Cándido
conducía tranquilo por la amplia avenida flanqueado de parques y zonas verdes,
a penas una manzana y desembocaría en su tranquilo barrio. Iba absorto en los
preparativos vacacionales, aunque aún quedaban más de dos meses; llevaban tres
años que, por unas u otras circunstancias, no habían podido disfrutar de unas
autenticas vacaciones más allá de alguna escapada ocasional o un efímero viaje
al pueblo, pero este año sí, y serían unas vacaciones diferentes, inolvidables,
tal vez un crucero, o un hotel de lujo en algún lugar paradisiaco. Aún no
estaba seguro, pero sin duda, serían unas vacaciones especiales.
-¡Dios!
–bramó Cándido. El frenazo y el posterior y siniestro “¡Pof!” le dejaron
aturdido durante unos agónicos segundos.
Había
visto al niño, le había dado tiempo a verlo antes de que se perdiese por debajo
del capo de su coche, un niño moreno con el pelo corto y una camiseta o jersey
rojo.
Cándido
temblaba de pies a cabeza.
Tenía
que bajar del coche. ¿Y si lo había matado? Dios no.
Abrió
con delicadeza su puerta como sí temiese despertar a la ciudad. Anduvo hasta la
parte delantera del auto preparándose para lo peor. Pero no había nada. El niño
no estaba. La sorpresa no le dejó disfrutar del indescifrable alivio. Se
agachó. Debajo del coche tampoco había nada. Pero estaba seguro de haber visto
al niño y su camiseta roja.
Unas
rápidas pisadas le sobresaltaron, al otro lado de la avenida, por la acera,
corría un chaval de no más de once o doce años, sí, estaba seguro de que era el
mismo niño al que creía haber atropellado y que en aquel preciso momento se
dirigía a media carrera hacia un parque cercano.
-¡Eh!
–grito Cándido. Pero el chico no le hizo caso, sino que continuó su marcha
hasta adentrarse en el parque, ni tan siquiera parecía cojear-. ¡Chico espera!
¿Estás bien?
Cándido cruzó la calle, casi llegó al parque
a la carrera. No había ni rastro del niño. Atravesó los arboles y los bancos
solitarios. Una senda mal cuidada y llena de piedras, abandonaba el parque y se
adentraba en un pequeño bosque lindante. Atravesándolo. Conducía a un recinto
amurallado de viejas piedras y ladrillos descorchados.
Era el antiguo cementerio.
La vieja verja de formas indefinidas y
abstractas terminó de cerrarse. Cándido pudo distinguir la camiseta roja del
niño. Hacía años que no pasaba a aquel cementerio, en realidad, ya nadie pasaba
al cementerio, el camposanto se había convertido en una reliquia del pasado casi
olvidada para los vecinos de la zona, aunque continuaba estando abarrotado de
viejos y semiderruidos panteones familiares, incluso se había corrido el rumor
de que el Ayuntamiento quería hacerlo desaparecer para tal vez dar paso a pisos
o algún centro comercial.
Pero aquella mañana parecía tener sus puertas
abiertas.
Cándido apretó el paso hasta que llegó a la
puerta metálica, se quedó plantado en la entrada, una suave ráfaga de viento
hizo crujir las tejas sueltas de algún panteón cercano. Penetró en el recinto.
Ni rastro del chico. Cándido se introdujo
entre las tumbas, entre los pasillos de tierra descuidados y llenos de
hierbajos. Atinó a ver al niño, a su camiseta roja girar por unos de los
pasillos entre dos viejas tumbas de hormigón sin rastro de flores que
recordasen mínimamente a sus eternos moradores.
Y el chico parecía correr, o al menos, se
movía en una extraña sincronización.
Cándido dudó por unos momentos.
-¡Eh chaval! –su voz resonó entre el pesado silencio,
unos pájaros elevaron el vuelo asustados-. ¡Espera!
Llegó a la zona por donde había girado el
niño, al fondo del nuevo pasillo se levantaba, por encima de todos los
panteones, uno negro y sucio cuyas paredes parecían desgastadas y cubiertas de
ásperos chorretes de cal y óxido. Cándido se acercó hasta la vieja tumba, la
puerta abierta dejaba entrever una sucia oscuridad y un rancio olor a humedad.
Volvió a titubear.
-¿Chico? -Cándido atravesó la puerta. La cara
brillante y sudorosa del niño apareció entre la penumbra del recinto, su
corazón protestó acelerando el ritmo de su bombeo, sobresaltado-. ¿Chico estás
bien?
-Sí –su voz sonó aguda y protestona como la
de cientos de chicos de su edad, sonreía reconciliadoramente y su rostro no
aparentaba ningún trauma.
-¿Seguro qué estás bien? Me has dado un susto
de muerte, creí que te había golpeado fuerte.
-Si estoy bien, además fue culpa mía.
-¿Y qué para qué has venido hasta aquí?
-Cándido miró expectante al chico.
-Estoy jugando –la voz del niño pareció cambiar
y de su rostro infantil y risueño se apoderó una extraña mueca que a Cándido le
pareció, en la penumbra del pequeño recinto, una siniestra y sarcástica
sonrisa.
Sintió un escalofrío. Echó una última mirada
al chico y salió nuevamente a la calle. Comenzó a andar por los pasillos del
cementerio sin despedirse del niño.
No miró atrás ni una sola vez mientras se
dirigía a su coche.
El niño había dicho bien claramente que el
accidente había sido por su culpa. Estaba jugando.
Cándido volvió a subir a su coche y recorrió
la última manzana que le separaba de su barrio. Se había olvidado de las
vacaciones. Aparcó frente a su casa como lo hacía todos los días. Abrió la
puerta de su piso. No había nadie, su mujer había salido de compras con Irina,
su única hija y regresaría a casa algo mas tarde.
Tan solo le recibió Kaki, su fiel galgo al
que habían adoptado desde hacía siete años. Cándido apartó al galgo y se
dirigió a la cocina, de uno de los cajones sacó el cuchillo de carnicero
perfectamente afilado.
Llamó al galgo. El perro soltó un gruñido de
desconfianza pero se acercó a su amo. El cuchillo se clavó con una sorprendente
rapidez en el cuello del animal que cayó al suelo envuelto en un chorro de
sangre, apenas soltó dos lastimosos gemidos antes de quedar inerte en el suelo.
Cándido desclavó con sumo cuidado el cuchillo
del cuello del animal y se dirigió al salón. Esperaría a su mujer y a su hija.
Aquel año tampoco habría vacaciones para la
familia.