domingo, 5 de marzo de 2017

El viejo Palacio


El tren se deslizó suavemente junto al andén, levitando magnéticamente sobre el grueso y único raíl hasta detenerse envuelto en una silenciosa suavidad. Las puertas totalmente acristaladas se abrieron en un suave bufido y los pasajeros, casi todos ellos turistas procedentes del Aeropuerto Internacional de Roma, comenzaron a bajar.
El niño miró a sus padres y cuando adivinó el permiso de éstos, corrió por el andén, limpio y bañado por una suave luz blanca, mezclado entre la gente que ordenadamente buscaba la salida. Ni un guardián, ni un policía; hacía décadas que la seguridad en los espacios públicos había dejado de ser un problema en las grandes ciudades europeas, remitida únicamente a las cámaras de seguridad que enfocaban todos los movimientos de las personas.
Fabián ven –ordenó armoniosamente la voz de uno de los padres. El niño, en el acto, volvió a la vera de sus padres a los que cogió de ambas manos colocándose entre ellos. Los tres ascendieron por la rampa móvil hasta el inmenso vestíbulo. ¿Estás nervioso?
El niño sonrió indeciso.
¿Por qué iba a estarlo? –los tres salieron al radiante día romano. La esencia de la ciudad italiana había sabido codearse con los imparables avances tecnológicos que no habían dejado de aparecer en las últimas décadas; el tráfico a distintos niveles limpio y fluido y prácticamente sin atascos, había ido sustituyendo al bullicioso y humeante tráfico de las últimas décadas del siglo XX y primeras del siglo XXI. No tengo miedo si te refieres a eso.
No se refiere a eso –aclaró Daniel, el otro padre de Fabián, sabemos que eres un chico valiente.
Subieron a un taxi aéreo que sobrevoló los grandes rascacielos de la parte más moderna de la ciudad, descendiendo ligeramente según se iban acercando al centro histórico que había conseguido mantener toda la magia del que le dotaban sus centenarios monumentos.
La gran cúpula, antaño brillante y llena de colores dorados, se hizo visible, ahora sucia y descorchada, entre los inmemorables monumentos romanos; los edificios del antiguo imperio, los jardines, todos resplandecían orgullosos y perfectamente cuidados en perfecta armonía con los nuevos edificios y los nuevos artefactos tecnológicos creados en el nuevo orden social que se había ido desarrollando durante las últimas décadas; solo ese punto negro entre tanta belleza, el antiguo símbolo de siglos de Fe y poder ahora deteriorado y rodeado de un jardín espeso, oscuro e irascible que hacía casi imposible el acceso al viejo palacio.
¿Es allí donde viven los monstruos? –preguntó el niño señalando con su dedo al negro jardín.
No son monstruos –aclaró Raúl, el padre mas mayor, un hombre de aspecto saludable, alto e inequívocamente culto y educado, son personas como tú y como yo, pero que piensan de otra manera.
Son malos entonces.
Sus pensamientos son diferentes, intolerantes, y hace tiempo esa intolerancia creaba maldad, pero ahora ya no, ahora debemos respetarlos, eso ya deberías saberlo tú.
Claro que lo sé –contestó Fabián con decisión.
Ellos mismos se han convertido en marginados, pero no son monstruos, no los vuelvas a llamar así –terminó diciendo Raúl. Contaba cerca de los 60 años y era el único de los tres que había estado en Roma anteriormente, y por su edad, el único que había sido testigo directo de “los grandes cambios”, pero solo de los últimos años, cuando contaba con once tiernos añitos; tenía vagos recuerdos de aquella época, pero todos le conducían a proporcionar a su espíritu de una serena tranquilidad.
El tuvo la suerte de poder ser testigo de la consolidación de una nueva sociedad con unos nuevos valores éticos, sociales y religiosos, más bien estos últimos no eran nuevos, simplemente habían desaparecido. O casi.
La paz y los enormes logros sociales habían echado unas profundas raíces en la nueva sociedad, las desigualdades entre clases se habían reducido casi a la mínima expresión, y por supuesto, las desigualdades por creencias, razas o tendencias sexuales. Todo el mundo parecía más feliz y la intolerancia había pasado a la historia de los libros negros.
Paradójicamente, la religión había desaparecido y el mundo era mejor. 
Y este hecho no había sucedido porque el nuevo orden hubiese atacado los principios religiosos, simplemente, los siglos en busca de las libertades individuales, de la justicia y de la tolerancia, habían acabado devorando la intransigencia y la incapacidad de apertura de las religiones.
Solo quedaban algunos focos donde se refugiaban los nostálgicos de las épocas pasadas en la que las diferentes doctrinas religiosas habían acaparado y perpetuado los ideales de millones de personas.
Y uno de esos puntos estaba muy cerca.
Los tres disfrutaron del paseo recorriendo el casco antiguo de la hermosa ciudad, disfrutando de sus mágicos rincones y de los adormilados monumentos; principalmente los dos adultos, Fabián más bien, prestaba mayor atención a las palomas de las plazas y a los colores y ruidos de la bulliciosa capital italiana.
Por un momento, el niño dejó esa atención y pareció pensativo.
¿Qué te ocurre? –preguntó Raúl.
Papa, aunque no sean monstruos, ¿por qué no salen a pasear como nosotros, como todas estas personas?
Desembocaron en la gran avenida. Al fondo, se recortaba el oscuro edificio. La vieja cúpula que habían divisado desde el aire, sobresalía ahora como queriendo recuperar su perdida majestuosidad entre los árboles y los arbustos.
