La puerta grisácea del
cuarto donde me encontraba se abrió repentinamente y me encontré de bruces con
el inspector Carrascosa, el policía que llevaba el caso de mi hermano y que me
miraba como un padre cabreado.
-No me gustan los detectives
privados -gruñó como saludo el inspector.
“Y a mí no me gustan los policías gordos y con
pinta de mafiosos que van por la vida con una soberbia y un despotismo insoportable”,
pensé, pero no lo dije, me contuve porque a mi edad, si algo me había dado
tiempo a aprender, era a entender que como no seas un personaje famoso, un
millonario o un político influyente, con la policía es mejor no ponerse borde
porque tienes todas las de perder.
-No sé porque dice eso inspector
–dije dócilmente-. Sólo quiero saber dónde está mi hermano y su nieto.
Carrascosa dio unos pasos con
desgana y se acomodó en una silla metálica mirándome como un perro viejo.
-Nosotros estamos investigando
el caso de tu hermano y no me gusta que ningún héroe ni aprendiz de detective
nos complique las cosas.
-¿Qué sabe de los Gegos? -pregunté
sin pensármelo dos veces. El inspector me miró entonces con un gesto que hizo
que mis ojos girasen, como obedeciendo a una tenebrosa orden, hacia otro lado y
no supe si había tocado un tema espinoso o es que al policía le asqueaba el que
yo le preguntase algo, pero a pesar de aquella mirada, continué-. Ellos pueden
tener relación con la desaparición de mi hermano.
-Mira chico –escuché como
soltaba las palabras con asco, yo ya no era un chico por supuesto, y aquel
policía cada vez me revolvía mas el estomago-, no sé quiénes son tus Gegos,
pero no voy a consentir que vayas causando problemas a la policía.
El inspector Carrascosa se
volvió a levantar y se acercó a mí.
-¿Qué sabes de una joven gótica
de unos veinti pocos años y su novio?
La pregunta del policía me
dejó helado, ya no dudaba de que algo siniestro le había sucedido a Nika, pero en
aquel momento la cuestión era como iba a salir yo de aquel lio, porque si me
habían llevado hasta allí, era porque tenían claro que yo les había visto. Pero
yo no había hecho nada, y tampoco se me daba demasiado bien mentir y menos a un
policía como aquel.
-Son amigos de Eve, me los
presentó, me parecen buena gente -el inspector me miró con cara de ogro,
expectante, invitándome, o más bien amenazándome para que continuase, pero yo
ya no sabía que mas decir-. ¿Qué es lo que pasa inspector?
Carrascosa me escrutó con
obligado interés, soy un buen observador y creo que hubiese sido un buen
psicólogo, por lo que me di cuenta de que el caso de mi hermano no era de
especial interés ni del entusiasmo de aquel policia, ni que tampoco la vida de
mi hermano le agradaba, “separado con 4 hijos”, “bebedor en buen grado”, había
dejado escapar entre sus explicaciones cuando horas antes nos había intentado exponer
la situación del caso a mi hermano mayor y a mí mismo. Por lo que deducía que
yo tampoco era de su agrado.
-El chico está en el
hospital herido de gravedad, le han intentado asesinar a puñaladas mientras
dormía, y la presunta culpable es su novia gótica, todas las pruebas apuntan a
que ella fue la autora -me quedé sin aire, mirando al sucio suelo de aquella
habitación de la comisaría, era imposible que Nika hubiese podido cometer
aquella barbaridad. Tras un breve momento observándome, el policía continuó-. Y
tú y la jovencita que te acompañaba, sois las únicas personas que han estado
con ellos momentos antes del suceso.
No podía articular
palabra.
-¡Escúchame! –el gruñido
del policía me hizo saltar en la silla. Al parecer, mi silencio le había
espoleado y enfurecido. Sentí la humedad de su agrio aliento en mi oreja-. Ten
cuidado, eres sospechoso y no voy a permitirte más tonterías, admito juegos de
policías a una insensata adolescente, pero a ti no te lo voy a consentir.
La conversación quedó
zanjada en ese momento. Salí de la comisaría con un foco de fuego que me
quemaba por dentro. La noche ya estaba bien entrada. Estaba claro que había
empeorado las cosas. Sí aquel inpector imbécil que llevaba el caso de mi
hermano ya prestaba por sí demasiado poco interés por su resolución, ahora lo
haría mucho menos, y se pasaría más tiempo vigilándome a mí, porque tenía claro
que no le gustaba ni un pelo y porqué el oscuro intento de asesinato del joven gótico,
seguro que era mucho más interesante para él.
