20 años antes
El ritual de Pascua
Las
figuras fueron rodeando la nave que parecía recortarse lúgubremente en la
oscuridad de la noche bajo el manto de una intensísima y heladora lluvia. Las
gotas de agua producían inquietantes quejidos al romperse contra la uralita del
tejado.
Casi
todos iban uniformados y armados con rifles de asalto y metralletas. Bajo una
consigna silenciosa, las siluetas fueron ocupando las puertas y otros lugares
por donde se pudiese entrar. O salir.
La
nave, en pocos minutos, quedó completamente rodeada.
El
oficial Romero se situó a pocos metros de los tres agentes del Grupo Especial
de Operaciones con su pistola reglamentaria en la mano. Dentro del recinto, en
aquel mismo momento y si las investigaciones llevadas a cabo durante más de
tres años no fallaban, se estaba llevando a cabo un ritual religioso ilegal
donde probablemente se iba a intentar causar daño físico a una persona.
Todos
los agentes que habían participado en dicha investigación tenían cierta idea de
lo que se podrían encontrar allí dentro. Un ritual. Miembros de alguna oscura
secta cometiendo cualquier tipo de atrocidad. Oscurantismo, magia negra.
Como
si alguien de repente hubiese abierto una trampilla por donde pudiesen salir
las vibraciones de las cuerdas vocales, los gritos comenzaron a romper la noche
y se mezclaron con los sonidos de la lluvia. A continuación sonaron fuertes
golpes, una puerta derribada y el grueso del equipo dando voces y entrando a tropel
en la nave.
Se
escucharon varios disparos. Uno de los miembros del grupo especial abrió la
puerta donde ellos esperaban. La oscuridad se hizo más densa. Pasaron los tres
policías del grupo de operaciones y les siguieron el propio Romero y el inspector
Santiago al que acompañaba y que se situaba tras él, aunque nada más entrar en
la nave, se puso al frente del grupo.
El
olor a cera quemada y a otros fuertes aromas invadía el aire que entraba en los
pulmones, los gritos se escuchaban cercanos, pero invisibles; una pared de
ladrillo se alargaba en un lateral. El grupo la recorrió en silencio, con sus
armas preparadas, hasta que una apertura en la pared dejó pasar una cortina de
amarillenta claridad.
Nuevamente,
los hombres del grupo especial tomaron la iniciativa y fueron pasando por el
hueco abierto en los ladrillos, uno de ellos soltó un grito de amenaza, después
sonó un disparo. El inspector atravesó la apertura y Romero le siguió apretando
con fuerza su pistola. Los tres GEOS apuntaban a dos individuos que ya tenían
tumbados e inmovilizados en el suelo de cemento con sus rostros tapados por
sendas mascaras blancas y deformes que parecían relucir grotescamente en la
oscuridad de la nave. Una enorme daga descansaba junto a uno de los apresados.
Romero
y el inspector Santiago se acercaron a los dos prisioneros, vestían sendas
túnicas negras ribeteadas de un rojo intenso que les cubría desde los pies
hasta sus cabezas donde resaltaban sus macabros antifaces blancos.
El
inspector pasó de largo. Romero le siguió con la mirada. A unos metros, donde
se habían producido más detenciones de varios individuos igualmente enfundados
en túnicas y capuchas negras, se alzaba una especie de altar rodeado de
numerosos símbolos, no eran cruces, el oficial fue incapaz de descifrar la
extraña simbología, y también había imágenes, esculturas que parecían vírgenes
en posición de rezos, pero sus cabezas no se correspondían, desde luego que no,
sus rostros blancos y lánguidos habían sido sustituidos por testas de animales,
de serpiente, de cabra…
Romero
comenzó a andar hacia el altar, su gabardina empapada parecía soltar lamentos a
cada paso que daba. Se detuvo en seco. En el presbiterio de piedra negra
reposaba una figura inerte, las formas de una mujer desnuda cubierta parcialmente
de sangre que manaba viscosamente de su cuello degollado.
El
agente de policía miró el cuerpo femenino iluminado por un sinfín de velas rojas
y negras que se entremezclaban con los extraños símbolos y figuras, los labios de
la joven asesinada dibujaban un rictus de terror y sufrimiento, sus enormes
ojos estaban abiertos y miraban a ninguna parte. De su sexo ofrecido se
levantaba un enorme falo negro.
