Una copa de
coñac
El hombre se dispuso a salir del aeropuerto del Prats, después de recoger
de la cinta transportadora su no excesivamente abultada bolsa de viaje; tenía
la esperanza de permanecer poco tiempo en la ciudad, tan sólo el tiempo
necesario para cumplir la nueva petición que le habían hecho. Un trabajo fácil.
Atravesó las puertas correderas y se apresuró a coger un taxi mientras se subía
el cuello de su fina chaqueta.
A pesar de las innumerables luces que manaban del aeropuerto, la noche era
oscura y fresca, la más fresca de aquel verano que ya se despedía y dejaba su
sitio a la nueva estación. Probablemente llovería y se refrescaría
definitivamente el ambiente.
Subió rápidamente a uno de los automóviles que hacían cola a la salida del
edificio esperando a los recién llegados para llevarles a sus diferentes
destinos. Recibió el saludo del taxista en catalán y el hombre se lo devolvió
en la misma lengua, conocía bien aquel idioma, aunque no tanto como el
castellano, por supuesto, al que dominaba casi a la perfección y apenas se le
notaba ya el acento bailarín y dulzón de su Colombia natal. Se había esforzado
para ello. Al igual que su aspecto, el de un hombre de casi medio siglo,
saludable, elegante y que apenas dejaba entrever ciertos rasgos característicos
de muchas personas nacidas en Sudamérica. Él podía pasar perfectamente por un
hombre español de buena posición, nacido y criado en aquel país europeo.
El taxi abandonó las inmediaciones del aeropuerto y emprendió rumbo a
Barcelona. El hombre se movió intranquilo en el asiento trasero mientras
recorrían los pocos kilómetros que le separaban de su destino, como si quisiese
expulsar un mal recuerdo de su cerebro. Intentó tranquilizarse, con un poco de
suerte solucionaría en pocas horas aquella papeleta y cogería el primer vuelo
de la mañana de regreso a casa. Cada vez odiaba mas hacer aquellos encargos,
pero no le quedaba otra alternativa.
El automóvil llego rápidamente a la Plaza de Espanya. Eran casi las doce y
el tráfico era bastante fluido. El hombre bajó del taxi y se dirigió al hotel
que hacia esquina con una de las calles que desembocaban en la plaza, de pulcra
apariencia pero en ningún aspecto llamativo, donde su agencia de viajes ya se
habría encargado de hacerle una reserva. Entró en el limpio y moderno
vestíbulo, sin excesivos lujos y donde un recepcionista con traje oscuro y
corbata colorada recibía a los clientes con una gran sonrisa. Recogió su
tarjeta y sin perder tiempo y tras dejar el equipaje en la habitación, volvió a
salir a la calle.
Se dirigió a la dirección que le había llegado a través de un mensaje a su
móvil, no se encontraba muy lejos de su hotel. Apenas había tenido que echar
una pequeña ojeada a un plano de la ciudad condal para refrescar su memoria.
Había conocido bastante bien aquella ciudad, pero necesitaba recordar donde se
ubicaban algunas calles. Ahora ya lo tenía claro, no tenía nada más que enfilar
la amplia Creu Coberta hasta alcanzar una de las estrechas bocacalles que iban
a morir a ella. Llegaría enseguida, así que paseó tranquilamente aunque con
decisión, como alguien que no quiere estar demasiado tiempo paseando en aquella
no muy agradable noche en la que unas fuertes ráfagas de viento arremolinado
empezaban a levantarse cada vez con más insistencia, anunciando, la cada vez
más palpable posibilidad de una noche tormentosa.
No tenía una estrategia clara a seguir, pero estaba seguro que improvisaría
algo, siempre lo había hecho; volvió a repasar mentalmente, tenía la foto de la
bonita joven que era el objetivo, y el nombre completo del tipo al que
probablemente acompañaba y que según el mensaje recibido en su móvil, se
alojaba en el hostal a donde se dirigía en aquellos momentos. El debía de
localizar a la chica, si es que iba con aquel hombre, y confirmárselo
rápidamente al pistolero, después, quien sabe lo que pasaría con aquella pobre
joven. Él prefería no pensarlo.
Llegó al pequeño hostal y después de cruzar la calle, aminoró su marcha.
Era una entrada pequeña con una puerta acristalada, de donde salía una turbia
claridad a través del cristal oscuro que apenas dejaba entrever el interior del
local, donde por otra parte, la tranquilidad absoluta parecía reinar, como en
el resto de la calle, en la que apenas se veían transeúntes y tan sólo era
perturbada por las intermitentes ráfagas de viento.
