Ya no nevaba, pero un frio
y blanco manto cubría las calles de la ciudad y aunque ya no era de noche, el
cielo gris y encapotado llenaba todo de oscuras y tristes sombras. No tenía ni
idea de en que parte de la ciudad me encontraba y mucho menos de cómo llegar a
mi coche; andaría hasta preguntar a alguien por el centro y desde allí ya podría
orientarme. Saqué algo del bolsillo de mi chaqueta, era el gorrito de lana de
Eve que había recogido del suelo durante la pelea, en algún momento de la noche
lo debí de meter en mi bolsillo y aún permanecía allí, sin pensármelo dos veces
me lo puse, y aunque me quedaba algo justo lo dejé en mi cabeza.
Miré con desgana mi móvil
donde descubrí un buen número de llamadas perdidas, la mayoría de mi mujer. No
tenía ánimos para hablar con ella, pero estaba claro que debía de hacerlo y más
bien pronto.
Sentí, como un agridulce
regocijo y como si fuese un adolescente en su primera relación amorosa, las
ganas, la necesidad de volver a hablar con Eve, de verla, la amenaza que me
había hecho el inspector, sin duda era real, pero al menos tenía que escuchar
de su propia voz que se encontraba bien.
Busqué su número en mi
móvil y lo marqué.
-Hola –la voz de Eve
penetró de lleno en mi cuerpo revitalizándome como la más poderosa de las
vitaminas.
-Eve –sentí que la emoción
no me dejaría hablar, debía de serenarme-, Eve, ¿estás bien? ¿Dónde estás?
-Sí estoy bien, no te
preocupes ahora por mí, estoy bien de verdad, de regreso a casa, con mi
hermana.
No sabía que decirla, todo
había salido mal y algo dentro de mí, a pesar del cariño que había cogido por
aquella chiquilla, la culpaba de haberme utilizado y más después de lo que me
había contado el comisario.
-Eve, la policía –no sabía
cómo seguir-, el inspector que lleva el caso de mi hermano dice que hay
denuncias contra mi hermano por el rapto del bebe, incluso de su propia hija,
todo…, todo se ha complicado mas.
-Ellos quieren al bebe, no
sé porqué, pero ese bebe es importante para ellos.
Aquellas palabras me
dieron miedo, más miedo aún, estaba inmerso en medio de una trama cuyos
principales actores parecían ser una especie de líderes sobrenaturales capaces
de dirigir poderosas energías capaces a su vez de regir el devenir del
Universo; miré a mi alrededor, todo estaba en calma y me encontraba en las
puertas de una comisaría de policía, aquello que contaba aquella loca y fascinante
muchacha sólo era fantasía, no tenía nada que temer, vivía en una mundo real
donde las fantasías únicamente estaban limitadas a las películas y los libros,
pero a pesar de todo, me sentía asustado y abatido, y ahora sin Eve a mi lado,
mucho más.
-¿Qué quieres decir?
-Se están tomando muchas
molestias y utilizando una fuerza desproporcionada, en el tiempo que estuve a
su lado nunca vi cosas semejantes, con el bebe de tu sobrina no están
escatimando recursos, lo de Nika, te atacaron en el almacén de tés con algo más
que la simple intención que asustarte, y ahora lo de Salhí.
-Pero Eve, si ni siquiera
sabemos si ese hombre de la habitación era Salhí –un temblor recorrió mi cuerpo
al recordar la escena de la habitación, aquel pobre hombre atado en la silla en
manos de aquella… diablesa-. No sabemos nada Eve, nada.
-Claro que sí, claro que
sabemos algo ¿cómo hemos llegado hasta aquí entonces? Y ellos están siguiendo
el mismo rastro que nosotros y lo peor de todo, es que tal vez ahora hayan
tomado la delantera ¿no te das cuenta?
No, no me daba cuenta de
nada, no quería estar echando una maldita carrera con los siniestros seres de
aquella secta. Pero Eve tenía razón, algo extraño estaba sucediendo a nuestro
alrededor, a mí alrededor, aunque yo no quisiese reconocerlo y me resistiese a
abandonar mi solido y querido mundo real.
-Está bien Eve, pero aquí
termina toda nuestra información, la policía no nos dejará seguir husmeando,
ahora todo está en sus manos, tal vez sería mejor que mi hermano apareciese y
entregase el bebe y que todo terminase antes de que vaya a peor. Aquí termina
nuestra búsqueda.
-Debes de seguir.
Aquellas palabras me
dejaron helado. Seguir. Yo. Solo
-¿Seguir a dónde Eve?
