Ya casi temblando de frío
y con buena parte de mis ropas empapadas, caminé hacia el centro de la ciudad,
pasé a un bar y me tomé unas cervezas. El alcohol me sienta bien sí lo ingiero
en dosis controladas, sobre todo cuando estoy algo apático (también cuando me
encuentro preocupado) y deprimido, y en ese momento estaba un poco de todo en bastantes
dosis.
Salí del bar y busqué mi
coche mientras llamaba a mi hermano mayor para contarle que no iría a casa de mi
cuñada a pasar la noche, que no se preocupase, me apetecía estar solo y me
buscaría un hotel. Mi hermano no dijo nada aunque tampoco pareció entender mi
actitud.
Conduje durante casi una
hora, siguiendo las indicaciones de los mapas y sobre todo del GPS.
Nada más dejar atrás la
señal indicadora de 14 kilómetros al Poblé, me adentré por una carretera
comarcal, enseguida me tragó la oscuridad y empecé a subir por una estrecha
carretera. Casi camino. La luz de los faros apenas me daba visibilidad entre la
densa oscuridad y las gotas de lluvia que bailaban revoltosas en el aire y se
estrellaban contra el cristal de la luna justo en mis narices.
Después de 20 minutos más
conduciendo, acepté que me había perdido y empecé a ponerme bastante nervioso. A
pesar de las cervezas que me había tomado, sentí como una desagradable
sensación de agobio invadía mis sentidos. Apagué la música. ¿Y sí me perdía en
medio de aquellas montañas a esas alturas de la noche con aquel tiempo de mil diablos
y sin que se viese un solo alma? ¿Y sí la lluvia arreciaba y me arrastraba
alguna riada?
Mierda. Mi insensatez
podía empeorarlo todo. Cogí el móvil. Tal vez llamando a mi hermano mayor, que
ya probablemente estaría durmiendo, conseguiría tranquilizarme. Le pediría que
diese aviso a la guardia civil y que me buscasen por la zona. Mierda, que
estúpido que era.
Reduje bastante la
velocidad buscando un lugar en la cuneta donde poder parar. La oscuridad
pareció entonces, hacerse más negra, pareció cobrar vida. Una extraña vida. Lo
oscuridad emitía voces, y no precisamente las voces de la lluvia y del viento.
¿Qué coño pasaba ahora? Nunca había pasado por una situación así. Aquella
insensatez mía desde luego se me estaba haciendo muy grande. Justo en frente de
mi, la oscuridad pareció abrirse. Unas negras siluetas de lo que parecían
edificios apuntalados por unos haces de luz roja, bailaban ante mí. Debería de
alegrarme por descubrir vida en medio de aquella situación tan agobiante que estaba
viviendo. Pero todo lo contrario. La sensación de que todo era sobrenatural,
era estremecedora. Unas figuras “humanas” empezaron a desprenderse de las
siluetas. Caminaban. Apenas unas decenas de metros delante de mí. Caminaban
hacia mí. Extrañamente, dejé de sentirme nervioso. Ahora me sentía aterrado.
Instintivamente pisé el freno a fondo. El coche hizo un extraño tras resbalar
en el empapado piso del asfalto. Conseguí dominar el volante antes de salirme
por el lado contrario de la estrecha carretera. Se me caló. Rápidamente di al
contacto. Pero qué coño. No conseguía arrancar el maldito coche. Debía de ser
mi miedo. Apagué las luces para que no sufriese la batería. Rápidamente volví a
dar al contacto. Tampoco. Noté como mi cuerpo empezaba a temblar obedeciendo a
alguna maldita parte de mi cerebro. Tenía miedo, mucho miedo. Miré, pero la
desorientación después del derrape era total, ante mí, sólo se distinguía una
negra oscuridad. Por fin, el maldito coche arrancó, encendí las luces a
velocidad de vértigo. Mi corazón dio un vuelco y solté un grito. Pegadas a las
ventanillas había varias figuras. Se movían. Metí marcha atrás y aceleré. Mi
pie temblaba en el pedal. El coche estuvo a punto de salirse de la calzada
nuevamente, metí la primera y enderecé la dirección en tan solo un par de
maniobras alejándome de allí a una velocidad poco aconsejable. No quería. Pero
miré por el retrovisor. Dios santo. Las figuras estaban en medio de la
carretera, se movían en una espacie de siniestro ritual, parecían decirme adiós
con sus manos, ¿qué demonios eran? No lo sabía, por supuesto que no, pero me
alejaba de ellos, escapaba. Solté una carcajada y sentí unas inmensas ganas de
llorar.