El
policía sintió una arcada, había intentado mentalizarse de lo que se podrían
encontrar allí dentro, siempre con la esperanza de evitar un cruel asesinato, pero
no lo habían conseguido y la visión que se presentaba ante él revolvió su
estomago como si estuviese lleno de cientos de cucarachas.
Un
nuevo grito sacó a Romero de su sopor justo a tiempo para sentir como la sombra
le empujaba con una terrible fuerza y notaba como su cuerpo salía impulsado
hacia atrás.
—¡Detenedle!
—repitió una potente y autoritaria voz.
Romero
se revolvió en el suelo, su cabeza le daba vueltas y sentía un terrible dolor
en su pecho, por un momento, su mirada volvió a posarse en el cuerpo de la
muchacha asesinada que no pasaría de los veintipocos años. Pero enseguida
prestó atención a quien le acababa de arrollar, una figura que corría hacia el
final de la nave a una velocidad inverosímil a como se lo podía permitir la
túnica que llevaba puesta. Varios agentes corrían tras ella gritándole
amenazas.
Sin
pensárselo, Romero se abalanzó tras ellos.
Al
final de la nave no llegaba la luz de las velas ni la de los focos que habían
introducido los agentes especiales, tan solo dos finos haces de unas linternas.
Dos GEOS apuntaban sus armas a la oscuridad y el inspector Santiago avanzaba
tras ellos pistola en mano.
Romero
fue el primero que lo vio, unos metros a la izquierda, un leve movimiento y el
reflejo de algún objeto metálico, una sombra desapareció por alguna puerta
invisible.
—¡Alto!
—gritó al tiempo que corría hacia allí; dio varios trompicones pero pudo
mantener el equilibrio.
No
llevaba linterna, por lo que prácticamente a tientas llegó hasta la vieja puerta
de metal sucio y oxidado que había cruzado la sombra. Romero atravesó el negro
hueco seguido por el inspector justo a tiempo para que la puerta volviese a
cerrarse tras ellos de un portazo dejando a los GEOS al otro lado.
Los
dos policías avanzaron con extremada cautela guiándose por la luz de la
linterna de Santiago. Los golpes de los agentes de operaciones especiales
intentando abrir la puerta iban quedándose atrás. Una luz pareció penetrar por
el techo. Atravesarlo. Romero sintió como su conciencia, o su mente, daba un
vuelco dentro de su cuerpo, como un leve mareo que pasa enseguida. Pudo
observar como la linterna caía de las manos del inspector Santiago alumbrando
parte del sucio suelo de cemento y dejando una negra oscuridad envolviendo sus
cabezas.
El
ruido se escuchó claro, a muy pocos metros, como si arrastrasen dos pesados
sacos llenos de gruesos pedruscos. Un estridente sonido que ponía los pelos de
punta.
Romero
se agachó para recoger la linterna. Algo le tenía que haber sucedido al
inspector. El haz de luz alumbró el cuerpo del hombre, arrodillado; su rostro
reflejaba una cruel agonía, sus manos intentaban cubrir algo o apartar de sus
ojos alguna terrorífica visión. El oficial se acercó a su superior y entonces,
el inspector le atenazó con una desproporcionada fuerza la mano en la que tenía
sujeta su pistola, y sin que Romero apenas pudiese sobreponerse de la sorpresa,
el cañón del arma quedó pegado a la sien de Santiago.
El
disparo retumbó en la oscuridad.
El
cuerpo del inspector Santiago se desplomó contra el suelo produciendo un ruido
sordo y jadeante. Romero soltó la pistola como si le quemase en su mano. Una
estridente carcajada sonó a escasos metros, como si fuese un escupitajo expulsado
por la oscuridad.
El
oficial intentó reponerse a lo que acababa de ocurrir, se agachó de nuevo para
recuperar su pistola y se giró todo lo deprisa que pudo apuntando la linterna y
el arma hacia la negrura.
El
fino haz de luz alumbró directamente un rostro de rasgos juveniles y atractivos,
pero cuyos labios se retorcían en una esperpéntica y aterradora mueca como si
quisiesen destrozar esa bella armonía. Romero intentó gritar, disparar, pero el
arma únicamente acertó a temblar en su mano mientras la linterna permanecía
dando claridad al esperpéntico rostro. Sus ojos parpadearon y su mente se nubló,
tal vez para siempre, antes de que los GEOS echasen finalmente la puerta abajo
y avanzasen hacia él entre voces amenazantes.