Una simple
llamada
Nuevamente paseó envuelta en una amargura insoportable hasta que casi sin
darse cuenta, desembocó en una amplia calle que enseguida la identificó como
Doctor Esquerdo. Nada más comenzar a andar por la larguísima avenida, a su
amargura se añadieron los síntomas que aún perduraban de la resaca, sintió como
aumentaba su mal cuerpo y acompañada de algún leve mareo, temió que la resaca
volviese a atacarla con furia.
Se encontraba débil y supo que aquel malestar era, además de producido por
la resaca, porque llevaba muchas horas sin probar bocado, tiempo en el que tan
sólo había llevado a su estomago una gran cantidad de alcohol. A pesar de todo
no sentía hambre, pero sabía que debía obligarse a comer alguna cosa si quería
continuar manteniéndose en pie.
Se dirigió a un bar donde a través de unas grandes cristaleras, se veía el
interior, donde algunas personas bebían y comían bocadillos. Esperó un buen
rato en un rincón apartado de la barra, hasta que le sirvieron el bocadillo que
había pedido acompañado de una coca cola, esta vez sin escocés.
Se hizo un pequeño hueco en una repisa frente a la barra, y mientras se
tomaba muy lentamente el bocadillo y la coca cola intentando que el intenso
olor a comida no despertase la adormecida resaca, sacó su pequeña agenda y
empezó a ojearla. Buscó los teléfonos que le habían dado los hombres del chalet
y vio que tan solo tenía tres números apuntados junto a los correspondientes
nombres. No era gran cosa pero esperaba tener de sobra. Los miró con atención y
una tierna sonrisa se dibujó instintivamente en sus labios. Al leer aquellos
tres nombres tan sólo recordó a dos de ellos, y se sorprendió cuando, a pesar
de todo, los recuerdos que le vinieron a la cabeza fueron bastante gratos, al
menos el recuerdo de uno de aquellos hombres.
Después de aquella primera e “inolvidable” salida con Andrei, volvió a
salir del chalet en otra ocasión, con el consentimiento de Denis, por su
puesto. “Ten cuidado con lo que haces encanto”, le dijo con aquella odiosa
sonrisa. Salió del chalet con el hombre al que recordaba ahora mirando su
nombre y su número de teléfono móvil en su pequeña agenda. Le recordaba
perfectamente. Nunca le dijo sus años, probablemente se acercaría a los
cincuenta, aunque era tremendamente apuesto. Tenía una suave y canosa barba al
igual que su pelo y era increíblemente amable y caballeroso. El tiempo que
pasaban tomando las copas a las que él la invitaba, lo pasaban hablando, al
menos él, que le contaba cosas de todo tipo sobre la vida, sin ningún tipo de presunción;
apenas la tocaba, tan solo la cogía suavemente de la mano y la miraba con sus
ojos bonitos y cautivadores. A ella le encantaba escucharle. Daba la sensación
de que poseía una gran inteligencia y hablar con él, era un autentico placer.
Sofía le cogió un inevitable cariño y estima. Después de algunos días yendo por
el chalet, de improvisto, le dijo que si desearía hacer el amor con él. Ella
dijo que si, por supuesto, total si no lo hacía con aquel hombre por el que
sentía bastante estima, llegaría otro que muy probablemente no le causaría tal
agrado y tendría que acostarse con él. Pasaron al reservado y fue bastante
grato a comparación de la mayoría de las veces que tenía que pasar al reservado
con algún otro hombre. Con aquel, fue de las pocas veces que ella intentó
dejarse arrastrar por el placer cuando hacía el amor con algún cliente. Fue
bonito y ni las náuseas ni las voces inquisidoras aparecieron en ningún
momento. Después llegó la “salida” en la que el hombre la llevó a cenar para
terminar en su casa, allí le dijo que estaba casado y que adoraba a su mujer y
a sus hijos. Entonces ella muy curiosamente, le preguntó que si adoraba a su
familia, porqué había pagado por acostarse con ella. “No tiene nada que ver los
buenos momentos que pasemos tú y yo juntos, Sofía, con el amor que pueda sentir
por mi familia. Yo los querré siempre, o eso espero”. Cuando el mes de agosto
llegó a sus últimos días, aquel hombre dejó de ir por el local.
Sofía lanzó un melancólico suspiro. No podía llamar a ese hombre.
