Epílogo
Isidro
percibió el jaleo al otro lado del chalet, en la parte trasera donde el cazador
que le servía desde hacía años debía de terminar con la vida de su empleado en
la agencia. Entrometido. Aquello no debería de haber terminado así.
Pero
algo no iba bien, aquel desconcertante jaleo. El viejo espía agarró con fuerza su
pistola y dio dos indecisos pasos.
—Dinu
¿estás ahí? —llamó
al cazador.
Como
respuesta, una respiración áspera y resinosa como si el aire se arrastrase a
través de sucias mucosidades, llegó desde el fondo del pasillo seguida de unos crujientes
pasos que avanzaban desde la oscuridad.
Isidro
percibió el olor, un hedor a podrido y deshechos. Un olor a antigüedad y
maldad. El viejo detective cargó su pistola y se apresuró a cerrar la puerta
del salón que daba al pasillo, echó la llave justo antes de que el impacto
hiciera retumbar toda la estancia.
—¡Maldita
bestia! Acabaré contigo como lo he hecho durante años con todos los de tu
especie —sentenció
el viejo a la vez que comprendía con claridad que el maldito Manel había traído
la maldición consigo desde Rumania. Nunca debía de haber confiado en aquel
investigador. Al otro lado de la puerta sonó un gruñido rasposo y sopesado. Por
supuesto que acabaría con aquella bestia, decenas de sus antepasados habían
perecido bajo las garras de aquellos seres, los convertits, los transformados que como malditos diablos cambiaban
su aspecto pasando de humanos a abominables seres mitad perros mitad
chimpancés; incluso su abuelo había caído en la lucha. Una batalla sin cuartel
contra aquellos seres malignos y sus propiciatorias victimas como el detective
Manel, una guerra que estaban a punto de ganar.
Aquellos
diabólicos seres estaban prácticamente extinguidos.
La
puerta volvió a retumbar y una bisagra se desprendió de su posición inicial a
punto de desprenderse del marco. Isidro corrió a una de las paredes y apartó un
cuadro donde unos lobos corrían detrás de un animal de forma indeterminada. Un
nuevo gruñido que parecía una macabra carcajada atravesó la puerta inundado el
salón, esta vez acompañado de un pestilente olor. La mano del viejo detective
marcó con serenidad los números de la contraseña de la caja fuerte.
El
nuevo golpe sonó más cercano, más rabioso, la bisagra se desprendió al fin del
marco y la puerta se inclinó hacia un lado. Una garra negra de donde sobresalían
unas uñas rojas, llenas de moho y mugre, se movió como buscando a un enemigo
invisible.
Isidro
sacó de la caja fuerte la hoja de metal plateado cuyo filo relució en la
penumbra del salón. El ritual no servía para matar a los convertit, tan solo era una farsa escénica inventada por los
ancianos desde hacía siglos, lo que realmente era necesario para acabar con
ellos era el marum, un arma ancestral
hecha de metales pesados extraídos de las montañas de Maramures, solo aquella
aleación incrustada en el cuerpo de aquellos demonios podía acabar con su vida.
El
viejo detective sujetó el puñal en su mano. La puerta bailó engrandeciendo el
hueco, la cabeza de la bestia asomó dejando a la vista el hocico babeante que
se movía exhalando gruñidos.
Isidro
corrió hasta alcanzar la cristalera del salón que daba al jardín. La puerta del
pasillo voló por los aires detrás de él y el convertit saltó como un autentico primate.
El
antiguo espía corrió hasta agazaparse detrás de la fuente de piedra que
presidia su jardín de manera señorial. Una densa y fría lluvia comenzó a caer
dotando a lo poco que quedaba de tarde de una amenazadora oscuridad. Con
engañosa lentitud, el monstruo asomó su cabeza por la puerta abierta del jardín
y olfateó el aire, su rostro canino y ancho cubierto de gruesos pelos negros y
rojos, parecía sonreír en una mueca maquiavélica. De pie, al menos medía dos
metros, en nada se parecía al detective privado que había traído la maldición
desde Rumania.
El
ser se agachó y traspasó el umbral de la fina puerta de aluminio saliendo al
jardín. Las gotas de lluvia parecían evaporarse al caer sobre su fétido cuerpo.
El convertit se puso a gatas, exhaló
un bufido y dirigió su negra mirada hacia la fuente.
Isidro
agarró con fuerza el marum.
El
ser hizo ademan de saltar, sus extremidades inferiores se doblaron en un ángulo
imposible y realizaron un inverosímil movimiento. El viejo detective se preparó
para el ataque. Su corazón, a pesar de haberse enfrentado decenas de veces con
aquellos diablos, latía desbocado.
Nada
sucedió. El monstruo no aparecía. La lluvia comenzó a arreciar borrando los
ruidos de la tarde noche. El agua comenzó a empapar el pelo canoso y la piel
bronceada y curtida del viejo investigador donde las arrugas comenzaban a tomar
solidas posiciones.
Su
rostro dibujó una nerviosa sonrisa, sabedor de que aquel monstruo era diferente
a los demás.
—Nunca
debí haberte dado este caso —susurró.
El
convertit apareció por un lateral de
la fuente. Sus ojos rojos miraban al viejo como si fuese un pequeño ratón con
el que fuese a comenzar un excitante juego de caza. Caminaba sobre sus cuatro
patas en movimientos lentos y dislocados.
Isidro
levantó su puñal.
Un
gruñido salió de la negra boca del ser como una ininteligible palabra pronunciada
en algún antiguo y olvidado idioma. Volvió a doblar sus patas y esta vez saltó,
el detective irguió la mano que sujetaba el marum
en un movimiento certero, pero una de las patas delanteras del monstruo se
movió en un imposible vaivén hasta arrancar de cuajo el brazo del viejo que
dios dos pasos atrás mientras el convertit
caía sobre él, sus dientes alcanzaron su objetivo y se clavaron como pinchos de
hierro en la cara del hombre, su mandíbula se movió masticando hasta que el
cráneo del viejo detective se deshizo como chicle dentro de la boca.
El
cuerpo descabezado y sin brazo del hombre cayó al suelo empapado por la lluvia.
El
convertit se estiró como un lobo y
lanzó un gruñido al cielo encapotado. De dos saltos atravesó la valla del
jardín del viejo detective y recorrió la calle solitaria de la urbanización
hasta perderse en el bosque que nacía detrás de los últimos chalets.