Ojeé ansioso por los
alrededores del edificio policial y por un parque cercano en busca de Eve. No
la había visto en todo el tiempo que había permanecido en la comisaría, pero
tenía el pleno convencimiento de que me estaría esperando a la salida. Pero
nada. Ni rastro de ella.
Descorazonado, volví a
entrar en el edificio policial. Pregunté al agente de guardia por ella
obteniendo como respuesta un indiferente gesto que entendí como una negativa.
Casi le supliqué que me dejase volver a ver al inspector Carrascosa.
Accedió.
-¿Donde está la chica inspector?
-Se ha ido -me respondió
secamente dando a entender con claridad que no le agradaba el volver a hablar
conmigo.
-Necesito verla –se me
escaparon las palabras delante del policía.
-¿Qué quieres? ¿Follártela?
Es muy bonita.
-Eres un hijo de puta
-contesté.
Carrascosa se levantó
furioso. Observé como se acercaba hacia mí seguro de que iba a agredirme. Y a
punto estuvo. Se detuvo a escasos centímetros de mí. Olí, tragué su rancio
aliento nocturno que arrastraba a mi boca todos los sabores que el policía
hubiese saboreado durante el largo día.
-Lárgate antes de que te
haga pasar la noche en el calabozo.
Comprendí que ni siquiera
le importaba si corría peligro mi integridad. Volví a salir a la calle. Llovía
otra vez.
Sentí un terrible impulso
de correr a casa de Eve, pero no era buena idea además de que yo solo no estaba
seguro de ser capaz de llegar hasta su barrio. ¿Cómo podía ser que la echase
tanto de menos si tan solo había estado unas pocas horas en su compañía? Yo ya
no era un niño. No debía ir a buscarla porque si ella había decidido cortar con
aquella loca aventura, yo debía de respetarlo. Además, tenía un terrible miedo
de volver al barrio de Eve.
Además estaba casado. Mi
mujer. Hacía horas que no la llamaba.
También me encontraba
agotado, muy cansado, ni tan siquiera me sentía con fuerzas para seguir pensando
durante un minuto más. Me dolían casi todos los músculos de mi cuerpo y tenía
un hambre de mil demonios. Ni siquiera tenía ánimos para conducir.
Saqué el móvil y llamé a
mi mujer, me contestó con preocupación y con reproches, sin saber muy bien que
contarla, le dije que no se preocupase, que había unos asuntos que tenía que
resolver sobre el tema de mi hermano y que casi con toda seguridad, al día
siguiente regresaría a casa.
Después llamé a mi cuñada.
Era lo único que se me ocurría en aquel momento. Me contestó su voz mortuoria y
adormecida interesándose por mí y diciéndome que ella estaba bien.
-Oye, he intentado hablar
con Mariela porque pensé que tenía una pista que seguir, pero nada -un
agobiante silencio me hizo temblar y a punto estuve de estallar en lágrimas. Me
contuve-. Se me ha hecho tarde, ¿te importa si voy a dormir?
“No, claro que no”.
-De verdad, no quiero
molestarte.
“No seas tonto, te
espero”.
Paré en un bar y me comí
un gran bocadillo. Salí y busqué un taxi.
Tan solo crucé unas pocas
palabras con mi cuñada, su aspecto descuidado y cansino me asustó un poco. Mis
sobrinos dormían. Me duché y me tiré en la cama pensando que a la mañana
siguiente me volvería para casa, y sin pensar en nada mas, me quedé
inmediatamente dormido.
Alguien, o algo movía mi
cama. “Vamos”, escuché claramente. Abrí los ojos adormecido. Mi hermano estaba
de pie al lado de la cama. Era real, estaba allí. Sentí que mi sangre dejaba de
correr, se enfriaba de golpe dando paso a una sensación que no quería
adjetivar. Estaba durmiendo. ¿O no? Mi hermano no desaparecía, todo lo
contrario, le seguía viendo, sólo le veía a él, su silueta se marcaba en la oscuridad.
