso pero no era la primera vez que oía una cosa así, quizá al ruso no le importase demasiado la muerte de su hija, pero su cabecita sería una buena advertencia para que ese tal Glaskov y sus amigos se enterasen de que con don Ignacio no se juega y no se toca a nadie de su familia. Al fin y al cabo la chica llevaba su misma sangre.

Fredo y su compañero salieron del ascensor y se dirigieron a la puerta del piso donde debería de encontrarse la hija de Glaskov.

 

jueves, 14 de noviembre de 2013

La princesa rusa VIII


                                       Sin mirar a tras

 

La joven rusa despertó con un gran mal estar y con la sensación, que ya había experimentado en más de una ocasión durante los últimos meses, aunque no tan intensa como en aquel momento, de que la muerte podría ser una magnifica alternativa a su lamentable situación.

No sabía cuánto tiempo había estado dormida en aquella posición, de rodillas junto a la cama, agarrando la mano de Alex y con su cabeza apoyada junto a la de él. Notó como la mano del hombre ya había perdido gran parte de su calor y comenzaba a estar rígida.

Sofía se incorporó con un extraño escalofrío en su cuerpo y se cubrió la cara con las manos. Permaneció así durante algunos minutos. Escuchando como la cruel angustia que la embargaba, campaba a sus anchas por todo su ser.

Volvió a mirar a Alex. Muerto. Con una horrorosa mueca mezcla de dolor y desesperación.

No pudo evitar volver a arrodillarse y llorar silenciosa y amargamente.

Aquel silencioso llanto consiguió relajarla y devolverla en parte a la cruda realidad. Esta vez la conciencia no la abandonó. Algo terrible había sucedido. Alex había muerto y su vida iba a cambiar nuevamente de una manera drástica, aunque ignoraba por completo de que manera. Una poderosa fuerza de su interior la impulsaba a acurrucarse y quedarse inmóvil en un rincón de aquella tenebrosa habitación esperando a que alguien, fuese quien fuese, le ordenase que era lo que debía de hacer para continuar viviendo.

No se acurrucó en ningún rincón. Hizo un terrible esfuerzo por comenzar a pensar y muy lentamente, consiguió que su cerebro empezase a considerar la situación a pesar del desconsuelo y la tristeza que persistían en su corazón y en su cabeza. Ya no podía hacer nada por Alex. Recordó amargamente el ultimo día que había pasado con él y como la dijo que tenían problemas, pero que los resolverían pronto. Por lo visto no había sido así.

Ahora, lo realmente importante era lo que podía hacer por ella misma. ¿Esperar por si venían los compañeros de Alex y le daban instrucciones de lo que debería hacer a partir de ese momento? Enseguida le vinieron a la cabeza las últimas y confusas palabras de Alex insistiendo en que huyese porque alguien deseaba matarla, pero ¿quién desearía matarla a ella? ¿Y por qué? ¿Habría sido el indeseable Andrei y su amigo Denis los culpables de aquello? Pero enseguida pensó en su padre. ¿Y si se había cansado de ella y había ordenado matarla y Alex, negándose a cumplir aquella orden, lo había pagado con su vida? ¿Debía de huir realmente? ¿Dónde iría? ¿Podrían ayudarla los chulos del chalet donde trabaja si no habían sido ellos los causantes de aquello? Sin duda, no. Si aquellos chulos se hacían cargo de ella, entonces su vida si estaría definitivamente arruinada.

A la tristeza y amargura que la invadían por la muerte de su consejero, empezaron a unirse un sin fin de dudas e indecisiones. Quizá lo mejor sería sentarse y esperar en el maldito rincón... Shirko. Alex le había nombrado junto con Barcelona y una extraña palabra... ¿Que habría querido decir? No tenía ni la más remota idea, pero... Sabía que Barcelona era una ciudad española junto al mar Mediterráneo algo retirada de Madrid, pero nada más y Shirko... Si estuviese vivo. Notó como su cuerpo se llenaba de una energía revitalizadora. ¿Debía de esperar realmente en un rincón a que llegase alguien y la volviese a dar instrucciones para continuar con aquella “mierda” de vida, ahora sin Alex? O, como había dicho él en sus últimas palabras, ¿esperar a que llegase alguien para matarla? ¿Cuántas veces había pensado en escapar y había sentido miedo de hacerlo? Muchas... Quizás fuese la ocasión...

Una pequeña luz se encendió entre la espesa negrura e instintivamente, miró de nuevo el cuerpo sin vida del hombre. Con él habían muerto todas sus últimas esperanzas de ser feliz y de que su vida cambiase en un corto periodo de tiempo.

Sofía, como hizo en aquel antro en sus primeros días en España, tomó una decisión, aunque esta vez con más precipitación. 

En muy pequeñas dosis aun, la resignación volvió a llegar a ella y su mente se llenó de algo más de claridad, entonces, se percató de que un débil pero cada vez más desagradable olor empezaba a poblar la habitación. ¿Cuántas horas habían pasado desde la muerte de Alex? No podía permanecer allí más tiempo, junto al cuerpo sin vida. Miró su reloj. Ya se había superado el mediodía y empezaba hacer bastante calor dentro de la habitación que mezclado con aquel olor, hacían que el ambiente comenzase a ser bastante desagradable. Abrió un poco la persiana y al instante penetraron un sin fin de luminosos rayos solares, pero demasiado poco aire.

Abrió la puerta de la habitación y se dispuso a salir.

Sus compañeras. Miró por el corto pasillo. Las puertas de sus habitaciones estaban cerradas y no se oía ningún ruido. Por lo visto, Alex había conseguido llegar hasta su habitación silenciosamente, sin que ellas se enterasen de nada y continuasen durmiendo. ¿Podrían ellas ayudarla? ¿Cómo? Realmente llevaban en el piso apenas 15 días y no había tenido demasiado tiempo de cruzar muchas palabras con ellas. Las chicas con las que ahora compartía el piso eran bastante más libres que ella y tenían una vida muy diferente a la suya, paraban poco tiempo en el piso, para dormir y poco más. Dudaba si sería beneficioso o perjudicial que ellas se enterasen de que uno de los hombres que las había introducido en el mundo de la prostitución, estuviese muerto en su habitación.

Cogió una toalla, ropa limpia y se dirigió al cuarto de baño intentando hacer el menor ruido posible. Se quitó la ropa manchada de sangre y se duchó rápidamente, se puso la ropa limpia y se dirigió nuevamente a la habitación.

Esta vez no percibió el cada vez más intenso olor a muerte mezclado con el ya sofocante calor, solamente percibió un intenso dolor en el pecho como si le clavasen algo punzante y ardiente. No pudo evitar que las lagrimas nuevamente comenzasen a recorrer sus mejillas, pero esta vez, mantuvo el domino sobre su desconsuelo. Rebuscó en uno de los cajones de la pequeña mesilla y enseguida encontró el dinero que había conseguido ahorrar durante aquellos meses, que aunque no era mucho, sin duda la iba hacer falta. Se metió el dinero en uno de los bolsillos de su pantalón vaquero y cogió una pequeña bolsa de deporte donde rápidamente metió sus escasas pertenencias.

Salió de la habitación con la pequeña bolsa colgada a su hombro, sin mirar el cuerpo inerte de Alex, poniendo todas sus fuerzas en apaciguar el amargo llanto que se había apoderado de ella desde que volviese a entrar en la habitación, sin percatarse, que desde la foto de la mesilla en la que ella y Alex entraban en el zoo madrileño aquel no muy lejano día, aunque con rostros sonrientes, los dos parecían mirarla con cierta preocupación.