La oscuridad pareció ser
nuevamente normal. Llegué a un cruce. Detuve el coche bastante aliviado. Allí
había unas señales. Me encontraba a 15 kilómetros de la casa de mi hermano. El
Poblé a 8 km en la otra dirección. La lluvia parecía ser más fuerte, pero mi
alivio fue indescriptible. Detrás de las señales metálicas, en lo que parecía
un viejo madero, se leía claramente detrás de una flecha negra: “El Caseron de Los
Gegos”, pero lo más extraño era que aquel poste parecía haber removido la
tierra donde estaba clavado, como si lo hubiesen puesto muy recientemente.
Aquello no era lógico. ¿Qué estaba pasando aquella noche? Miré temblando a la
oscura carretera, mis músculos respondían a una extraña sensación de malestar.
Aliviado, comprobé definitivamente que las sombras no bajaban por la empinada
carretera detrás de mí. Todo parecía normal. La oscuridad y la lluvia bañadas
por las luces del coche parecían llenas de vida. Bajé. Dejé que la lluvia
mojase mi cara, sentí algunas nauseas pero enseguida me encontré mucho mejor.
Entonces, ya más relajado,
dudé si aquella experiencia había sido real y no un producto de mi imaginación
producida por mi tensión. Dudé. Pero yo nunca había sido una persona propicia a
ver espíritus. Nunca había visto un fantasma. De que hablo, no creo en
fantasmas y siempre he estado orgulloso de ser una persona dominadora y con pleno
control sobre mis ilusiones, sobre mi conciencia que a lo largo de mi vida ha dominado
a mi inconsciencia.
Pronto mis dudas
desaparecieron. Había sido real. Las sombras patéticas rodeando mi coche tan
cerca de mí, habían sido reales.
Intenté apartar las
imágenes de mi cabeza.
Metí primera y me dispuse
a salir de allí pintando. Iría a hablar con mi sobrina nuevamente y le pediría
que me dijese exactamente que tenían que ver los Gegos del diablo con todo lo que
estaba ocurriendo, y más concretamente, con la desaparición de mi hermano. Si
no sacaba nada claro, iría otra vez a la policía y les anunciaría la posible
relación de los Gegos en el asunto.
Lo haría a la mañana
siguiente. Ahora debía de regresar, buscar una habitación, tranquilizarme y
descansar.
El ruido del motor de otro
vehículo se hizo sonoro entre la lluvia y borró el del mío. En cuestión de
segundos, un pequeño Ford blanco pasó prácticamente rozando la chapa de mi
coche a bastante velocidad y enfiló la carretera en dirección al Poblé;
provenía de la dirección que yo acababa de dejar atrás acompañado de un
desconocido terror. Provenía de los malditos Gegos. Le seguí. Desafiando
nuevamente al sentido común, enfilé la carretera detrás del Ford blanco
intentando no perderle de vista, algo que me resultó tremendamente difícil por
la lluvia y sobre todo, por su velocidad, no me explicaba como el pequeño auto
podía llevar tal velocidad por aquella carretera y en condiciones tan adversas.
