Removí
mi cuerpo con una cansina pereza y en mi mundo subconsciente adiviné que algo
ocurría. El incesante ruido fue tomando claridad y mis adormilados sentidos pudieron
comenzar a distinguirlo.
Abrí
los ojos en medio de la oscuridad. Mi mujer también se despertaba removiéndose
a mi lado, me preguntó algo con voz alterada y asustada. No le contesté y me
puse en pie todo lo rápido que pude después de encender la luz de la mesilla.
El
timbre del teléfono continuaba con su incesante sonido.
Mi
mujer iba detrás de mí. Alertado pude distinguir el nombre de mi vecina en la
pantalla del teléfono. Me espabilé en el acto, como si me metiese un chute de
cafeína pura directa a mi cerebro.
Mi
compromiso con mi vecina era firme.
Le
dije a mi mujer que esperase al lado del teléfono. Por si acaso. “voy contigo”. No, no hacía falta. Me puse un
pantalón y una chaqueta para resguardarme del frio de la madrugada y salí
corriendo. Llegué en segundos a la casa de mi vecina que lindaba con la mía.
Llamé,
pero nadie contestó; si ningún nieto se había quedado con ella a dormir,
estaría sola. Empujé y la puerta se abrió dejando ante mí la oscuridad del
pasillo que me intimido como un cuento de miedo a un niño. Di un paso indeciso.
Un gorgoteo al fondo me sobresaltó, la llamé, pero mi vecina no contestaba, di
varios pasos más hasta que claramente escuché sus sollozos, estaba acurrucada
en el salón bajo el cobijo de la luz de una lámpara de pie.
La
expresión asustada e ida de su rostro atravesaron mi cuerpo como un doloroso
calambrazo. Me miró y sus ojos recuperaron el alivio de un pobre viajero
perdido en el desierto al que de improvisto le ponen delante una refrescante
botella de agua clara y cristalina.
Pero
aun así, mi vecina parecía agarrotada, paralizada.
“¿Se
encuentra bien?” Pronuncié algo aturdido por la situación, “¿Qué ha pasado?”
“Ay
hijo…” atinaron a decir sus labios temblorosos.
“¿Está
bien?” -insistí.
“Si…,
si…, en la habitación…” Me alerté. “¿En qué habitación?”
“En
la mía…” la pobre mujer parecía no poder articular una palabra más.
“Espéreme”.
Sabía donde estaba su habitación, conocía la casa de sobra, pero era la primera
vez que nos llamaba alertada de esa manera desde la muerte de su marido. Mi
vecino. Había muerto hacía tan solo unas pocas semanas a los 72 años de una
mera inesperada y había sido un duro golpe, sobre todo para ella.
Me
detuve en la puerta del dormitorio. Me invadió un repentino escalofrío y el
bajo vientre se me llenó de una desagradable desazón. Una sombra se había
removido en el colchón.
Miré
de nuevo. Casi paralizado. No había nada.
Di
un paso para llegar al interruptor que estaba a mi derecha y un frio helador
invadió todo mi cuerpo, un frio intenso y desconocido por mi hasta aquel
momento. Tirité. Mi conciencia por unos segundos deambuló lejos de mí. Mis
dedos temblorosos llegaron al interruptor de plástico y encendí la luz.
El
frio desapareció isofacto.
En
la cama vacía y desecha de mi vecina no había nadie. No había nadie en la habitación
y la temperatura era cálida alimentada por la calefacción que mi vecina
seguramente había tenido encendida durante buena parte del día.
Pero
yo aún temblaba y notaba mi piel de gallina arder como el fuego.
Pero
allí no había nadie. Me había asustado como un niño pequeño.
Llamé
a mi vecina, debía de intentar tranquilizarla, seguramente había tenido una
pesadilla.
-No
hay nadie -grité desde la puerta del dormitorio intentando que mi voz fuese
suave como el terciopelo.
Me
dirigí al salón donde mi vecina aún sollozaba como una niña pequeña después de
haber recibido el susto de su vida. Sentí una pena infinita, pero no tuve mucho
tiempo para compadecerla, el reflejo de la luz de la habitación había
desaparecido.
La
luz se había apagado.
Nuevamente
mi piel se llenó de un calor extraño y de un ligero temblor. Algo se removía en
el interior de la habitación, en la oscura habitación de mi vecino muerto,
podía escuchar las pisadas y el removerse de la ropa de la cama.
Mis
parpados se cerraron y respiré hondo. Hacía tan solo unos pocos segundos que
con mis propios ojos había visto el dormitorio vacio. Aquello no podía ser
real.
Entonces
desperté. Mi mujer dormía a mi lado.
Miré
el reloj, eran las cuatro de la madrugada. El teléfono comenzó a sonar.
¿Quién
podría ser a aquellas horas de la madrugada?
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