El ser primitivo avanzó con rapidez, casi corriendo,
moviéndose sobre sus dos extremidades inferiores como si estuviese practicando
un extraño y extravagante baile.
Se deslizó por la pendiente totalmente helada, apoyándose
sobre sus duras nalgas como si de un trineo se tratase. Pronto comenzaría a amanecer
y la temperatura pasaría en poco menos de una hora, de los 20 grados bajo cero
hasta alcanzar casi los 50 grados positivos.
Abrigado con viejas pieles y materiales antiquísimos ya
totalmente desconocidos, casi fósiles, el ser aumento su carrera, tenía que
llegar al llano y abandonar las ondulaciones del terreno que se podían
convertir en auténticas cataratas si comenzaba a llover; había aprendido a
sobrevivir en un mundo totalmente hostil, caminando y abriéndose paso entre
montones de cadáveres de seres de su misma especie que no lo habían conseguido.
Por eso seguía vivo aún. Ringou era un superviviente
nato.
Comenzó a despojarse de sus trapos nada más comenzar a
subir las temperaturas, dejando su cuerpo totalmente desnudo, un cuerpo que
medía poco más de metro cincuenta y estaba cubierto de una piel áspera, llena
de rugosidades y con un enorme aspecto de quemada que le servía para protegerse
de las temperaturas extremas que habían invadido el ambiente; el individuo
había evolucionado en los últimos años, tal vez tendría 50, tal vez 60, y lo
había hecho a un ritmo vertiginoso, como nunca antes ningún organismo vivo había
evolucionado en el planeta, aunque conservaba casi todas los rasgos principales
de la estructura de sus antepasados.
El ser guardó sus ropas en su primitivo zurrón junto a su
más preciado tesoro. Miró las últimas estrellas que brillaban resplandecientes
en el cielo compitiendo con la propia luna y que terminaban de retirarse
apresuradamente. No tenía planos, solo se guiaba por el Sol, las propias
estrellas y el viento, pero tenía claro su destino, un destino inciertamente
desconocido, pero al cual ansiaba llegar después de haber caminado miles de
kilómetros, atravesando las infinitas llanuras heladas que cubrían el inmenso
océano que había invadido enormes extensiones de los antiguos continentes; había
navegado con los suyos, plantando cara a las enormes adversidades del mar y se
había quedado solo. Solo, pero había conseguido alcanzar aquella nueva tierra y
su corazón le decía que estaba cerca de su destino.
Nada más aparecer el sol, unas oscuras nubes atravesaron
el cielo con ansiosa rapidez, un relámpago rompió el lejano horizonte y el
inmediato trueno borró todos los demás sonidos. Pero el individuo no se inmutó
ante la demostración de poder de la atmosfera, en guerra con él y con su
especie desde hacía ya más de 300 años.
Estaba acostumbrado, incluso había notado que tal fuerza
comenzaba a perder intensidad en los últimos tiempos. Buena señal. Aun así, si
la tormenta llegaba, podría ser poderosa.
La necesidad de vivir le había convertido en un
privilegiado de su especie, en un superviviente. Había buscado y encontrado
comida en cualquier rincón y se las había ingeniado para escapar de sus más
crueles enemigos que como él, luchaban por sobrevivir en el nuevo orden del
mundo.
Ahora, debía de encontrar en el llano alguna hendidura no
demasiado pronunciada, o en último caso, enterrarse en la tierra hasta que
pasasen las horas del calor insoportable.
Ante él apareció en el horizonte un pequeño grupo de
arboles, parecían finos y altos, jóvenes arboles que demostraban en un nuevo
gesto de la naturaleza, qué aquel mundo hostil se estaba regenerando. Torció en
un extraño gesto sus labios y gritó “¡Ringou!” como él mismo se había dado en
llamar, convirtiéndolo en su grito de ánimo; sin duda, aquellos arboles le
aportarían la sombra y la temperatura necesaria para pasar aquella nueva
jornada.
Antes de llegar a los árboles, Ringou se paró y aguzó su
privilegiado oído. La fina película de hielo comenzó a temblar bajo sus pies.
Ojeó el horizonte y vio las dos figuras que se engrandecían a increíble
rapidez.
Las inmensas bestias iban adquiriendo su clara anatomía.