Raúl suspiró. Su hijo solo tenía 11 años, era inteligente, desde luego, pero aun así, no sabía cómo explicarle aquello.
Les parecemos raros –volvió a insistir.
El niño abrió sus grandes ojos y escrutó a su padre con una graciosa perplejidad.
¿Raros? Pero si son ellos los que están encerrados –la lógica del niño era aplastante.
Sí, pero en un tiempo no fue así. Mira a tu alrededor.
El niño, extrañado por las palabras de su padre, miró a su alrededor. Las gentes  caminaban por la amplia avenida, alegres y distraídas. Muchos niños como él y de edades similares, caminaban entre sus padres y sus madres. Muchos de ellos se dirigían hacia la cúpula negra.
¿Qué pasa papa?
Sigue mirando.
Todo era normal. La gente paseaba alegre y tranquila. Había niños con sus papas, como él, otros con sus mamas. Una señora rubia de pelo corto y muy guapa, dio un cariñoso beso en la boca a su mujer, o a su novia. Él aún no tenía novio, era muy joven, pero sabía que algún día lo tendría.
También había parejas de hombres con mujeres. Pero menos. Pero también era normal.
Papa no veo nada extraño.
En algún tiempo, hace mucho –Raúl no sabía si emplear el formato de cuento para decirle aquello a su hijo, sería la manera más correcta. Pero de todas formas continuó, todas las familias debían, o estaban formadas por una mama y un papa.
La sorpresa se hizo patente en la cara del niño.
Y el qué tú tuvieses dos papas –prosiguió Raúl, para mucha gente era considerado… “un pecado”. Raúl pensó en aquella palabra, pero Fabián no lo entendería, los términos que hacían referencia a las ofensas religiosas ya estaban en desuso. O habían desaparecido del diccionario, como algo que estaba mal.
El niño volvió a mirar a su alrededor con más atención.
¿Y por qué eso era lo normal papa?
Raúl miró de reojo a Daniel. El niño pronto aprendería en el colegio como se reproducían las especies, entre ellas los mamíferos, entre ellos el ser humano. Afortunadamente, ya no iba relacionado el que dos personas se amasen y quisiesen estar juntas, con el acto de la reproducción.
La especie humana no corría peligro de extinción, ni mucho menos. Todo lo contrario, gozaba de una magnifica salud, la tecnología, la genética, la medicina y las leyes, permitían tener hijos sin que fuese necesario el acto sexual entre un macho y una hembra.
Todo eso lo aprendería Fabián en el colegio.
Pero ahora…
Eso era lo normal para ellos, que todos tuviésemos un papa y una mama, a la gente como nosotros incluso nos llamaban enfermos.
El niño llevó su mano a la boca en un gesto de incredulidad.
El inmenso palacio y antaño glorioso, por fin se levantaba ante sus pies, pero ahora semidestruido, tan solo separados de los majestuosos muros y las imperturbables columnas, por la Plaza de San Pedro, cubierta por arboles viejos y cansados, y arbustos que habían agrietado las losas del pavimento; pequeños roedores paseaban entre la espesura como si aquel cambio que había sucedido a lo largo de numerosas décadas, les hubiese proporcionado una inesperada y acogedora vivienda.
Todo el recinto estaba blindado por una alta, gruesa y oxidada alambrada.
Fabián se acercó a la valla. Y a pesar de la ira que a su joven corazón había llevado las confesiones de su padre, lo hizo con precaución. Carteles de "Propiedad privada" y "Prohibido el paso" empapelaban la alambrada. Dentro también se divisaban figuras humanas, todas parecían hombres, pero también parecía haber alguna mujer. Ancianos.
El niño miró a las figuras con curiosidad y temor. Pero no tenía nada que temer, sus padres estaban a su lado.
Una de las figuras pareció mirarle en la distancia, desde el centro de la plaza.
Raúl se percató y observó con interés a su hijo que, ante el avance de la figura, se removió inquieto. Pero no se separó de la valla. La figura se plantó al otro lado de la verja y Fabián pudo apreciar con más detalle que se trataba de un hombre mayor. Anciano. Muy anciano. Encorvado y apoyado en un bastón. Su larga túnica, vieja y desgastada, aún dejaba entrever restos de su esplendor y ostentosidad.
El anciano dio otro paso. El suelo, lleno de ramas y hojas secas, crujió bajo las pisadas de los frágiles y viejos pies.
¿Son tus padres? –pronunció la voz helada, áspera y desgastada de la figura al tiempo que levantaba su dedo y señalaba a Raúl y a Daniel que en esos momentos observaban cogidos de la mano.
Fabián por fin retrocedió. Sin contestar.
Espero que seas feliz –continuó el anciano. El Señor os perdonará a pesar de todo.
Daniel hizo intento de protestar, pero Raúl apretó su mano.
Fabián se acercó de nuevo a la valla y volvió a mirar, esta vez, fijamente al rostro sereno y arrugado del anciano.
Mis padres no han hecho nada malo. ¿Qué Señor y de que habría que perdonarles? –Dijo la voz infantil pero tremendamente decidida del niño. Yo espero que quien tenga que perdonar, les perdone a Ustedes por llamar a mis padres enfermos.
El niño se retiró de la valla y volvió a coger a sus padres de la mano. Los tres se alejaron y se volvieron a mezclar entre las gentes, familias libres de prejuicios, solamente guiadas por sus sentimientos y por el respeto hacia los demás.
El viejo palacio quedó atrás con sus ancianas figuras en su interior. Tal vez arrastrando en sus viejos muros la enfermedad que sus viejas doctrinas habían querido adjudicar a las gentes que no eran como ellos deseaban.
Pero tal vez no fuese una enfermedad terminal y los viejos muros y sus ancianos moradores, aún estuviesen a tiempo de curarse.


                                                       FIN