Conseguí no perderle del todo y gracias a que tengo muy buena vista, pude
divisar en la distancia sus luces de freno; pude ver como hacía un brusco giro
a la derecha, seguramente para abandonar la carretera por algún camino
subyacente; aminoré la velocidad para no pasarme el desvío. Si se podía llamar
desvío, porque el embarrado firme por el que me adentré, apenas tenía el ancho
de un vehículo. Prácticamente a 20 por hora, conseguí llegar a una especie de
poblado, sí, poblado, porque aquellas cuatro casas mal puestas que se
recortaban en la noche, me hicieron recordar un poblado medieval, sin castillo
claro, y diferente también porque había unos cuantos coches, todos ellos
tuneados y algunos deportivos de gran cilindrada, en definitiva, coches de
juventud. Entre ellos estaba el humilde Ford blanco.
Paré a cierta distancia y
bajé sin saber exactamente donde me estaba metiendo. Se escuchaba música a un
volumen bastante desaconsejable para las horas que eran, aunque probablemente
no habría vecinos a quien molestar.
Sin duda, aquel apartado
lugar, mezcla de poblado medieval y zona nocturna de botellón, era el punto
donde se juntaba la densa pandilla de mi sobrina Mariela, de la que ella misma
nos había hablado a su padre y a mí. Y ya que estaba allí, ya que había llegado
hasta allí, al menos debía de intentar sacar alguna información sobre la
desaparición de mi hermano, sobre los Gegos, sobre el hijo de Mariela, no sé,
algo. Ahí podía estar la clave de la desaparición de mi hermano, esos jóvenes
de alguna manera, debían de estar relacionados con los Gegos. Sentí un
escalofrío y a mi mente llegó con nitidez la experiencia vivida tan solo unos minutos
antes.
Así que, me persigné y
anduve por una especie de plaza de pueblo embarrada y llena de charcos, aunque
en ese momento la lluvia parecía haber cesado en intensidad. Me dirigí hacia lo
que parecía el edificio principal y del que provenía la música. Una nave
pintada de rojo y verde y con numerosas muestras de grafiti. A cada paso tenía más
claro que en cualquier momento se abalanzaría sobre mí un grupo de jóvenes
llenos de coraje hacia el forastero e intruso recién llegado. Mi corazón sonaba
demasiado inquieto. Entré. Un sin fin de ojos se posaron sobre mí. Soy buen
observador, pero el miedo me atenazaba. Podría haber una veintena de personas dentro
de aquella nave, la mayoría chicos y chicas jóvenes que bebían y bailaban
pausadamente. Y contrastando con la sencillez de la construcción, todo parecía
estar lleno de modernos aparatos electrónicos, pantallas, ordenadores, terminales,
consolas.
También había algunas personas
más mayores, hombres adultos que ya habían dejado bastante atrás los 18 años,
dispersados por los oscuros rincones del recinto, quien sabe si los mafiosos
que movían los hilos de aquellos jóvenes ambiciosos.
Entonces comprendí que me
había metido en un asunto demasiado grande para mí.
Todos parecían mirarme
pero curiosamente, nadie se acercaba a mí.
Me acerqué a un grupo de
jóvenes que me inspeccionaron de arriba a abajo. Las chicas parecieron
apartarse como si fuese a suceder algo. Yo sentía miedo, por supuesto, pero también
sentía una acogedora e inesperada relajación que me impulsaba a seguir con mi
“misión”.
Detrás de ellos, a escasos
metros, en la penumbra, percibí, porque no les veía bien, uno de los grupos de
adultos, coroneles en la retaguardia.
-Disculpad -dije-,
estoy... -”buscando pistas sobre la desaparición de mi hermano sobre la que seguramente
vosotros tendréis que saber algo”.
No sé cómo me contuve, no
podía presentarme de aquella manera delante de los supuestos agresores, tal vez
uno de ellos podría estar frente a mis narices en aquel mismo momento. Los
cuatros chicos me rodearon.