Ellos son poderosos, tú misma lo acabas de decir, incluso la policía les da la
razón –notaba como un denso nudo empezaba a poblar mi garganta. Asfixiándome-.
¿Qué puedo hacer yo? Sólo soy un pobre hombre Eve…
-No cielo no –su voz tan
sincera y llena de sentimiento hizo por fin que uno de mis ojos dejase escapar
una lágrima. Y luego otra. Aunque ella no me veía, no quería llorar-, tú no
eres un pobre hombre, eres bueno, en cambio ellos son malos, aunque ahora todo
parezca estar a su favor y en tu contra. Ellos recogen la energía negativa para
hacer el mal, son astutos y poderosos…
No, no quería volver a
escuchar aquellas fabulas sobre energías poderosas y sobre inteligencias
infinitas. No quería. Pero ella siguió hablando a través del móvil.
-Pero también hay personas
buenas que recogen la energía positiva, y son más y mejores. Y tú eres bueno
cielo.
-No Eve –yo ya estaba
llorando-, yo no soy bueno ni malo, sólo soy un pobrecillo que ha sido envuelto
sin querer en un extraño lio y por supuesto que no tengo nada que ver con las
extrañas energías de las que tanto hablas porque mi cuerpo y mi mente no serían
capaces de recibirlas dentro de mí.
-Escucha, tal vez tu mente
no esté capacitada o preparada para ser receptora de la energía, pero ella te
busca ahora, estoy segura, quiere que la guíes.
Oh santo Dios, mierda con
las todopoderosas energías que rigen los designios del Universo y que ahora me
habían escogido para sus perversas guerras ¿Por qué habían elegido a un pobre
mortal como yo?
-¿Y qué es lo que tengo
que hacer, por Dios, Eve? ¿Qué tengo que hacer? –me volvía a sentir desesperado.
-No lo sé cielo, no lo sé.
No lo sabía. “¡Pero tú me
has traído hasta aquí! ¡Tú me has metido en todo este jodido lio!” quise
gritarla enfurecido. Pero… Tal vez ya no volviese a verla nunca. Respiré hondo
y conseguí relajarme en parte, le conté con desgana lo que el comisario me
había dicho sobre sus denuncias por prostitución y por chantaje. Sentí su
melancólica sonrisa al otro lado de la línea como si fuese una palabra.
-Debes de creer lo que te
diga tu corazón.
-¿Mi corazón Eve? Yo no
creo en esas cosas, además, no te conozco, no sé casi nada de ti, siento que me
utilizaste en parte.
-Tú puedes hacerlo porque
tu corazón es puro –sus palabras comenzaban a sonar lejanas, demasiado lejanas,
pero pude escuchar con claridad las ultimas silabas-. Seguro que estás muy mono
con el gorro puesto y recuerda: la información fluye de unos a otros y debemos
de intentar recogerla antes que lo hagan ellos.
-¿Qué…? ¿Qué dices Eve,
qué quieres decir…?
-Y ten mucho cuidado, por
lo que más quieras.
La comunicación se cortó.
No pude deducir como había podido saber que yo tenía puesto su gorro de lana,
probablemente lo habría intuido, sí, seguramente había sido eso, y de sus
palabras sobre la información que fluía desde no sé donde hacia no sé donde, no
tenía ni idea de lo que había tratado de decirme, pero no iba a perder
demasiado tiempo en pensar en ello, porque lo que sí había entendido con
meridiana claridad, había sido lo último que había dicho, y claro que le iba a
hacer caso. Iba a tener mucho cuidado.
Comencé a andar decidido a
llegar a mi coche y volver a mi casa. Todo aquel asunto había terminado para
mí, esperaría en casa junto a mi mujer la aparición de mi hermano y del bebe,
fuese en las condiciones que fuese.
Claro que iba a tener
cuidado.
Me detuve un momento. Justo
al lado del edificio nuevo pintado de un rojo rosáceo que recogía la comisaria,
había un parking vallado por una alambrada y tapado por una fila de arboles que
casi no dejaban ver su interior. Casi, porque puede divisar dos figuras dentro
del recinto. Discutían. Mi corazón volvió a latir animadamente. Les conocía,
uno era Carrascosa y el otro, el hombre de la tienda de ropa, el tipo que, ya
podía afirmarlo con toda seguridad, me había estado siguiendo, el de la
americana blanca y barata que había llegado justo a tiempo y de improvisto a la
habitación donde se había desencadenado el infierno. Por lo visto no era ningún
secuaz de los Gegos. Los dos gesticulaban de manera poco amistosa, sobre todo
el inspector, que aunque no llegaba a escuchar ni por asomo sus palabras,
estaba convencido de que amenazaba al de la americana en cierta manera. Deduje
que también debía ser policía porque si había disparado y no estaba detenido,
estaba claro que tenía permiso para utilizar una pistola, además, los dos
estaban dentro del recinto policial. En cualquier caso, a aquel hombre le
separaban puntos de vista muy diferentes a los del inspector Carrascosa por lo
que podía ver delante de mí, y lo que más conseguía despertar mi ánimo, era la
perspectiva de que si aquel hombre me había estado siguiendo, o a Eve, debía de
ser por el caso de mi hermano. O por los Gegos. Tal vez aquel individuo me
pudiese ayudar más que el inspector y sus esbirros.