“Algo de especial”. Se dirigió hacia mí, intenté levantarme, pero no podía, mis
músculos, mis huesos, estaban aferrados a la maldita cama, mi hermano andaba
hacia mí y me daba miedo, llevaba un negro cartel colgado al cuello donde se leía
en letras brillantes como el fuego: “Tés y dulces”, y yo cada vez sentía más
miedo hacia mi hermano desaparecido. ¡Tenía que despertar! ¡”Aaahh”!
Me incorporé en la cama. No
supe si realmente había llegado a gritar y hubiese podido despertar a mi cuñada
y mis sobrinos. Nadie, no parecía haber despertado a nadie, ningún ruido en la
oscuridad y mi hermano, por supuesto, no estaba allí. Cogí mi móvil, eran las
cinco de la madrugada. Intenté volver a dormirme. Lo conseguí sin demasiado esfuerzo
y esta vez desperté tranquilo cuando la luz del día ya entraba en la habitación.
Me levanté, mi cuñada debía de estar a llevar al pequeño de mis sobrinos al colegio,
no estaba. Me preparé un vaso de café. Me sentí mucho mejor, descansado a pesar
de la pesadilla, “Tés y Dulces”, había soñado con lo que mi sobrina nos dijo sobre
lo que tenía dibujado el camión, o la camioneta con el que al parecer había
huido mi hermano acompañado de otro hombre y llevándose al bebe.
Cuando regresó mi cuñada,
le pregunté, por supuesto, si ella sabía algo de “Tés y Dulces”, no claro, ella
no sabía nada, pero me quedé boquiabierto cuando me dijo que mi hermano había
estado trabajando algunas horas con unos marroquís repartiendo tés e
infusiones, le pedí que me informase quién le había conseguido ese trabajo, no
lo sabía muy bien pero más o menos consiguió darme una dirección; me despedí de
ella diciéndola que no se preocupase, que todo iba a salir bien. Que podía
decirla.
Me dirigí andando en busca
de la media dirección que me había dado mi cuñada con cierta incertidumbre por
lo que me pudiese encontrar. Pensaba en mil cosas a la vez, todas relacionadas
con el caso de mi hermano, por supuesto, en cómo se encontraría él y el bebe, en
todos los extraños sucesos ocurridos, en Eve, también en mi mujer y nuevamente
en mi hermano; él se encontraba parado, su salud le había hecho perder su último
trabajo y le impedía encontrar un nuevo empleo que le permitiese vivir con un
cierto desahogo económico, su espalda, sus huesos se estaban haciendo viejos antes
de tiempo desgastados por años de esfuerzos, y no me había comentado que estaba
realizando esos portes, pensé si traficaría con algún producto ilegal, él lo hacía
para ganarse un dinero extra y poder ayudar a su familia y no era necesario que
me diese explicaciones.
Crucé el gran barranco,
como llamaban en la zona al gran cauce de recogida de aguas, y pronto me adentré
en un bosque de casas bajas y callejuelas, observado por grupos de personas muy
diferentes, gitanos, inmigrantes y algunos bebedores tempraneros, pero no me sentí
amenazado.
Llegué a una vieja nave de
tejado de uralita y una alta puerta verde de metal, corredera, situada en la
parte trasera de una hilera de casas bajas. Una furgoneta ronroneaba en la
puerta. El olor a tés y hierbas me embriagó.
Directamente pregunté a
uno de los marroquís -creo que esa debía de ser su nacionalidad- si sabía algo
de mi hermano, un hombre de unos 50 años, moreno, algo más alto que yo, con
algo de barriga y al que le faltaban unas cuantas piezas dentales; el hombre
apenas me miró y continuó llevando la carga a la furgoneta. Pero insistí,
anduve a su lado y prácticamente a su oído, le dije, “Por favor, es importante,
es mi hermano y tengo que darle una noticia importante”.
El hombre por fin, se detuvo
y dejó la caja de tés en el suelo. Me miró con cara de pocos amigos.
-Creo que Salhí vio a ese
hombre hace unos días -me dijo en español pero con ese acento tan característico
del norte de África.
-¿Y dónde está Salhí?
El hombre me volvió a
mirar con su rostro moreno y quemado, con una terrible irritación.
-Salhí no está, pero por
ahí dentro está su compañero -su mano apuntaba a una vieja puerta de madera
situada al otro lado de la nave.