-Soy periodista de Madrid
y hago un reportaje sobre los “Gegos” -mi voz pareció sonar firme porque noté
dudas entre los chicos, murmullos inquietos. Uno de ellos se acercó a mí, con
cierto titubeo, noté. Probablemente no pasaría de los 20 años pero me sacaba al
menos 20 centímetros y su físico aparentaba bastante buen estado, atlético; pero
aunque hubiese sido un escuálido enano de metro veinte, tampoco hubiese pasado
por mi cabeza pelearme con él en medio de toda aquella tribu. Desde luego que
no.
-No sabes de que hablas
-dijo el joven en un claro tono de amenaza. Su aliento inundado de aromas de
licores, penetró por mis narices. Mis oídos percibieron claramente como bajaban
la música machacadora de tímpanos que tenían puesta.
-Entiendo que os parezca
raro, puede que tuviese que estar durmiendo a estas horas -dije intentando
sonreír en tono conciliador-, pero para los periodistas el tiempo es oro.
Noté como el joven se
tensaba haciendo que los otros se removiesen a su alrededor. Mi miedo aumentó unos
cuantos grados más y me preparé para lo peor, rezando para que lo peor fuesen
unos cuantos golpes nada más y que me dejasen irme de allí sin más.
Una sombra se hizo paso
entre los jóvenes que se apartaron al instante.
Ante mí se plantó un
hombre de un metro 70 más o menos, porque situado justo en frente, me pareció
de mi estatura. Su edad parecía mucho mas indefinida, tal vez 40, o 30, o tal
vez 45 o incluso 50. No lo pude descifrar. Su aspecto parecía bastante normal,
pero a la vez, todo en él se mostraba demasiado aparente. Llevaba un traje
claro, deportivo, de sport, pero había en aquel tipo algo diferente.
-¿Eres periodista? -me
preguntó con una voz amistosa pero al mismo tiempo penetrante. E inquietante.
-Sí –contesté algo más
relajado a pesar de la presencia de aquel personaje- así es, trabajo para una
revista joven, hacemos reportajes sobre temas poco conocidos y con un toque de
misterio.
No sabía cómo era capaz de
expresarme con tanta fluidez y soltar todo aquel rollo, ni yo mismo me lo podía
creer dada la situación. El hombre del traje claro me miró sonriente. Pero con
una sonrisa que ni mucho menos trataba de ocultar lo que expresaba. Una gran ironía.
-No pareces periodista, es
más, me recuerdas a alguien.
Noté como mi mano empezaba
a temblar. Mi relajación comenzó a desaparecer a medida que comenzaba a
aumentar nuevamente mi miedo. No supe porqué, pero empecé a tener la seguridad
de que aquel tipo sabía quién era yo.
-Sí, la verdad es que no
parezco periodista, a estas horas, con este aspecto -debía de seguir con mi
cuento, ya no podía volver atrás. Intenté controlar el temblor de mi mano y
esconder mis crecientes nervios ante sus ojos-. Sólo me interesa saber algún
dato sobre los Gegos.
El hombre no pareció
inmutarse ante mi insistencia, pero si escuché los murmullos aumentar de tono a
su alrededor; gran parte de la nave, o toda, ya estaba pendiente de mi.
-Veté de aquí -me dijo sin
borrar su irónica sonrisa y con el mismo tono sereno, demasiado sereno para mi
gusto-, creo que te has equivocado en tu investigación.
Tenía claro que no iba
insistir más.
-Si claro -dije dando
media vuelta-, disculparme por las molestias.
Me alejé sin mirar atrás.
Estaba muerto de miedo, caminé intentado prepararme para lo peor. Pero no pasó
nada. Cuando llegué a mi coche, volví mi cabeza por fin para mirar hacia atrás.
Nadie había salido de la nave. Arranqué, ya había hecho bastantes tonterías en
un solo día, eran las cinco de la madrugada y me di cuenta de que estaba agotado
y muerto de sueño. Ya no llovía. Conduje despacio desando llegar a la ciudad.