Me apreté el gorro de Eve
en mi cabeza como queriendo cubrir mis orejas, aunque en ese momento no sentía
ningún frio. Tal vez lo que quería conseguir era hacerme invisible por arte y
gracia de aquel gorrito de lana. Algo me decía que se iba a retrasar un poco
más mi regreso a casa.
Me acerqué con cuidado intentando no llamar la
atención del policía que hacía guardia en la puerta de la comisaria, me coloqué
detrás de un árbol y miré a través de la alambrada, conseguí verles mucho
mejor, intercambiaron algunas palabras más y algunos gestos poco amistosos
hasta que el inspector giró sobre sí mismo y envuelto en mil demonios abandonó
el parking de la comisaria a bordo de un vehículo.
Si el de la americana
blanca también subía en un coche, todas mis posibilidades de seguirle y de
descubrir algo, se esfumarían antes de empezar, pero no, el tipo comenzó a
andar hacia la salida del parking situada a unos pocos metros de mí, mierda,
corrí hasta alejarme y esconderme detrás de una furgoneta, el individuo se
alejó andando en una dirección desconocida para mí.
Le seguí con mi corazón
latiendo a mil por hora y casi saliéndose por mi boca, aquel tipo podía
representar mi última oportunidad para poder localizar a mi hermano antes que
ellos. Anduvo hacia las afueras de Granada, no nevaba, pero el frio era intenso
y mi cuerpo estaba cansado y agotado, le seguí con desdén, ocultándome cada muy
pocos metros, intentando ser el mejor espía del mundo; el individuo parecía
deambular sin dirección fija, parando en algunos bares, en uno de ellos pude
contemplarle a través de un gran ventanal mientras bebía un licor oscuro casi
de un trago, de repente salió del bar casi a la carrera, esta vez sí llevaba un
paso firme y una dirección determinada. Se detuvo frente a un gran edificio de
piedra, su construcción era antigua pero estaba perfectamente iluminado y
reformado. Era un hospital.
El de la americana entró
en el edificio con la noche ya cerrada sobre la ciudad, de nuevo comenzaba a
llover, o tal vez nevar. Me acerqué a las acristaladas puertas de entrada con
sumo cuidado hasta poder divisar el interior. El vestíbulo estaba casi vacío,
el individuo preguntó algo en un pequeño mostrador y después de recibir una
explicación de un hombre vestido de blanco, un enfermero o un celador, se
introdujo por uno de los pasillos del hospital, me apresuré a seguirle temiendo
que en cualquier instante alguien me diese el alto, pero el camino parecía
estar libre, atravesé la puerta que daba a un largo pasillo vacio, miré a ambos
lados, el de la americana blanca ya había desaparecido, empezábamos bien,
escuché el timbre de un ascensor, corrí hacia mi izquierda hasta un pequeño
vestíbulo, el ascensor se encontraba cerrado, miré los números rojos en la
parte posterior, el uno parpadeaba, al fondo del vestíbulo estaba la escalera,
corrí, nadie me aseguraba qué quien subía en el ascensor fuese el individuo al
que yo seguía, pero hice caso a mi instinto, a mi recién estrenado instinto de
espía, “ella te busca a ti, estoy segura”; subí las escaleras corriendo, me di
de bruces con una pareja joven, sentí un dolor intenso en mi nariz. Un joven de
aspecto saludable y enérgico me miró con unas tremendas malas pulgas y me dijo
algo, nada amistoso.
-Lo siento –casi supliqué,
hice un gesto con mi mano de disculpa y continué corriendo.