Casi el doble de sus inmediatos antecesores, los elefantes, pero la trompa
había dado paso a un casi inservible muñón por el que seguían respirando
produciendo unos angustiosos zumbidos, los colmillos habían adquirido un filo y
una consistencia canina dotándoles de unas fauces sanguinarias.
El ser primitivo corrió hacia los arboles. Su mente
estaba fresca y viva, pero su cuerpo arrastraba los innumerables kilómetros
recorridos. Sus músculos cansados protestaban ante aquel nuevo esfuerzo,
haciendo que los arboles pareciesen alejarse cada vez más.
El primero de los enormes bichos abrió sus fauces y
Ringou pudo sentir su pestilente aliento chocar contra su espalda desnuda. Buscó
en su zurrón mientras corría y cogió el último de los artefactos, reliquia del
pasado, que aun mantenía. Lo miró y sin dejar de correr, apretó el botón rojo
que dio paso a un intenso parpadeo.
Ringou se paró. Su cuerpo caliente expulsaba un cálido
vaho que se mezclaba con la fina neblina que manaba del suelo. Calculó
mentalmente los segundos y cuando el gran elefante se acercó a tan solo unos
pocos metros de él, lanzó el artefacto con todas sus fuerzas al tiempo que
retomaba su carrera.
La explosión le elevó del suelo y le lanzó unos metros en
el aire hasta que aterrizó nuevamente rodando sobre la tierra. Enseguida, una
lluvia de barro cubrió prácticamente todo su cuerpo. Se incorporó. El primero
de los dos animales parecía tener su cara partida en dos, tumbado en una
extraña posición sobre un charco de sangre, vísceras y huesos, pero aun vivía,
aunque su mortal amenaza parecía haber desaparecido. Sin embargo, el otro se
debatía con todas sus energías, tumbado, pataleando como un gigantesco
escarabajo colocado patas arriba. El animal lanzó un estremecedor berrido que
erizó los pelos del primitivo. El enorme bicho se levantó de un poderoso salto
y Ringou pudo ver su rostro recargado de odio y sangre. Sintió como se clavaba
en él su despiadada mirada.
La lluvia comenzó a caer con fuerza. Los dos seres
comenzaron a correr al unísono bajo la tormenta que crecía en intensidad hasta
convertir la lluvia en diluvio.
Alcanzó los arboles y comenzó a trepar al más alto, pero
sus adiestradas extremidades resbalaban contra la joven y empapada corteza del
árbol haciendo su ascenso por el tronco lento y penoso. Apretó sus manos hasta
clavar las palmas en los pronunciados nudos de la corteza; la sangre, mucho más
espesa que décadas atrás, resbaló disuelta con el agua de lluvia tiñendo la
grisácea corteza de rojo. Su cuerpo comenzó a elevarse más rápidamente por el
tronco al tiempo que el roído pero afilado colmillo de la bestia rozaba su pie
e impactaba violentamente contra la madera haciendo temblar al joven árbol.
Ringou no tenía miedo a la muerte, no tenía ninguna idea
religiosa, espiritual o moral como las habían tenido sus antepasados, solo su
instinto de supervivencia; apretó sus dientes y continuó escalando. El elefante
esta vez, hundió sus mortíferos dientes en el fino tronco del árbol. El
primitivo sintió como debajo de él, el árbol se quebraba soltando un lamentoso
quejido.
La fuerte lluvia ya había inundado la pequeña dehesa
donde habían nacido el grupo de arboles, creando un pequeño lago de aguas cada
vez mas turbulentas.
Ringou cayó a la laguna abrazado con todas sus fuerzas al
tronco partido, como una madre abrazada a su hijo al que no piensa soltar ni
siquiera ante el más mortífero de los peligros.
La bestia se volvió hacia él, el agua cubría hasta la
mitad de sus poderosas patas, abrió sus fauces y atacó.
El primitivo solo tuvo el tiempo justo de agarrar una de
las grandes ramas que se revolvían en el agua junto a él y elevarla ante su
atacante, incrustando la punta en la boca del animal. Un ahogado gemido hizo
temblar las gotas de lluvia a su alrededor, la bestia pareció escupir un chorro
de sangre y cayó produciendo un pequeño maremoto en la recién formada laguna.