Unas luces se empezaron a hacer cada vez más intensas en el retrovisor. Un vehículo
me adelantó como una exhalación, atiné a ver un BMW que estaba seguro era uno
de los coches aparcados fuera de la nave. Más luces. Al parecer algunos de los
jóvenes ya habían decidido terminar su noche de fiesta y recé para que ninguno
viniese a por mí. El coche me adelantó un poco menos deprisa que el BMW. Era el
jodido Ford blanco. Aceleré decidido a seguirle.
Esta vez, sin lluvia, me costaba
menos. Pero me costaba. Abandonamos las carreteras secundarias y desembocamos
de lleno en la autovía. Al menos el pequeño Ford, se lanzó a 160 km por hora
porque yo pisé el acelerador hasta que la aguja temblorosa del cuenta
kilómetros marcó los 140; no me sentí capaz de seguirle a tal velocidad. Le
perdí de vista. Bueno mejor, asentí con cierto alivio. Realmente no sabía lo
que quería hacer. Me di cuenta de que me había perdido en la carretera. Continué
hasta que vi el indicador de una salida conocida. Abandoné la autovía y después
de recorrer algún kilómetro por una carretera secundaria y totalmente oscura,
me adentré en la ciudad desembocando en una larga calle iluminada, al final,
parado en un semáforo en rojo, se divisaba un auto blanco. Sí, era el Ford.
Aceleré al tiempo que el semáforo se ponía en verde y el pequeño coche blanco
arrancaba con gran rapidez, aunque algo más tranquilo que minutos antes
recorriendo la autovía. El semáforo se puso en ámbar. ¿Cómo podía cambiar de
color tan rápidamente el estúpido semáforo a aquellas horas del día en las que
apenas había circulación? ¡No iba a llegar! Aceleré, madre de Dios. Sólo
faltaba que me parase la Guardia Civil o peor aún, que tuviese un accidente.
El semáforo volvió a
ponerse en rojo pero me lo salté rezando a Dios para que no apareciese ningún
coche o moto por el cruce. Giré a la derecha por donde había desaparecido el
forito sin que por fortuna apareciese ningún otro vehículo, maldiciendo en
chino. El pequeño coche se había detenido a unos pocos metros. Paré.
A los pocos minutos salió
una jovencita del coche que se perdió rápidamente en el interior de uno de los
portales. El niñato acababa de dejar a su novia, por un momento, sentí rabia y
pena hacia la chica. Volví a seguirle.
El joven conducía más despacio,
como si estuviese cansado; dejamos la zona de pequeños bloques de pisos donde había
dejado a su novia sin cruzarnos con ningún otro vehículo en aquella noche de
lluvia y viento y entramos en una zona de casa bajas, parecía que estuviésemos
en un pueblo prolongación de la ciudad. Las casitas enseguida dieron paso a,
bueno, aún en la noche, se adivinaba una zona bastante humilde. Al menos me di
cuenta de que el niñato no era un niño de papa, al menos por su lugar de
residencia.
Nos detuvimos.
La tensión de mi cuerpo
apenas me dejó percibir la aparición de la primera claridad del alba. Todo
estaba silencioso, envuelto en un tranquilo manto dominical, ni una luz aparecía
por ninguna de las pequeñas ventanas.
-¡Oye! -apenas nos separaban
20 metros y después de seguirle hasta allí, no iba a permitir que entrase en su
casita sin más y yo me quedase allí pasmado.
El chico me miró y dio
muestras de reconocerme al instante porque se lanzó directamente hacia mí.
-¡Hijo puta! -gritó. Sí,
seguro que me había reconocido.
Sentí como me entraba un desconcertante
temor hacia lo que estaba a punto de suceder. El niñato venia por mí con toda
la decisión del mundo y no traía buenas intenciones.
Me quedé quieto. Aquella noche
había pasado por mil vivencias que se alejaban un poco de lo corriente,
totalmente diferente a lo que en los últimos años solía vivir durante los fines
de semana, pero al parecer, las emociones fuertes aún no se habían terminado.