Llegué al rellano del
ascensor de la planta segunda, el dos continuaba parpadeando, pero el ascensor
no se detuvo, comenzó a parpadear el tres, subí, esta vez llegué con tiempo,
una señora canosa pero relucientemente peinada esperaba la llegada del ascensor,
se abrió la puerta y la señora preguntó a alguien del interior si subía o
bajaba, alguien debió de contestar desde dentro, di unos pasos con toda la
precaución del mundo, la señora no se decidía a subir interponiéndose entre la
persona que había dentro y yo, antes de que se cerrasen las puertas, pude
distinguir un trozo de tela blanca, estaba seguro de que era la ridícula
americana del hombre al que perseguía. Sentí un enorme regocijo y continué a la
carrera mi ascensión, llegué al cuarto piso, el ascensor pasó de largo, en el
quinto y último esperé escondido detrás de la puerta de la escalera a que se
abriese el ascensor. El hombre de la americana salió, iba hablando por su
móvil, en voz baja, se detuvo ante la máquina de café y cortó la comunicación. Esperó
mirando tontamente los letreros de las expendedoras de café y frutos secos. Yo
también esperé, pero, ¿qué diablos esperaba aquel tipejo?
Al menos pasó un cuarto de
hora con el de la americana mirando tontamente las expendedoras hasta que un
vigilante jurado pasó a su lado, se detuvo junto a él y sacó un café de la
máquina, me escondí rezando para que el uniformado no viniese hacia mí, pero
no, el vigilante subió en el ascensor, y al instante, el de la americana blanca
se apresuró a adentrarse por uno de los pasillos. Continué observándole desde
el rellano de las maquinas como un niño que observa desde su escondite temeroso
de que le pillen; el individuo se volvió de improvisto y echó una rápida mirada
hacia donde yo me encontraba, escondí mi cabeza como una tortuga todo lo rápido
que pude, me había visto, estaba seguro, esperé unos segundos preparado para
lanzarme a la carrera escaleras abajo, pero no escuché ningún paso y con un
enorme valor, como si pensase en encontrarme de bruces con el mismísimo diablo,
volví a mirar.
Había desaparecido. Salí
de mi escondrijo y anduve hasta el fondo del pasillo. Temblaba de pies a
cabeza. Pero el de la cutre americana blanca parecía no haberme visto, para ser
policía no parecía tener unos sentidos de alerta muy avispados. Una de las
puertas estaba entornada, abierta, me adentré con mucho sigilo en un nuevo y
corto pasillo, a mi derecha estaba el pequeño despacho del vigilante jurado y
más adelante, sólo tres puertas, una a la derecha y dos a la izquierda, la
última de ellas dejaba salir al pasillo un suave haz de luz amarillenta. Avancé
y me detuve en el quicio, el de la americana blanca le preguntaba algo a un
pobre hombre que reposaba en una cama entre tubos y cables y que miraba a su
interrogador totalmente aturdido y asustado. Era el hombre que habíamos
encontrado atado y torturado en el piso del mercado de la Alcaicería, junto a
su cabeza, en la almohada, reposaba un pequeño libro, una pequeña Biblia que
imaginé sería el Corán.
Contemplé la escena
durante unos segundos hasta que el hombre árabe levantó temblorosamente su dedo
y me señaló como si me reconociese, entonces, el de la americana me miró y
sorprendido pareció querer decirme algo, pero el herido comenzó a balbucear
algunas palabras, en árabe quise entender, y algunas en español, con ansia, con
toda la histeria que su situación le permitía, “mujer, esposa”.
La temblorosa mano del
hombre dejó de señalarme y buscó su Biblia, la agarró con una fuerza
inapropiada para su lamentable estado apretándola contra su pecho. El árabe me
miraba fijamente con unos ojos que se le salían de las órbitas. Sentí un miedo
extraño, noté como un tibio calor recorría mis extremidades, mis piernas se
aflojaban y temblaban, los aparatos empezaron a emitir pitidos y las líneas verdes
de los monitores se hicieron planas.
-¡Eh! –Protesté mientras
el de la americana blanca me arrastraba tirando de mí fuera de la habitación-.
Ha dicho esposa.
-Sí, eso ha dicho, su
mujer es la joven que le torturó, ¿Qué sabes tú de ella?
-¿Qué que se de ella?
¡Nada! ¡Ni siquiera sabía que aquel monstruo o lo que fuese era su mujer!
-Tú y la chica llegasteis
hasta su casa, algo debíais de saber.
-La casa de Salhí
–entonces recordé las últimas palabras de Eve “la información fluye de unos a
otros y debemos de intentar recogerla antes que ellos”. El pobre tipo que
acababa de morir allí mismo, ante mis ojos, era el tal Salhí, el hombre magrebí
al que supuestamente mi hermano había acompañado hasta Granada transportando
tés. Casi le agarré de la pechera. Le miré más de cerca, tenía cara de niño
bueno, facciones blancas, más bien pálidas, daba la sensación de debilidad,
como si acabase de superar una grave enfermedad, y era muy delgado aunque algo
más alto que yo, que según mi última medición alcanzaba por poco el metro
setenta; a pesar de su palidez era atractivo y tenía una mirada sincera, no
aparentaba más de 23 o 24 años, y desde luego no parecía un policía. No me
sentí seguro, si me cogían otra vez, no me salvaría nadie de la cárcel-. ¿Dónde
está la mujer?
