miércoles, 4 de noviembre de 2015

Los Gegos (Cap. XI)


Llegamos a la Alcaicería en poco más de diez minutos. Eve parecía estar más distante que nunca, pensé que a pesar de su imperturbable serenidad y tranquilidad, todo aquel asunto y en particular el suceso de su amiga Nika, finalmente debía de estar afectándola, al fin y al cabo era una muchacha de poco mas de dieciocho años; por supuesto, también me preguntaba hasta que punto le habría afectado el que nos hubiésemos acostado. Tal vez hubiese sido mejor que no hubiese pasado. No, claro que no. No me arrepentía de nada, había sido hermoso y había experimentado sensaciones como hacía mucho tiempo.
-Eve –dije-, tal vez lo mejor es que dejemos todo esto, la policía tarde o temprano encontrará el rastro de mi hermano y del bebe.
-Si tú quieres –contestó sin parar de dar pasos entre la nieve-, como ya te dije antes, tal vez ellos dejen el asunto de tu hermano de lado, pero también puede ser que no paren hasta que tengan al bebe en su poder, cueste lo que cueste y al precio que sea.
Aquellas últimas palabras hicieron que volviese a sentir un desagradable escalofrío por todo mi cuerpo. No dije nada más. Nos adentramos en el laberinto que dibujaba el mercado. Los últimos locales estaban cerrando y los comerciantes guardaban sus más variadas mercancías, aquellas fechas, unidas al frio que estaba haciendo en la ciudad, no debían de ser los mejores aliados para los mercaderes de la zona.
-Buscamos la dirección y si no conseguimos sacar nada en claro nos volvemos, te dejo en tu casa y yo regreso con mi mujer después de que cuente a la policía todo lo que hemos averiguado, ¿de acuerdo?
Eve no pareció escucharme.
La cogí de un brazo y casi la obligué a que me mirase. Era hermosa y sus ojos oscuros desprendían un brillo sobrenatural. Deseé besarla allí mismo, en medio de las estrechas callejuelas.
-En tan solo unos pocos minutos e incluso unos segundos, el destino como le llamáis, puede cambiar el rumbo de un pueblo entero –aquella fue su respuesta. La solté resignado.
La calle que buscábamos estaba insertada en el corazón del laberinto de estrechos callejones. Apenas se divisaban ya algunas pocas personas paseando por la zona. La puerta de doble hoja de madera estaba cerrada a cal y canto, en la parte superior de la pared sobresalía un estrecho balcón en el que no cogería ni una persona, y a través de su ventana, se filtraba una pálida luz amarilla.
Me dispuse a llamar a la puerta pero Eve cogió mi mano.
-No
No estaba dispuesto a volver a allanar una propiedad privada y tampoco le iba a dejar a ella, esta vez había luz, lo que quería decir que tendría que haber gente. Esta vez…
Eve abrió la puerta sin ningún impedimento y se coló en una negrura amenazante que se desprendía del interior de la vivienda. No me dio tiempo a detenerla.
-¡Eve! –intenté controlar el volumen de mi voz desde la puerta. No me respondió pero acerté a distinguir su silueta en el pasillo. Me acerqué a ella casi a tientas y antes de que me dispusiese a sacarla, se me heló la sangre.
-Ellos están aquí –dijo casi en un murmullo. Ya sabía de sobra a quien se refería. Recordé las siluetas de la carretera, el momento de pánico que viví en el almacén de tés de los marroquíes y no pude evitar que se me erizase todo el vello de mi cuerpo. Todo. No pude articular palabra, sin saber porque, tenía muy claro que aquella muchacha tenía razón.
La seguí despacio sumergiéndonos en la oscuridad de la casa envueltos en un olor a humedad y en otro que cada vez se hacía más pronunciado y que yo no era capaz de distinguir; de improvisto, la oscuridad pareció ser partida por una cortina de luz amarillenta, semejante a la que se divisaba por la ventana del balcón desde la calle, dejando entrever una estrecha escalera de escalones de madera.
Intenté contener mi respiración consiguiéndolo a duras penas, como si en ello me fuese la vida, intentaba y deseaba que el silencio envolviese nuestros pasos, si los Gegos estaban allí, aquellos…, seres nos descubrirían con facilidad, pero sin duda era lo que estaba buscando, a ellos, nadie más que ellos podrían decirme que había sido de mi hermano y su nieto. Y allí tenía mi oportunidad.