El hombre se dispuso a entrar para intentar obtener la información sobre aquella
chica y terminar con aquel asunto. Notó como le flojeaban algo las piernas y
como su corazón aceleraba el ritmo de sus latidos. Se sintió sorprendido y
asustado, aquello no solía pasarle. Necesitaba tranquilizarse. Miró alrededor y
a pocos metros en la otra acera, vio las luces de lo que parecía ser un pub.
Entró en el local y miró hacia el hostal a través de una amplía ventana del
bar. Se divisaba con cierta claridad la puerta y desde su posición, podría ver
si alguien entraba o salía. Se pidió un coñac doble y empezó a tomárselo
tranquilamente, con pausados sorbos, echando mientras tanto intermitentes
miradas a la calle, sintiendo como el alcohol relajaba su mente. Tendría que
hablar con don Ignacio, llevaba muchos años cumpliendo su deuda y pensaba que
estaba de sobra saldada, pero desconfiaba de aquel viejo y de todos los
mafiosos de Colombia y del mundo entero, todos eran iguales y todos ellos tan sólo
pensaban en hacerse cada vez más poderosos a costa de cualquier precio. Si no
hablaba con él, debería continuar sirviéndole como un fiel lacayo, si no lo
hacía, su vida y sobre todo la de su familia, no valdrían un podrido euro.
Su memoria recuperó rápidamente, mientras bebía de su coñac y al igual que
todas las últimas veces que el capo o alguno de sus pistoleros le pedían sus
servicios, el recuerdo de aquellos lejanos años en los que él apenas
sobrepasaba los veinte y tenía claro que quería ser independiente y no estar
sometido a la tiranía de aquellos dioses de la coca. Su padre no pareció entenderlo
demasiado; él no era uno de los matones de don Ignacio, se podría decir que era
uno de sus sirvientes que el poderoso traficante había acogido en su seno y lo
mantenía como a un perrillo o a un pequeño gato que se recoge en la calle y se
cuida de ellos por compasión. Su padre era como uno de aquellos animalillos
para el capo y él quería salir de aquel mundo; y al principio lo consiguió con
el beneplácito de don Ignacio, por supuesto, y con el reproche de su padre.
Consiguió un trabajo importante fuera de aquel mundo, el era listo y había
conseguido estudiar, estudios pagados por su padre y don Ignacio pero aprobados
por él. Su vida era buena, se divertía y ganaba el suficiente dinero para estar
lo más lejos posible del mundo oscuro que le había rodeado en su infancia, pero
todo sucedió rápidamente. Ella era joven, hermosa y alocada, él disfrutaba a
tope con ella. Un accidente de moto, la moto que él conducía, acabó con la vida
de la chica y milagrosamente, a él no le pasó nada. Apenas la conocía de un par
de meses y prácticamente no sabía nada de ella. Pero resultó ser la hija de un
alto cargo ministerial, tan corrupto como poderoso. Le dolió la muerte de
aquella joven y al padre de la joven también; para el corrupto político el
único responsable del accidente y la muerte de su niña era el miserable joven
que la había acompañado en los últimos meses. Salvó la vida por escasos
segundos cuando la bomba destrozó la parte delantera de su coche, pero seguro
que habría más intentos. La muerte de la joven, como casi todo en Colombia,
debía de ser vengada y sólo había una persona que le podía ayudar. El era muy
joven, no había deseado la muerte de la hija de aquel político, pero él tampoco
quería morir. Habló con su padre y éste a su vez con don Ignacio. A los pocos días
toda la prensa del país anunciaba en sus titulares la muerte del político
acribillado a balazos en la puerta de su casa. Su vida estaba a salvo pero no
podía seguir viviendo allí. Él no era como aquella gente, para los que el
poder, el dinero y la venganza eran los tres pilares de la vida. Decidió irse a
vivir lejos de su país, con la aprobación del capo y el nuevo reproche de su
padre. “Félix, tendrás todo mi apoyo para que tú vida en España te sea
agradable”, le dijo don Ignacio. “No quiero que me lo agradezcas. Tan sólo me
gustaría que si este viejo o su gente alguna vez necesitan viajar a ese país, tú
no les niegues tú hospitalidad”. Y aquellas palabras de don Ignacio se
cumplieron. La hospitalidad se convirtió en los encargos del capo, y su gente, en
los pistoleros que llegaban de Colombia clamando la venganza del viejo por uno
u otro motivo.
Llegó a Barcelona en primer lugar, donde estuvo algo más de cinco años y
donde sirvió a don Ignacio cuando éste necesitaba apoyo en aquella ciudad.
Después viajo a Madrid donde le sorprendió la muerte de su padre en la lejana
Colombia y donde también conoció a su esposa, tuvo sus dos hijos y montó su
negocio de hostelería; su pequeño, aunque elegante bar y su restaurante,
afloraron con gran éxito, y su prestigio entre los amigos y vecinos iba en
aumento cada día. Pero don Ignacio no se olvidó de él y de su deuda, y desde
entonces, no sólo le pedía ayuda cuando necesitaba actuar en Barcelona por
tener conocimiento de la ciudad y sus gentes, además, también cooperaba con don
Ignacio en Madrid y sus alrededores.