-Ingresada en un centro de
salud –me dijo mirándome y apartando mis manos de su arrugada americana
blanca-, en un psiquiátrico.
-Irán a por ella –dije
lleno de excitación-, debemos de verla antes de que ellos la encuentren, ella
nos puede decir algo.
-¿Algo sobre qué?
-Sobre mi hermano… –quise
añadir “pedazo de estúpido” pero me contuve.
Volvimos a salir al
pasillo, el vigilante se acercaba a toda velocidad.
-¡Eh quietos! –gritó.
Sólo pude ver como el
guarda jurado se llevaba la mano al revolver de su cartuchera antes de que él
de la americana blanca volviese a tirar de mi, esta vez con mucha más fuerza,
hacia el fondo del pasillo, hacia la salida de emergencia, “¡vámonos!” escuché.
-Tú eres policía.
-Yo no soy policía –me
replicó sin parar de correr.
-Llevas una pistola y te
vi hablando con el inspector Carrascosa.
-Trabajo para el CNI.
-Mejor aún –solté sin
pensármelo, conocía aquel organismo a través de la televisión y los periódicos,
era la Inteligencia española donde se recopilaba toda la información para nuestra
seguridad, donde trabajaban los espías.
-Escucha, no tengo ninguna
autorización para acercarme a ese hombre, es más, lo tengo tajantemente
prohibido y acaba de morir –explicó para seguidamente dar una patada al cristal
inferior de la puerta de emergencia y conseguir romperlo abriendo un agujero lo
suficientemente grande por donde se deslizó con agilidad, eché una fugaz mirada
hacia el pasillo por donde no tardaría en aparecer el vigilante y le imité con
toda la rapidez que pude, aunque de una manera más torpe y desgarrándome la
chaqueta con un trozo de cristal.
Salí a la heladora
oscuridad de la noche, al descansillo exterior de las escaleras de emergencia
del piso 5 del hospital; el extraño tipejo que ahora decía trabajar para el
CNI, comenzó a bajar los escalones de la escalera metálica de emergencia,
saltando la barandilla de seguridad en cada descansillo, yo le seguía intentado
no asfixiarme. Llegué jadeando hasta donde la escalera terminaba en seco su
recorrido, estábamos en lo alto de un edificio pegado a los muros del hospital
y hasta el suelo firme y seguro, aún nos separaba una altura de al menos un
piso. Y ya no había escalera.
El de la americana se
deslizó con agilidad por el muro de ladrillo visto hasta que quedó colgado por
sus manos e inmediatamente se dejó caer al suelo. “Vamos salta” me apremió
desde abajo. La altura era considerable y yo estaba harto de saltar y de escalar.
Pero debía de hacerlo. Pero debía de hacerlo, con más miedo que vergüenza le
imité y me deslicé por el muro, me rasgué todo mi muslo derecho y mi barriga
con los ladrillos, sentí un intenso escozor al tiempo que mis manos resbalaban
del muro mojado, frio y resbaladizo. Caí hecho un ovillo soltando un histérico
grito. Pero pude levantarme, al parecer mantenía todas mis extremidades
intactas, al menos sin grandes daños. Comenzamos a correr hacia la calle
exterior del hospital al tiempo que el sonido de unas sirenas ganaba terreno.
-¿Tienes coche?
-Si –jadeé, apenas podía
hablar, sentía que mi pecho iba a explotar de un momento a otro y no dejábamos
de correr.
-¿Dónde?
Recordé el nombre de la
calle de puro milagro, se lo dije y el “espía” introdujo unos datos en un
enorme móvil, o un aparato parecido a un móvil que sacó de su bolsillo.
No paramos de correr hasta
que llegamos a mi coche.
-El centro donde está
ingresada la mujer está a casi 40 kilómetros de aquí, conduce y yo te iré
guiando –dijo mientras manipulaba su GPS o lo que diablos fuese aquel aparato.
Yo no podía hablar
envuelto en una espesa capa de sudor. Mis músculos estaban tiesos, agarrotados,
pero aun así, accioné el mando automático de mi coche. Los dos subimos
rápidamente y me puse manos al volante sujetándolo con tal fuerza que mis
nudillos se enrojecieron al instante, como si temiese que el dichoso volante
pudiese salir volando en cualquier momento.