Intenté rebuscar valor en mis más inexplorados rincones, pero no lo encontraba, noté mis órganos revueltos y un mal estar que cubría todas mis vías respiratorias. Estaba muerto de miedo.
La chica comenzó a subir la escalera silenciosa como un hada. “Eve no, vamonos de aquí antes de que sea demasiado tarde”, pensé, pero no podía hablar. Di el primer paso sobre los escalones de madera. La luz amarillenta proveniente del piso de arriba proyectó la silueta de la joven como la figura de un fantasma, esa ilusión óptica que tantas y tantas veces había visto en películas de miedo. Casi solté un grito. El desconocido olor se acentuó, uno olor dulzón, y no sólo el olor, unos claros y lastimosos lamentos provenían de algún lugar cercano, oh Dios, algo estaba pasando en aquel siniestro lugar y nosotros estábamos llegando con toda la facilidad del mundo, sin ningún impedimento.
La escalera desembocó en un pasillo, y en el medio del pasillo, la puerta por la que salía la luz y los lamentos. Eve pareció mirarme en la penumbra como diciéndome “estamos a punto de tocar el cielo, o el infierno”. Recorrió unos pasos, yo detrás de ella, de repente un grito apagó los lamentos, yo escuché mi propio grito de miedo como respuesta, después el silencio, un silencio mucho más inquietante que los lamentos, quería salir de allí. Eve estaba bajo el quicio de la puerta abierta, observando su interior, di dos pasos hacia ella. Todos los miedos de mi vida explotaron como el Big Bang, noté que mi vejiga licuaba sin mi consentimiento, sentí los demonios del infierno mirarme directamente a los ojos.
El hombre estaba en un rincón, era musulmán por sus rasgos, o por lo que quedaban de sus rasgos, porque su cara estaba casi totalmente desfigurada, su pecho se movía fatigoso, resistiendo con una lastimosa osadía a que la vida le abandonase, estaba desnudo, atado a una silla y ni un milímetro de su cuerpo estaba libre de haber sido repasado por innumerables cortes. En el medio del siniestro cuarto, la mujer, o mejor dicho, la joven, porque su cuerpo delgado y desnudo desprendía unas curvas tiernas y erguidas, pero lo más aterrador eran los ojos que brillaban rojos en medio del rostro femenino envuelto en uno de aquellos pañuelos que usaban las mujeres árabes y que yo en aquel momento ni quería ni podía recordar el nombre, y aquellos ojos rojos nos miraban y su boca se retorcía en una mueca que representaba la sonrisa del infierno, en sus manos llevaba dos utensilios cortantes casi tan largos como sus propios brazos.
-Basta ya –Eve habló con firmeza a aquella mujer diablo-, no les permitas que sigan utilizándote.
En ese mismo momento, sentí el movimiento en el rincón más oscuro de la habitación, una sombra mucho más negra se removió, quise distinguir una figura humana que con una rapidez desproporcionada abrió la puerta del balcón y saltó, sí, eso es lo que vieron mis ojos porque me obligué a aceptar que la ágil sombra había abierto la puerta del balcón y no la había atravesado sin más.
No pude seguir pensando porque la mujer semidesnuda se abalanzó sobre Eve.
-Puta de Cristo –la voz no era de mujer, y yo ya dudaba de que tan siquiera fuese humana, y yo ya había oído aquellas palabras.
Quise ayudar a Eve, pero sólo sentí en mi pecho con una violencia extrema, el impacto del grumo de carne y huesos en que se habían convertido los cuerpos entremezclados de las dos mujeres, un dolor inmenso invadió rápidamente mis pulmones y rodé por el suelo sintiendo que me asfixiaba, cerré los ojos e hice un enorme y doloroso esfuerzo por volver a respirar, asustado, muy asustado, pensando que aquello podía ser el fin, mi fin. Durante unos eternos instantes, sentí la pelea encima de mí mientras me debatía agónicamente en el suelo. Arrastré mis manos por el viejo suelo de parquet y agarré a tientas un pequeño trozo de tela, era el gorro de lana de Eve. Enseguida supe que no me iba a morir, al menos de manera inmediata.
-¡Quieta! –escuché una nueva voz y esta vez, la voz sí que era humana, la de un hombre y provenía de detrás de mí, luego escuché un ¡bang! o dos mientras seguía debatiéndome por respirar y por incorporarme.
