Conversaciones telefónicas
El hombre de color estaba de pie en la amplia cocina del chalet, mirando a
través de los ventanales al joven y luminoso día que bañaba de luz y brillantes
reflejos el césped y las flores del bien cuidado jardín que rodeaba todo el
edificio.
Apuró el último trago de su zumo de naranja natural y dejó el vaso sobre la
encimera de roble, mientras que con la otra mano continuaba sujetando, pegado a
su oreja, el teléfono inalámbrico, sin hablar, esperando a que alguien lo
hiciese al otro lado de la línea.
Hacía poco más de media hora que se había levantado de la cama y tan sólo
llevaba puestas unas finas bermudas de color blanco que dejaban contemplar con
generosidad su atlético y fibroso cuerpo de color marrón claro.
-¿Fredo? -escuchó el colombiano a través del auricular.
-Don Ignacio, si soy Fredo. Me alegro enormemente de volver a escucharle.
-Yo también Fredo, yo también. ¿Está todo solucionado? -preguntó el viejo
capo.
Fredo nunca se ponía nervioso, en su trabajo estaba prohibido ponerse
nervioso. Nunca, salvo cuando escuchaba aquel tono en la voz del viejo.
-Han surgido complicaciones don Ignacio, la chica no estaba en el piso.
-¿No estaba? ¿Es que sabía que la buscabas? No era eso lo que yo escuché
-dijo el anciano tranquilamente.
El fibroso colombiano guardó silencio. Pocas veces había fallado en los
encargos del narcotraficante y cuando erró, tampoco fueron excesivos los
problemas con él, teniendo en cuenta que eran muchos más los trabajos bien
hechos.
Pero aquella vez era distinto. El hijo pequeño del viejo había sido
asesinado y él había sido encargado de llevar a cabo la venganza, algo tan
importante para aquellos todopoderosos dioses del crimen. Sobre todo para los
capos religiosos. Y don Ignacio era ante todo, un hombre sumamente creyente.
-¿Acaso esa joven es agente de la KGB y posee dotes para resbalarse entre
los dedos de un experimentado cazador? -continuó diciendo don Ignacio con voz
firme y penetrante a pesar de su avanzada edad.
Fredo intentó ignorar aquel tono del viejo.
-Ha sido un lamentable error don Ignacio, uno de los rusos estaba medio
muerto y logró escapar, no sé cómo pudo hacerlo, pero fue capaz de avisar a la
chica y ahora va a ser un poco más complicado localizarla. Esta es una ciudad
muy grande y en constante movimiento y...
-¿Qué quieres decir? -interrumpió el viejo secamente-. Ramón era mi hijo,
Fredo. Quizá era un joven alocado, pero era mi hijo y esa joven no calmará mi
dolor por su perdida, no, pero lo aliviará enormemente. Té lo aseguro.
Fredo se movió inquieto y salió de la cocina con el teléfono pegado a la
oreja.
-¿Es por dinero, Fredo? -preguntó secamente el capo. Su voz era
tremendamente tranquila, sin ningún acento, adaptable a cualquier zona del
mundo, pero sabiendo el que la escuchaba, que aquella voz podía entramar mucho
peligro.
-No don Ignacio, usted sabe que no es eso...
-Entonces -volvió a interrumpir don Ignacio-, si esa joven es
verdaderamente la hija del ruso, encuéntrala. Sé que eres capaz de hacerlo.
Fredo no pudo contestar porque la llamada quedo interrumpida. El viejo
había colgado.
Tendría que encontrar a la putita y matarla. Iba a ser difícil, el
dispositivo de búsqueda puesto por Daniel, increíblemente no parecía dar
resultado, lo que daba la razón a la tesis del pistolero de que la mayoría de
aquellos jovenzuelos aspirantes a asesinos, sólo eran una pandilla de golfos
que sólo pensaban en follar, en bailar y en tomar; quizá la chica estuviese ya
fuera de Madrid, pero debía de hacer un último intento, tenía muchas puertas
abiertas en aquella ciudad, y tenía aún algunas posibilidades de encontrar
alguna pista que le permitiese seguir el rastro de la joven rusa, aunque ya no
estuviese en la ciudad.
No le quedaba más remedio que hacer lo imposible por encontrarla, si se
negaba tendría que vérselas con el viejo. No le tenía miedo, pero sabía que si
no la encontraba no podría volver a Colombia nunca más, amén de ser perseguido
por medio mundo. Y por el otro medio también. El mismo había presenciado como
los secuaces de don Ignacio habían enterrado vivo en los terrenos de las
interminables fincas del capo, a más de una persona por haberle traicionado.
De todas formas, todo su trabajo era arriesgado y don Ignacio le pagaba muy
bien. Buscaría a la rusa y empezaría a trabajar en aquel mismo instante. Si la
quería encontrar, cuanto antes actuase, más posibilidades tenia de hacerlo.
Tendría que hacer uso de uno de los contactos que podría entrañarle un
considerable riesgo, pero que más le podría ayudar en las circunstancias
actuales.
