miércoles, 24 de junio de 2015

En casa de mi vecina



Removí mi cuerpo con una cansina pereza y en mi mundo subconsciente adiviné que algo ocurría. El incesante ruido fue tomando claridad y mis adormilados sentidos pudieron comenzar a distinguirlo.
Abrí los ojos en medio de la oscuridad. Mi mujer también se despertaba removiéndose a mi lado, me preguntó algo con voz alterada y asustada. No le contesté y me puse en pie todo lo rápido que pude después de encender la luz de la mesilla.
El timbre del teléfono continuaba con su incesante sonido.
Mi mujer iba detrás de mí. Alertado pude distinguir el nombre de mi vecina en la pantalla del teléfono. Me espabilé en el acto, como si me metiese un chute de cafeína pura directa a mi cerebro.
Mi compromiso con mi vecina era firme.
Le dije a mi mujer que esperase al lado del teléfono. Por si acaso. “voy  contigo”. No, no hacía falta. Me puse un pantalón y una chaqueta para resguardarme del frio de la madrugada y salí corriendo. Llegué en segundos a la casa de mi vecina que lindaba con la mía.
Llamé, pero nadie contestó; si ningún nieto se había quedado con ella a dormir, estaría sola. Empujé y la puerta se abrió dejando ante mí la oscuridad del pasillo que me intimido como un cuento de miedo a un niño. Di un paso indeciso. Un gorgoteo al fondo me sobresaltó, la llamé, pero mi vecina no contestaba, di varios pasos más hasta que claramente escuché sus sollozos, estaba acurrucada en el salón bajo el cobijo de la luz de una lámpara de pie.
La expresión asustada e ida de su rostro atravesaron mi cuerpo como un doloroso calambrazo. Me miró y sus ojos recuperaron el alivio de un pobre viajero perdido en el desierto al que de improvisto le ponen delante una refrescante botella de agua clara y cristalina.
Pero aun así, mi vecina parecía agarrotada, paralizada.
“¿Se encuentra bien?” Pronuncié algo aturdido por la situación, “¿Qué ha pasado?”
“Ay hijo…” atinaron a decir sus labios temblorosos.
“¿Está bien?” -insistí.
“Si…, si…, en la habitación…” Me alerté. “¿En qué habitación?”
“En la mía…” la pobre mujer parecía no poder articular una palabra más.
“Espéreme”. Sabía donde estaba su habitación, conocía la casa de sobra, pero era la primera vez que nos llamaba alertada de esa manera desde la muerte de su marido. Mi vecino. Había muerto hacía tan solo unas pocas semanas a los 72 años de una mera inesperada y había sido un duro golpe, sobre todo para ella.
Me detuve en la puerta del dormitorio. Me invadió un repentino escalofrío y el bajo vientre se me llenó de una desagradable desazón. Una sombra se había removido en el colchón.
Miré de nuevo. Casi paralizado. No había nada.
Di un paso para llegar al interruptor que estaba a mi derecha y un frio helador invadió todo mi cuerpo, un frio intenso y desconocido por mi hasta aquel momento. Tirité. Mi conciencia por unos segundos deambuló lejos de mí. Mis dedos temblorosos llegaron al interruptor de plástico y encendí la luz.
El frio desapareció isofacto.
En la cama vacía y desecha de mi vecina no había nadie. No había nadie en la habitación y la temperatura era cálida alimentada por la calefacción que mi vecina seguramente había tenido encendida durante buena parte del día.
Pero yo aún temblaba y notaba mi piel de gallina arder como el fuego.
Pero allí no había nadie. Me había asustado como un niño pequeño.
Llamé a mi vecina, debía de intentar tranquilizarla, seguramente había tenido una pesadilla.
-No hay nadie -grité desde la puerta del dormitorio intentando que mi voz fuese suave como el terciopelo.
Me dirigí al salón donde mi vecina aún sollozaba como una niña pequeña después de haber recibido el susto de su vida. Sentí una pena infinita, pero no tuve mucho tiempo para compadecerla, el reflejo de la luz de la habitación había desaparecido.
La luz se había apagado.
Nuevamente mi piel se llenó de un calor extraño y de un ligero temblor. Algo se removía en el interior de la habitación, en la oscura habitación de mi vecino muerto, podía escuchar las pisadas y el removerse de la ropa de la cama.
Mis parpados se cerraron y respiré hondo. Hacía tan solo unos pocos segundos que con mis propios ojos había visto el dormitorio vacio. Aquello no podía ser real.
Entonces desperté. Mi mujer dormía a mi lado.
Miré el reloj, eran las cuatro de la madrugada. El teléfono comenzó a sonar.
¿Quién podría ser a aquellas horas de la madrugada?




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