Percibí como la pelea llegaba a su fin entre jadeos y en la oscuridad pude ver la silueta del hombre que había visto en la cafetería y en la tienda de ropa femenina mirando faldas con su ridícula americana blanca, no había sido imaginación mía, aquel individuo me había estado siguiendo. No atinaba a escuchar la voz de Eve, el ulular de las sirenas pronto fue subiendo por las escaleras que tan solo minutos antes habíamos subido llenos de pánico (al menos yo), una mezcla de pasos y voces siguieron al ruido de las sirenas por las escaleras, alguien me tendió una mano y me preguntó si podía moverme.
Sí, podía. Conseguí levantarme y aturdido me sacaron fuera del edificio. Me vi en la calle metido en una ambulancia rodeado de chicos y chicas uniformados coloridamente, médicos o enfermeros, me dieron algún medicamento y en unos instantes recobré la plena consciencia, tan solo me quedó el rastro de un leve dolor en mi pecho.
Fuera de la ambulancia me esperaban dos policías.
-¿Dónde está la chica? –pregunté.
-Por favor, debe de acompañarnos a comisaria –dijo uno de los policías uniformados.
-¿Dónde está Eve? –casi grité, mi temor a que le hubiese pasado algo me dolió en aquel momento mucho más que mi estado físico-. Necesito saber si la chica que me acompañaba está bien, por favor.
Uno de los policías me agarró de uno de mis brazos sin mucha delicadeza, sentí ganas de revolverme, pegarle un puñetazo y buscarla entre la gente y los coches con sirenas que rodeaban la puerta de la pequeña casa. El agente tiró de mí.
Finalmente decidí no resistirme y seguí al policía como un pobre conejito asustado hasta un coche patrulla.
En pocos minutos atravesamos parte de Granada hasta llegar a una comisaría donde sin ninguna explicación, me llevaron a un cuarto frio y desnudo de muebles, salvo una estrecha silla de madera a la que me dieron ganas de darle una patada. Me sentí rabioso, dolido, angustiado, desesperado. No sabría precisar cuántas horas pasaron hasta que un agente apareció y me preguntó con demasiado poco interés sí me encontraba bien y me ofreció un café.
-Oiga –exigí. Mi tono no le debió de gustar demasiado porque el policía me miró con muchas malas pulgas, pero no me importó, yo también tenía malas pulgas, al menos en aquel momento, ya no podía aguantar más-, quiero llamar a un abogado, ¡yo no he hecho nada maldita sea!
-Tranquilícese, enseguida hablarán con usted.
El policía tuvo razón, en cuestión de pocos minutos se volvió a abrir la puerta. Me quedé de piedra, allí estaba el inspector Carrascosa que llevaba el caso de mi hermano y como no, me miraba con una terrorífica cara de perro cabreado.
-Al final terminarás en la cárcel –dijo entrando en la habitación, paseando parsimoniosamente y sentándose en la silla de madera que yo había estado utilizando durante todo el tiempo que llevaba encerrado en aquel cuartucho.
-No he hecho nada –repetí ante el inspector, al fin y al cabo era mi principal y único argumento.
-Dos intentos de asesinato –esta vez me miró directamente a los ojos clavándome su egocéntrica mirada y haciéndome daño con ella-. Y siempre andas por ahí, como si nada, como me explicas eso, ¿eh?
-Yo no he hecho nada a nadie –volví a repetir intentando guardar mi compostura, acababa de vivir una experiencia que aún no tenía claro cómo calificar, pero era inocente y debía de demostrarlo ante aquel general, al menos no había nombrado el robo de la furgoneta que era de lo único que realmente me sentía culpable, y del allanamiento de morada…, en fin-, y usted lo sabe, sólo intento encontrar a mi hermano por Dios.
-¿Tu hermano? –gruñó-. Has de saber que tu hermano ya no consta como desaparecido ni parece ser que le haya pasado nada, más bien está fugado y hay una denuncia contra él por el rapto de un bebe, ahora está en busca y captura y si tú sigues entorpeciendo la investigación, te juro por Dios que te meteré en la cárcel por interponerte en la acción de la policía.
Me quedé de piedra. Habían denunciado a mi hermano. Los Gegos. Realmente tenían mucho poder. Sentí como se me saltaban las lágrimas.