Marcó un nuevo número en el teléfono inalámbrico y esperó una contestación.
Contestó una voz de mujer con la que ya había hablado otras veces y enseguida
la reconoció. Era la mujer de Antonio, “la sufrida mujer de Antonio” se dijo, y
por un momento, el colombiano pensó si aquella mujer estaría enterada de los
devaneos de su esposo, aunque claro estaba, eso le traía absolutamente sin
cuidado.
-Por favor, ¿puedo hablar con Antonio? -preguntó Fredo muy cortésmente.
-Se encuentra trabajando, ¿qué desea? -preguntó la mujer.
Fredo ya había supuesto una respuesta como aquella. No podía llamar a
Antonio al trabajo, pero su mujer si podía hacerlo y darle el aviso de que se
pusiese en contacto con él cuanto antes.
-Soy Alfredo señora, desearía hablar con su marido -sabía que aquella mujer
tenía la orden de su marido de que si recibía su llamada, le avisase cuanto
antes-, ¿no podría darle mi aviso?
-¿Alfredo? Si claro, yo le avisaré en unos momentos -dijo la mujer tras un
breve silencio.
-Se lo agradezco enormemente señora -dijo Fredo y colgó el teléfono.
El colombiano se dirigió a una de las habitaciones del chalet, equipada con
toda clase de modernos artilugios de gimnasia y de inmediato, se puso a
utilizarlos.
El sonido melódico de un teléfono interrumpió su sesión de gimnasia. Esta
vez fue su móvil el que sonó. Llevaba algo más de una hora realizando intensos
ejercicios de musculación y todo su cuerpo estaba empapado en sudor. Se levantó
del banco de pesas y después de limpiarse la cara y las manos con una toalla,
cogió el teléfono móvil.
-¿Quién es? -preguntó con su voz colombiana y sin atisbos de la menor
fatiga.
-Alfredo, ¿cómo estás hombre? -dijo una voz masculina muy alegremente al
otro lado de la línea.
-¿Antonio? ¿Qué tal amigo? ¿Cómo te va la vida? -preguntó con supuesta voz
interesada. Realmente le daba igual como fuese la vida de aquel tipejo, si no
fuese porque era uno de sus más rentables y serviciales contactos en Madrid.
-Bien, muy bien. Otra vez en España ¿eh?
-Ya ves, tienes un país encantador que hay que visitar a menudo -el hombre
de color hizo una pausa-. Oye Antonio, tengo necesidades en cierto asunto.
-Bueno, sabes que no hay problema, para mí es un placer ayudarte siempre
que esté a mi alcance, claro -dijo soltando una risotada.
“La buena cantidad de plata, ese es el placer para todos nosotros” pensó
con ironía Fredo.
-Pues cuando puedas pasas por mi casa y té pongo al corriente.
-Esta tarde -dijo Antonio-, si té parece esta misma tarde.
-Perfecto. Anota la dirección, esta vez me hospedo en una nueva casa.
-Marchamos bien ¿eh? -soltó Antonio mientras apuntaba la dirección que el
negro le decía a través del teléfono-. Muy bien, pues hasta esta tarde, mi
querido amigo Alfredo.
-Hasta esta tarde Antonio. ¡Ah! Ya sabes, dile a la señora que te
retrasaras. Adiós.
Fredo apretó la tecla de fin de llamada y volvió a realizar dos nuevas
llamadas haciendo sendos encargos para la tarde-noche. Después dejó el teléfono
sobre uno de los muebles del gimnasio, cogió una botella de agua, dio un largo
trago y se dirigió directamente al gran dormitorio.
Sobre la ancha cama yacía una guapa mujer que dormía silenciosamente. La
joven, que probablemente no pasaría de los 22 o 23 años, se encontraba desnuda,
arropada parcialmente por una fina sábana estampada. Fredo, aún con gran parte
de su cuerpo cubierto en sudor, se acercó a la cama y se quitó las bermudas
quedando completamente desnudo, se inclinó sobre la joven y tiró de la sábana
dejándola caer al suelo, poniendo al descubierto todo el moreno y anguloso
cuerpo de la mujer. El hombre comenzó a recorrer lentamente la suave piel con
su boca y sus manos y cuando su lengua alcanzó el relieve del pubis femenino,
la chica empezó a despertar lentamente, y poniendo sus manos sobre la cabeza
del hombre, le preguntó muy somnolientamente que hora era con una acento
armonioso e increíblemente lleno de dulzura, que delataba su origen latino.
-Las diez y media y es hora de despertarse -intentó decir el hombre con
ternura. No le importaba si aquella mujer tenía sueño, no la había invitado a
cenar en un caro restaurante y la había llevado con él para que durmiese.
Todavía tenía unas cuantas horas por delante para poder disfrutar del excitante
cuerpo de aquella bella hembra. Abrió ligeramente las piernas de la mujer y
colocándose sobre ella, la poseyó despacio, comenzando a moverse lenta, pero
vigorosamente.