Me separé del marroquí que
continuó con su trabajo y me adentré en la nave. Ninguno de los otros africanos
que trabajaban en el interior pareció fijarse en mí, al menos en apariencia. El
olor aromático se triplicó. Entré en un recinto de unos treinta metros
cuadrados donde se apilaban montones de viejas cajas y pequeños sacos y donde,
de unas enormes vigas de madera del techo, colgaban grandes sacas como las que
se utilizan para retirar escombros en la construcción, imaginé que llenas de
hierbas.
-¡Oiga! –grité. Sólo me
respondió un húmedo eco y al instante, un ruido proveniente del final de un
estrecho pasillo, como si alguien manipulase cajas con demasiado poco cuidado-.
Oiga -volví a llamar esta vez con menos ánimos. Empecé a ponerme nervioso. ¿Por
qué no contestaba el tipo?
Volví a escuchar el ruido,
esta vez algo más fuerte. Me sobresalté, fue como si alguien hubiese dejado
caer una caja desde lo alto de una estantería.
Crucé el cuarto bordeando
algunos sacos caídos en el suelo y enfilé el pasillo, el sucio pasillo lleno de
hierbajos, polvo y ramas secas entre un sin fin de estanterías cargadas de
cajones llenos de hierbas aromáticas y de envoltorios de plástico. Alguien se
movió detrás de mí. Me giré rápidamente con la esperanza de ver de una vez al
dichoso marroquí compañero del tal Salhí, pero allí no había nadie.
-¡¡Pooff!! -nuevamente el
ruido al final del pasillo. La situación empezaba a no gustarme nada de nada, y
después de todos los últimos sucesos, sin duda, mi mente estaba mucho más
abierta a recibir sensaciones extrañas que antes me hubiesen parecido sencillamente
tonterías. Pensé en largarme inmediatamente. Miré al final del pasillo. Y lo
vi. Noté como mis brazos y piernas temblaban sin control y como un desagradable
calor bullía en mis sienes. Sentía miedo. Mucho miedo. Una sombra acababa de
cruzar delante de mí, al final del pasillo, rápida, fugaz, pero a pesar de todo
pude identificarla, era como las sombras de la carretera de los Gegos. Debía
irme de allí. Anduve marcha atrás sin dejar de mirar al fondo del pasillo,
temblando, agarrándome a las viejas estanterías.
Como una repentina ráfaga
de aire, las hierbas viejas del suelo comenzaron a revolotear ante mí, la luz
del día proveniente de las escondidas ventanas se oscureció como si en el
exterior se hiciese la noche. Pero aún no debían de ser las 12 del mediodía.
Eso no me podía estar sucediendo a mí. La sombra se hizo más densa al final del
pasillo. Dos. Tres. Eran las sombras de los Gegos. Quise gritar, pero lo que
hice fue girarme y salir corriendo torpemente sin poder evitar que mi pie se
enganchase en una vieja pata de madera. La estantería tembló y coja, cayó sobre
mí como un castillo de naipes. Grité, esta vez sí, protegiéndome con mis manos
la cabeza, cubriéndome de una lluvia de viejas cestas llenas de hierbas de tés.
A trompicones, conseguí
liberarme de la nube de cestas y resecas hojas y llegué al cuarto donde estaban
colgadas las sacas. Tenía los ojos y la boca llenos de hierbas. No veía nada.
Me acerqué a la pared. Toqué algo y enseguida escuché un fuerte chasquido. Mis músculos
se tensaron en una sensación de malestar, supe que una de las grandes sacas colgadas
del techo empezaba a caer. Quería salir de allí, pero sólo pude ver las
malditas sombras.
La saca me rozó el hombro dolorosamente
haciéndome caer al suelo y justo a mi lado, la enorme saca reventó como una
bomba, enseguida sentí como infinitos granos, pequeños y enormes, entraban en
mi garganta. Cerré la boca pero continuaron entrando por mi nariz. Me asfixiaba
y notaba como una desconocida debilidad se apoderaba de mi cuerpo. Supe que iba
a morir y paradójicamente desapareció todo mi miedo.
Alguien cogió mi mano y tiró
de mí, unos dedos finos, cálidos, pero muy fuertes.
Era Eve.
Tomé nuevamente conciencia
sentado, apoyado en una vieja columna de hormigón, cerca de la puerta exterior de
la nave. Aún se escuchaba el ruido de la furgoneta encendida. Tosí varias
veces.