Al otro también lo recordaba, pues había estado con él mucho más
recientemente y le recordaba, se podría decir, que con simpatía. Se llamaba Fernando
y había compartido con él cuatro o cinco noches, las ultimas probablemente a
primeros de septiembre; siempre la invitaba a un par de copas y recordaba que a
veces se embalaba en su ímpetu y parecía que se la quisiese comer a besos y
caricias. Era simpático, amable y muy gracioso y no le desagradaban del todo
sus achuchones, lo aguantaba mucho mejor que a otros hombres con los que estaba
y que eran bastante más atractivos que él, parecía sincero y amable y ella
apreciaba mucho esas cualidades en los hombres que iban al club y se sentía más
a gusto con ellos aunque no fuesen excesivamente atractivos. Uno de los últimos
días que aquel hombre fue por el chalet, pagó para entrar al reservado con ella
y bueno, no fue del todo malo porque no sintió nauseas ni nada de eso, pero
tampoco sintió nada especial; aquel hombre le caía bien, pero aparte de
soportar sus caricias y besos tomando las copas, no sentía ningún tipo de deseo
por él. Era algo más joven que el primero, treinta y seis o treinta y siete
años calculaba ella y ni mucho menos tan atractivo como el hombre de la barba
blanca, mejor dicho, era poco atractivo para el gusto de Sofía, no llegaría al
metro setenta y en su pequeña cabeza ya había una gran coronilla despoblada de
pelo, no se podía decir que fuera feo, pero la expresión infantil y risueña de
su cara, no era ni mucho menos hermosa.
Pero todo aquello en esos momentos era lo menos importante, lo que
necesitaba ahora era que alguien la ayudase y le informase de como poder ir a
Barcelona y más ahora que las esperanzas de que la ayudasen sus nuevos “amigos”
se habían esfumado definitivamente; aquel hombre era mejor opción que el
príncipe azul de la barba blanca, pues según le había dicho, era soltero y
vivía solo, y a veces le decía --suponía ella que en broma-- entre trago y
trago, que se fuese a vivir con él.
Si, sin pensarlo más llamaría a ese hombre y si no le localizaba o no la
quería ayudar, preguntaría en cualquier sitio como llegar a una estación o
cogería un taxi que la llevase y una vez allí, se informaría por su cuenta de cómo
se podía viajar hasta Barcelona, pasase lo que pasase.
Ya no podía aguantar más. Debía de salir de aquella ciudad inmediatamente.
Salió del bar dispuesta a buscar una cabina de teléfono y marcar aquel número.
Pero al dar unos pasos, Sofía se sintió sin fuerzas, abatida, triste,
cansada y sin ningún ánimo para poder hacer absolutamente nada y menos de
llamar por teléfono a nadie. Entonces, sin poder evitarlo, comenzó a llorar.
Caminó un rato llorando amargamente sin poder controlarse, con la mirada de
alguno de los transeúntes con los que se cruzaba puesta en ella, bajo la luz de
las relucientes farolas.
Deambuló en la noche por aquellas calles madrileñas, intentando calmarse,
sin que a su cabeza llegase ningún tipo de pensamiento.
Nada mas doblar una esquina, se topó con un pequeño cartel iluminado por
una luz blanquecina en el que había dibujada una cama. Sofía respiró hondo e
intentó limpiar sus ojos empapados. Entró en una estrecha estancia en la que
había un pequeño mostrador de madera, que seguramente tendría ya unos cuantos
años al igual que el resto del mobiliario, aunque todo estaba limpio y olía muy
bien. Le atendió un hombre delgado que seguramente se acercaría a los sesenta
años, prácticamente calvo, con tan solo un poco de pelo a ambos lados de la
cabeza; no era muy alto y llevaba un traje oscuro que definitivamente, le hacía
parecer más a alguien que atendía una funeraria que una pensión.
El hombre escrutó con sus pequeños ojos de rapaz a la chica muy lentamente,
de arriba a abajo, con una mirada penetrante y acusadora. Sofía le devolvió la
mirada con los ojos brillantes y colorados, y con su preciosa cara todavía
afligida.
-Quería una habitación para dormir esta noche -dijo decididamente y sin
saludar.
El hombre, sin dejar de mirarla y muy lentamente, puso sobre el mostrador
un gran libro que debía de tener en un estante debajo del mismo y sin abrirle,
dijo:
-Me deja su carnet de identidad, por favor.
Sofía estuvo a punto de dar media vuelta y salir corriendo, pero se
encontraba demasiado cansada y sin ánimos para buscar otro sitio donde
probablemente, le pasaría lo mismo.
-Verá -dijo la chica cansadamente-, llevo pocos días en España y estoy en
tramites con los papeles. Le prometo que si me deja pasar la noche no le causaré
ningún problema.