Ahora, el viejo capo era un anciano a punto de que la muerte le visitase,
pero que continuaba manteniendo a sus pies un grandioso imperio de muerte y de
terror.
Y él continuaba siendo su fiel lacayo. Pero algo podría fallar en cualquier
momento y toda su vida se derrumbaría como un gigantesco y frágil castillo de
naipes.
Salió del bar y sin pensarlo más, se dirigió directamente al hostal “Joan”
según indicaba un pequeño letrero luminoso. Entró en el pequeño recinto que
hacía las veces de recepción y saludó cortésmente al joven que le miraba desde
el otro lado del mostrador de madera clara. El joven moreno, atractivo y de
complexión atlética se levantó de su asiento y le devolvió el saludo
amablemente.
-Discúlpeme caballero, no desearía molestarle demasiado -anunció el
colombiano con un tono amable y serio a la vez, sin ningún atisbo en su voz que
le delatase el haber nacido en otro país-. Buscaba a una persona y quizá usted
me podría informar si se encuentra hospedada en este hostal.
-¿Es usted policía? -preguntó perspicazmente el joven recepcionista.
-No, discúlpeme por no haberme identificado primero -dijo el colombiano a
la vez que sacaba su cartera y mostraba un carnet al joven en el que se leía
muy claramente Investigación Privada-. Soy detective privado y estoy
intentando localizar a una persona.
-Ya, pero yo no puedo darle esa información.
-Le comprendo, pero déjeme que le explique. Se trata de un asunto de esos
de cuernos, ya sabe, la mujer sospecha que su hombre la engaña y desea
averiguarlo a toda costa - terminó diciendo Félix mientras volvía a abrir su
cartera, esta vez por otro apartado y contaba tres billetes de cien euros,
entregándoselos al joven, que se los metió en su bolsillo muy rápidamente.
-¿Y cómo se llama ese señor? -preguntó el recepcionista como si nada
hubiera pasado.
El colombiano, sin perder la sonrisa amable y persuasiva, volvió a cambiar
el apartado de su cartera y sacó un trozo de papel.
-Es que no soy capaz de memorizar todos los nombres de los adúlteros a los
que tengo que vigilar -dijo mientras leía el papel sacando una sonrisa del
joven-. Fernando, Fernando Pastor García.
El chico sin decir nada, tecleó el ordenador mirando la pantalla algo más
pequeña que la mayoría de los monitores de los ordenadores personales. Tras un
corto momento dijo:
-Si aquí está, ha llegado esta mañana, y según consta aquí, se ha registrado
el solo –informó el recepcionista.
-Y usted le ha visto, digamos ¿con su amante? -dijo Félix como si estuviese
contando una pequeña broma.
-No, yo no estaba cuando llegó al hotel, mi turno comenzó mas tarde.
-Entiendo. Y… ¿podríamos saber si está en la habitación?
El chico miró al colombiano como si empezase a estar harto de sus
peticiones, pero cogió el teléfono y marcó unos números.
-No está –anunció el recepcionista colgando nuevamente el teléfono.
-Verás –Félix no iba a desistir tan pronto ante la impaciencia que empezaba
a mostrar el joven. Acercó su cabeza un poco más al chico y bajó la voz como si
quisiese contar un secreto-, los cuernos, parece ser que se los pone a su
señora con una canguro que contrataban para atender a los niños. Ya sabes. La
canguro al parecer es de Polonia o Rusia..., de un sitio de esos, y la señora
quiere saber si realmente es con ella con quien su marido se la pega. La chica
es joven, de veinte años más o menos y atractiva. Si ves al tal Fernando llegar
con una chica de estas características y me avisas, te recompensare
generosamente.
El chico hizo un ligero gesto afirmativo y cogió rápidamente la tarjeta que
la mano de su interlocutor le ofrecía, al tiempo que éste se despedía
cortésmente y salía del local.
Félix comenzó a pasear pensativamente. Dudaba si regresar a su hotel y
esperar a que el chico le llamase a su móvil, o seguir merodeando por los
alrededores y vigilar él mismo hasta la vuelta del hombre y comprobar si
realmente le acompañaba aquella joven.
Dio una vuelta por las cercanías y regresó al pub donde había estado
minutos antes. Se pidió otro coñac bien cargado y sin terminar de apurarlo, se
percató de que era el único cliente que quedaba en el local y el camarero le
miraba con cierta impaciencia. Apuró su copa y salió a la noche bastante
solitaria y agitada emprendiendo de nuevo rumbo a su hotel.
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