Como una ágil gacela, el
joven saltó sobre mí. Su cara infantilada abanderando su flacucho pero fibrosos
cuerpo, me dio a entender que aquel chico no sobrepasaría por mucho los 18
años. Noté dos fuertes golpes en mis mejillas. Uno de los puñetazos, al menos,
me cogió de lleno, porque enseguida sentí como a un terrible calor, le seguía
una caliente humedad en el interior de mi boca.
Voy camino de los 40 años,
mas bien ya casi estoy en ellos, no he sido un broncas, ni siquiera sé pelear,
pero más o menos me he defendido a lo largo de mi vida y ahora no iba a
permitir que me diese una paliza un niñato en proceso de delincuente.
El chico continuó soltando
sus puños con tremenda agilidad. Otro golpe me alcanzó cerca del ojo, pero esta
vez no sentí calor, ni un mínimo de dolor. No podía permitir que el niñato
continuase atacándome de aquella manera. La rabia me invadió. Una rabia poco
conocida por mí, una rabia agresiva y beligerante. Me enderecé. Notaba la
sangre en mi boca. Vi como se me venía encima una nueva descarga de los finos y
fibrosos brazos del chico, pero esta vez no alcanzaron mi cara, ni mi cuerpo, los
detuve con mis brazos; no hago deportes para mantenerme en forma, pero me
mantengo ágil, mi cuerpo está en buen estado, no tengo grasas que me sobren en
exceso, no fumo y de joven siempre he sido una persona activa y con reflejos.
Sus manos rebotaron sobre mis brazos. Aquello me dio ánimos. No me lo pensé. No
sé de donde saqué la rapidez y sobre todo la dirección, pero conseguí coordinar
el movimiento de mi puño derecho que alcanzó de pleno la cara del niñato. Mi
fuerza debió de ser desproporcionada con el joven, porque escuché como mi
adversario lanzaba un angustioso grito de dolor y de sorpresa.
Mi golpe le detuvo en su
incesante ataque, pero sólo durante unos mínimos instantes, porque nuevamente
me lanzó sus puños, pero esta vez, con menor furia. No le di tiempo. En pocos
segundos, yo, un cuarentón poco violento, me había convertido en un camorrista
de armas tomar. Volví a parar sus brazos y lancé mi pie que debió de impactar
muy dolorosamente sobre su pierna porque gritó nuevamente y se dobló
prácticamente quedando de rodillas ante mí, y sin darle tiempo, lancé mis manos
abiertas sobre su cara que le atinaron directa y sonoramente. El chico casi cayó
al suelo, pero sin rendirse aún porqué me lanzó una serie de insultos e intentó
incorporarse con rapidez. Pero yo ya tenía claro que la situación no se me
podía escapar. Le lancé nuevamente mi pie con gran fuerza contra su espalda y
me abalancé sobre él soltándole guantazos sin parar.
-¡Cabrón de mierda! ¡Te
voy a joder bien! –mi adversario ya sólo intentaba defenderse, parecía haberse
rendido físicamente, pero no moralmente porque continuaba insultándome de
manera desafiante.
Me detuve jadeando, mirando
al joven que ya no se movía. ¿Pero qué estaba haciendo? Yo no era un
camorrista. Era un hombre tranquilo y pacifico a punto de ser padre y aquel
chico no dejaba de ser un adolescente.
Cesé completamente en mis
golpes. Le cogí del pelo intentando que la fuerza fuese la justa para que no se
recuperase. Quería serenarme pero mi excitación era tremenda y no dejaba de
estar alerta. Me aseguré de que el chico no pudiera contraatacar aprisionándole
con mi rodilla. No sangraba en abundancia pero parecía tener arañazos y
hematomas por toda su cara que por otra parte, ya había perdido toda su
compostura, asumiendo su derrota.
Me llenó una sensación de
malestar diferente, imagino que por la situación en sí, por lo que pudiera
pasarle al chico con mis golpes y por lo que se podría derivar de aquella
estúpida pelea callejera. Sentí un angustioso malestar en mi interior, pero ya
debía de seguir adelante.