El hombre bajó la cabeza y abriendo el gran libro sentenció:
-Espero que de verdad no me des ningún problema o llamaré a la policía.
¿Tienes dinero?
Sofía hizo un lento gesto de afirmación con su cabeza y sacándose unos
billetes del bolsillo, dijo:
-¿Cuánto le tengo que pagar?
El hombre la volvió a mirar y esta vez había una cierta expresión de afecto
en su cara.
-Treinta euros. Me tendrás que decir tu nombre y firmar aquí -dijo dando la
vuelta al libro e indicándola donde debía firmar.
-Sofía Klochkova -dijo dando el apellido búlgaro de su madre, mientras
contaba el dinero y se lo entregaba al hombre.
La joven firmó en un pequeño espacio del libro y cogiendo la llave, sonrió
al hombre con una sincera expresión de agradecimiento, al tiempo que le decía:
-Gracias, muchas gracias señor.
El hombre cogió el dinero y haciendo un gesto de asentimiento, no pudo
evitar que en su boca se dibujase una débil sonrisa.
Subió por una estrecha escalera hasta el primer piso donde se encontraba la
habitación y nada más entrar, se tumbó en la cama boca abajo. Tenía ganas de
llorar y maldecir toda aquella asquerosa vida y a ella la primera, por haber
permitido todo aquello y no haber sido capaz de luchar. Pensó en Dios y deseó
con toda su alma la existencia de aquel ser sobrenatural y poder pedirle
compasión y tener fe en que tarde o temprano la tendería su mano.
En esta ocasión las lágrimas no aparecieron, pero sí lo hizo el sueño que
la dominó en muy pocos minutos.
Esta vez, la joven durmió sin ninguna pesadilla que perturbase su sueño.
Despertó bañada por los rayos de un brillante sol que nuevamente auguraba un
día veraniego en Madrid. Enseguida recordó que se encontraba en aquella pensión
y, como un repentino mareo demasiado familiar, también recordó la pesadilla de
los días anteriores, en la que el punto más terrorífico era la muerte de Alex.
Al intentar incorporarse aún notó restos de la impresionante resaca del día
anterior, y enseguida recordó como se había topado con esos chicos, Paco...,
como en su compañía había cogido la peor borrachera de su vida y había estado
en las puertas del infierno. Se obligó a no llorar e intentar concentrarse en
lo que debía de hacer. Llegar a Barcelona... Había decidido llamar a Fernando
para pedirle información y eso era lo que iba a hacer.
Se levantó cansadamente con un ligero dolor de cabeza, pero el grueso de la
terrorífica resaca se había esfumado afortunadamente; se desnudó y se dio una
larga ducha en el minúsculo aseo, que esta vez, se encontraba dentro de la
habitación. No se sentía sucia físicamente, pero si notaba como el agua la
limpiaba en parte de malos pensamientos y la relajaba de una manera muy grata,
lo que hacía que a su mente llegase cierta claridad para poder pensar un poco.
Se volvió a vestir y abandonó la habitación rápidamente. Eran poco más de
las nueve de la mañana y allí ya no tenía nada que hacer. Bajó con la intención
de darle las gracias nuevamente al hombre que la había atendido la noche
anterior, pero el mostrador estaba vacío y prefirió no esperar a que alguien
llegase.
Salió al exterior donde esperaba otro radiante y soleado día de últimos de septiembre.
Comenzó a andar y rápidamente volvió a desembocar en Doctor Esquerdo. Pasó
a un bar y tomó un café solo, con un pequeño bollo. Sacó su agenda y localizó
el número de teléfono que le había dado Fernando. Salió del bar dispuesta a
buscar una cabina de teléfonos y marcar aquel número, pero pensó que eran horas
de trabajo. Decidió esperar hasta la hora de comer. Paseó por aquellas calles
entreteniéndose en observar las idas y venidas de la gente y del trafico, ajena
a que la suerte esta vez le era favorable y no era localizada por los diversos ojos
que aún escrutaban aquella zona intentando localizarla, intentando no pensar
demasiado en los acontecimientos pasados y en lo que le esperaba por delante.
Sólo pasaron veinte minutos. Sin poder aguantar más, buscó una bocacalle
algo menos transitada y con menos ruido donde hubiese un teléfono público. Lo encontró
y después de preparar un montón de monedas sueltas, descolgó el teléfono
notando como aumentaba su estado nervioso, y sin saber muy bien lo que iba a
decir, marcó el número de aquel hombre. Pensó en que quizá hubiese sido mejor
haberse tomado un par de combinados de escocés en vez del café con el
bollo.
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