-¿Quién le ha denunciado? –murmuré.
-Ha sido denunciado por una asociación cultural totalmente legal –se levantó y se dirigió hacia mi-, y por su propia hija.
Ya no quería seguir escuchando más, quería que la tierra me tragase, tuve la idea de ponerme a cantar alguna absurda canción mientras me tapaba los oídos con las manos como había visto en algunas películas de risa cuando no se quiere seguir escuchando.
-Pero como puede ser eso –balbuceé al fin abatido-, mi hermano tan solo quiere proteger a su nieto y mi sobrina tiene miedo o esos miserables la han absorbido el pensamiento, o amenazado, que se yo...
-¿Miserables? –el inspector me miró entonces con cierta curiosidad.
-Sí –me ratifiqué-, son unos miserables y usted debe de saber que detrás de esa organización benéfica de la que habla o lo que sea, se oculta algo peligroso que está fuera de la ley.
-Algo peligroso ¿eh? Así que una niñata casi adolescente ha sido capaz de conseguir meterte sus extraordinarias historias en la cabeza.
Eve. Aún no sabía cómo había salido librada de la batalla de la noche y con mi cabeza en plena ebullición dando vueltas y más vueltas a todos mis pesares, había conseguido olvidarme de ella.
-¿Cómo está ella? –pregunté ansioso.
-No te preocupes por ella y preocúpate por ti, que bastantes problemas tienes.
-Por favor inspector –insistí-, dígame tan solo si ha sufrido algún daño, si se encuentra bien.
-Está bien, no te preocupes –dijo finalmente mirándome como se miraría compasivamente a un mendigo que duerme en un banco de la calle en pleno mes de enero-, la niña parece bastante fuerte, tiene algunos golpes y un dedo roto pero se encuentra bien aunque acusada de muchas cosas para añadir a su curriculum.
Me sentí aliviado por saber que estaba bien, pero comprendí que había más sorpresas.
-¿Qué quiere decir?
-Tu amiguita, imagino que no lo sabías, tiene varias denuncias por prostitución ilegal y estafa a viejos indefensos -Esta vez si me llevé las manos a la cabeza. Eve una prostituta. Ya no pude contener las lágrimas, aunque a mis 40 años no debía de sorprenderme de nada, y no me molestaba tanto el que fuese una puta, me molestaba no haberlo averiguado y haberme dejado engañar. Y había estafado a hombres mayores que tan solo perseguían sus encantos. No podía creerme aquello-. Ahora escúchame bien porque es la última oportunidad que te doy, te voy a dejar marchar sin cargos, pero no quiero que te vuelvas a acercar a esa niñita, los dos solamente conseguís entorpecer las investigaciones de la policía.
Aquel ogro estaba intentando intimidarme, amedrentarme, coaccionarme sin ninguna vergüenza. Sequé las lágrimas de mis mejillas.
-Escúcheme usted –dije con una voz mucho más clara y potente de lo que hubiese esperado, me sorprendí-, no me creo toda esa mierda que cuenta de Eve y yo no he hecho daño a nadie ni he cometido ningún delito, tan solo quiero encontrar a mi hermano y usted lo sabe, y no me va a impedir que me acerque a la chica.
Había soltado las palabras a la carrera sin tener muy claro si serían lo suficientemente entendibles. Ya no me podía frenar.
-Y para su información –continué-, le diré que existen abogados y algunos son muy buenos.
Aguardé una descarga de ira por parte del inspector Carrascosa como la primera vez que le planté cara.
Pero no.
-Así que te gusta de verdad la niña –suspiró el policía. Y yo también suspiré-. Entonces te informaré de su situación, por si no lo sabes, su estabilidad familiar depende de un hilo, en cualquier momento puede perder la custodia de su hermana pequeña, ¿sabes lo que te quiero decir? Y me importan tres cojones tus abogados de mierda.
Debió de notarme demasiado apesadumbrado porque no volvió a decir palabra, y aunque sin duda era un tipo duro, tal vez llegó a sentir pena de mi.
Salió del cuarto como una sombra dejándome de nuevo a solas con mis agobiantes meditaciones. No sé cuánto tiempo más pasé envuelto en una negra nube hasta que una joven agente uniformada me indicó que la siguiese, firmé unos papeles, me devolvieron mis pertenencias y salí de la comisaria



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