-Ya está bien jilipollas,
niñato de mierda -observé con el rabillo de mis ojos como varias personas se
habían ido agrupando alrededor atraídas por el escándalo de la pelea, me volví
a asustar, ahora sentí miedo por si un grupo de familiares del chico,
despavoridos y enfurecidos, me rodeaban y empezaban a apalearme y terminaban
linchándome en aquella misma calle.
Nada pasó, al menos de
momento nadie salía en defensa del chico.
-Te vas a enterar cabrón
-me gritó desde el suelo.
Y yo, a pesar de mi
inquietud, estaba harto, quería que aquel niñato me dijese algo sobre los
malditos Gegos o sobre mi hermano y salir pitando de allí y no verle nunca más.
-¿Ah sí? ¿Qué vas hacer
atontado? ¿Decírselo a los Gegos?
-No hace falta -gruñó el
chico, o tal vez reía, maldito cabronazo-, no sabes dónde te has metido, te van
a fundir y a borrar como a un gusano.
No me metió miedo porque
ya bastantes miedos tenía yo en mi cuerpo. Me irritó.
-Mira jilipollas no soy
periodista, mi hermano ha desaparecido y es el padre de Mariela, seguro que la
conoces porque iba al poblado -el chico no respondía, parecía haberse quedado
mudo de repente-, tú y los Gegos me importáis una puta mierda, sólo quiero
saber algo de mi hermano y estoy seguro que tú sabes algo.
Le solté una fuerte
colleja. Noté como nuevamente me dejaba llevar por sentimientos de furia.
-¿¡Qué sabes de los
Gegos!? ¡Dime joder!
Ahora sí que se reía.
Escuche las carcajadas perfectamente claras de aquel joven como entraban en mis
sorprendidos oídos.
-Esto es mucho para un insecto
como tú -sus palabras sonaban extrañamente envueltas entre risas y quejidos-
olvídate de tu puto hermano y del hijito de Mariela. Ellos son Dioses.
Imaginé que aquel
desgraciado estaba totalmente a los pies de los malditos Gegos y que cuando le
vi por primera vez bajando por el camino de las sombras a toda velocidad,
vendría de verles y de cerrar con ellos algún macabro trato.
Le solté. Abatido. Me
levanté y caminé como un zombi hacia mi coche intentando no echar a correr.
Sangraba por la boca y empezaba a notar una desagradable sensación en mi ojo
derecho.
El chico se levantó y
rezando en chino se dirigió hacia una de las casas. Continuaba riéndose pero su
aspecto era lamentable. El mío no era mejor, me toque la boca y sentí un
terrible escozor, escupí un salivazo lleno de sangre. Sentí una profunda
tristeza, había hecho barbaridades a lo largo de toda aquella noche y de nada
me había servido. Tal vez lo había empeorado todo.
-¿Quieres que te ayude con
los Gegos? -la voz sonó inmensamente dulce en medio de aquella marea que mi
mente y mi cuerpo habían levantado, pero tan inesperada y cercana que di un
salto.
Era de una jovencita. Tal
vez pasaría de los 18 años, tal vez no, no sabría decirlo. Era tan preciosa
como un ángel, porque para mí los ángeles tenían que ser criaturas preciosas.
Era un ángel mujer-niña. Me quedé agarrotado, como hipnotizado. Sujetaba de su
fina y morena mano a una niña de unos siete u ocho añitos, una niña preciosa.
Ambas se parecían.
-¿Quieres ayudarme?
-balbuceé. La luz del día ya cobraba terreno y las nubes que habían dejado
tanta lluvia durante la noche parecían retroceder.
-Son peligrosos- dijo a la
vista de que mi respuesta a su pregunta no se concretaba con claridad. Su voz
era inmensamente serena, a juego con su belleza.
-Ah sí, ¿y tú no tienes
miedo de ayudarme?
-No, yo no, ya les conozco
-dijo como si tal cosa-, te ayudo si nos invitas a desayunar chocolate con churros.