Eve estaba de pie y parecía
discutir con uno de los trabajadores marroquís, la rodeaban dos hombres más que
parecían haber dejado de trabajar tras el suceso; el individuo gesticulaba enérgicamente
y gruñía señalándome a mí y mirando al cuarto. Yo también miré al cuarto. Aún
salía polvo.
Eve me miró por fin con
una preciosa pero preocupada sonrisa. Estaba radiante. Esta vez no iba vestida
de negro, aunque el negro también le quedaba bien, llevaba una falda cortísima
encima de una especie de leotardos, leggins como había oído llamarlos ahora,
verdes, una chaqueta de cremallera roja muy ajustada a su torso, demasiado, y el
sencillo gorro de lana morado y naranja que también había estado llevando el
día anterior y que cubría gran parte de su pelo negro.
Me alegré mucho de verla.
Uno de los norteafricanos
se acercó a mí.
-¡Ves lo que has hecho!
-me recriminó agachándose y gritándome casi en mi cara. Sentí como su aliento dulzón
penetraba en mi garganta atascada. Tosí nuevamente intentando despejar de una
vez mis conductos respiratorios y que el aire llenase mis pulmones-. Tienes que
pagar, nos has estropeado la mercancía.
Tosía sin control, esta
vez con un ataque de arcadas que estaban a punto de hacerme vomitar. Sentí que
me moría. Me puse a gatas y vomité. Noté como una mano me empujaba
violentamente y me tiraba al suelo, la misma mano, supuse, comenzó a hurgar sin
mucho cuidado en mis bolsillos.
-¡Déjale! -era la voz de Eve.
Para mi sorpresa, el
hombre me dejó. Se dirigió hacia la chica mientras yo me ponía a gatas
nuevamente, babeando como un animal mal herido. Vi como el hombre ponía su mano
en uno de los pechos de Eve y la murmuraba algo que no entendí entre las risas
de los otros dos. Me sentía mareado, me ardían la nariz y la garganta, pero hice
un enorme esfuerzo por incorporarme. La joven había vuelto a aparecer, no sabía
cómo, pero me había encontrado. Y salvado. En poco menos de dos días me estaban
sucediendo cosas que antes tan solo pensaba sucedían en las películas. O como
mucho, a otras personas.
Respiré hondo y el aire,
aunque dolorosamente, por fin llegó a mis pulmones. Me levanté. Apoyada en una
columna, había una pala. Sin pensármelo dos veces, la cogí con fuerza.
-¡Suéltala hijoputa! -grité
con unas palabras que dudé mucho fueran plenamente entendibles, pero por el
contrario, los tres hombres parecieron prestar atención a la pala. Mis manos
temblaban, aunque imaginé que mi aspecto no debía de ser nada amistoso.
-¡Corre! -Eve lanzó un
puñado de hierbas de té a los ojos de los hombres que empezaron a orar en árabe,
corrí detrás de la chica sin soltar la pala hasta que subió a la furgoneta que
aún permanecía encendida. Nuevamente pensé si aquello no era un juego para
ella. Un juego muy peligroso, pero los marroquíes corrían hacia nosotros, así
que yo también subí a la furgoneta, en el lado del conductor que ella me había
dejado-. Vámonos de aquí.
-¿Y dónde coño vamos?
-protesté al tiempo que uno de los árabes golpeaba mi ventanilla con fuerza e
intentaba abrir la puerta. Eve se echó sobre mis piernas y clavó un alfiler en
la mano del hombre que soltó un doloroso alarido.
Miré a Eve con mis ojos
fuera de sus orbitas.
-¡Eve estamos robando una
furgoneta!
-¿Dónde tienes el coche?
-apenas si podía entenderla, mi estado de nervios era agobiante-. ¡Di, dónde está
tu coche!
-Está donde quedó ayer,
aparcado al lado de la comisaria.
-Pues tuerce a la derecha
en aquella esquina -me dijo señalando con su dedo que casi tocaba el cristal de
la ventanilla.
Eve me fue guiando y yo
fui conduciendo envuelto en un maquiavélico estado de crispación y casi de terror
por lo que me acababa de suceder, hasta que aparcamos la furgoneta a una
manzana de mi coche y los dos salimos corriendo abandonando el vehículo de los marroquíes.