El profesional
El taxi se detuvo en un
lateral de la calle San Bernardo, muy cerca de la concurrida Glorieta de Ruiz
Jiménez. Uno de los dos colombianos pagó al taxista con un billete de 20 euros
y sin recoger el cambio, comenzaron a andar en dirección sur, acompañados del
excesivo calor de los últimos días de aquel verano.
Fredo llevaba tres días en
España. Hacía ya varios meses desde su última visita, concretamente a Madrid,
ciudad que conocía bastante bien y donde a lo largo de su vida profesional,
había tenido que realizar algunos trabajos.
Los dos hombres pasearon
tranquilamente, sin ninguna prisa, mezclados entre la diversidad de gente que
confluía por aquellas calles madrileñas y que parecían no tener ningún miedo al
calor del mediodía.
Cuando llegaron a la
altura de la calle Estrella, doblaron la esquina hablando amigablemente, sin
fijarse en la bella joven de pelo castaño recogido en una gran coleta y con una
pequeña bolsa de deporte al hombro, que igualmente mezclada entre la gente y
con la cabeza baja, doblaba la otra esquina en dirección contraria a la de los
dos colombianos.
Enseguida dejaron de
hablar y distraídamente comenzaron a mirar los números de los portales. Cuando
encontraron el portal deseado, el compañero de Fredo se puso un fino guante de
plástico y abrió la puerta con una de las llaves que llevaba en el bolsillo del
pantalón, montaron en el ascensor y comenzaron a subir al segundo piso.
Fredo nunca había tenido
ninguna simpatía por aquellos rusos. Sí, siempre los habían dejado una gran
cantidad de dinero con la coca, pero también había tenido claro que no debían
mezclarse con ellos en otros asuntos; por eso, cuando don Ignacio le llamó y le
dijo con una gran seriedad y sin que en su voz se pudiese vislumbrar ningún
atisbo de dolor o aflicción, que su hijo pequeño había sido asesinado en España
y que quería las cabezas de todos los asesinos sin excepción, ya se imaginó que
podía ser cosa de los rusos.
Nada más llegar a España
quedó certificada su teoría, cuando después de gastar unos cuantos miles de euros
en información, supo que los asesinos de Ramón había sido un grupo de rusos
-tres o cuatro- que trabajaban en España colocando putas en locales de lujo.
Por lo visto, Ramón había acordado con los rusos, a cambio de una buena
cantidad de dinero, entregarlos un grupo de jóvenes sudamericanas,
desaparecidas en sus lejanos países de manera misteriosa, para que las
explotasen en los clubs que ellos empleaban para las putas rusas, pero la
policía había echado a perder la operación y descubierto al grupo de mujeres
cautivas. Había habido algunas detenciones, pero Ramón, el hijo de don Ignacio,
había conseguido librarse de las garras policiales. Los rusos no habían querido
pagar la cantidad acordada si no había mujeres y al parecer, eso no le había
sentado muy bien a Ramón que había querido cobrarse el dinero a toda costa,
incluyendo la fuerza de las armas. Eso le había costado la muerte.
Fredo no sentía en
absoluto la muerte de aquel joven estúpido y alocado, pero era el hijo pequeño
de don Ignacio y éste era un hombre muy poderoso para el que llevaba mucho
tiempo haciendo trabajos; además, le pagaba muy generosamente cuando tenía que
hacerle algún encargo.
Esta vez, el gran capo
colombiano quería la cabeza de todos los implicados en el asesinato de su hijo
y el amigo de éste, y de paso, intentar que también pagasen el dinero de las
putas.
No había sido difícil
encontrar la guarida de los rusos. Fredo tenía importantes contactos en España
y con unos cuantos dólares y el empleo programado de su capacidad de
persuasión, casi siempre descubría lo que quería saber y siempre realizaba su
trabajo en tiempo récord. Por eso, era una de las personas más solicitadas por
los capos colombianos y de otros países para realizar ese tipo de trabajos en
la vieja Europa, sobre todo en España.
Había conseguido el
dinero, bastante información obtenida entre el papeleo que habían recogido en
el piso de los rusos, y la cabeza de los asesinos de Ramón. Salvo la de uno.
Todavía no se explicaba como aquel miserable había conseguido huir en las
condiciones tan pésimas en las que se encontraba. Pero daba igual, estaba
prácticamente muerto y no iría muy lejos, probablemente su cadáver aparecería
en cualquier calle, tirado en el suelo. A cambio, había conseguido saber que la
hija de uno de sus jefes estaba muy cerca de allí. No iban a ir a Moscú a por
el tal Glaskov, pero si tenían a su hija. O casi. La tenia trabajando en Madrid
como prostituta. La hija de un gánster ruso haciendo de puta. Era gracioso pero
no era la primera vez que oía una cosa así, quizá al ruso no le importase
demasiado la muerte de su hija, pero su cabecita sería una buena advertencia
para que ese tal Glaskov y sus amigos se enterasen de que con don Ignacio no se
juega y no se toca a nadie de su familia. Al fin y al cabo la chica llevaba su
misma sangre.
Fredo y su compañero
salieron del ascensor y se dirigieron a la puerta del piso donde debería de
encontrarse la hija de Glaskov.