Ringou nadó luchando contra las aguas revueltas,
intentando alejarse de la bestia herida. De improvisto, más poderoso que el
olor a tormenta y barro, sintió el aire podrido y enfermizo mezclado aun con el
penetrante olor a pólvora. Justo delante de él, cortándole su huida, le miraba
el otro elefante con su cara abierta en una infernal mueca de odio, le faltaba
una de sus extremidades delanteras, pero el animal había conseguido arrastrarse
hasta él; la bestia empleó sus últimas fuerzas y se levantó sobre sus patas
traseras como un esplendoroso caballo y lanzó su cuerpo mutilado hacia Ringou
que en un desesperado gesto de supervivencia, se impulsó hacia atrás intentando
escapar del mortal ataque.
La enorme bestia cayó sobre él, el ser primitivo solo
pudo notar como el suelo se hundía y provocaba un violento remolino que comenzó
a arrastrarle hacia las profundidades. La pequeña dehesa se convirtió en un
gigantesco embudo tragando y absorbiendo toda el agua, el barro y los árboles.
La bestia caía a su lado, lanzándole, en intentos desesperados, sus últimas y
ensangrentadas dentelladas.
Ringou hundió sus manos en la tierra, inútilmente, sus
dedos solo se aferraban al barro que resbalaba entre ellos. Pronto, la
oscuridad se hizo casi absoluta, tan solo los ojos del elefante y su
respiración moribunda. No gritó cuando su costado y su brazo derecho impactaron
violentamente contra el objeto. El dolor se había convertido para él en una
sensación ambigua, muy diferente a como lo habían conocido sus antepasados y
con el que se había acostumbrado a convivir en su lucha constante por la
supervivencia, tan solo de su garganta se escapó un áspero sonido gutural. La
piel rugosa de sus manos se asió con fuerza al objeto mientras su enemigo
continuaba cayendo. Pronto escuchó el impacto del enorme cuerpo del animal
contra las aguas del rio subterráneo. Intentó recuperarse. Se dio cuenta de que
se había agarrado a uno de los troncos de los jóvenes arboles que se había atascado
entre las piedras en un precario equilibrio. Debajo, en la profundidad, el agua
rugía furiosamente, Ringou pudo distinguir en la oscuridad del abismo, el
brillo impetuoso de la espuma levantada por la violenta turbulencia de las
aguas.
El hundimiento de tierra fue perdiendo su voraz
intensidad. Las manos del primitivo aflojaron la presión sobre el tronco como
si fuese una víctima a la que acababa de quitar la vida. Se encaramó a la
pared. Sus brazos se hundían en la tierra. Fue trepando penosamente entre el
barro hasta que el terreno se hizo más duro y horizontal y pudo levantar su
cuerpo hasta casi ponerse de pie. El caudaloso rio parecía haber creado un
angosto y vertical valle subterráneo por el que arrastraba todo lo que se
interponía en su camino.
El rebelde sonido del agua subterránea fue debilitándose
hasta casi desaparecer en las profundidades. El ser anduvo cojeando en la
oscuridad. Nuevamente, la pared pareció hacerse vertical. Ringou pareció
abrazar la roca, sus pies cada vez encontraban más problemas para ajustarse a
la cada vez más estrecha cornisa.
Las sensaciones como el miedo, la indecisión, el fracaso,
también habían dejado de existir en el ser primitivo, pero lo que no podía
evitar era que su cuerpo notase el esfuerzo acumulado. Sintió como sus músculos
estaban al límite, extenuados, pero tenía claro que debía de seguir adelante.
Sus magulladas manos empezaban a agarrotarse y fugaces y eléctricos calambres
recorrían cada uno de sus dedos.
En la oscuridad, sus manos toparon con otro elemento
diferente a la fría y resbaladiza roca como un inesperado ángel salvador.
Ringou se aferró fuertemente al nuevo elemento que pronto se hizo más
abundante. Eran raíces, raíces que desde quizá muchos metros arriba, se habían
extendido imparablemente en el interior de la tierra buscando su alimento.
El primitivo trepó más fácilmente por una de aquellas
raíces hasta que se introdujo por un agujero de la pared. Por fin, pudo
asentarse firmemente aunque sin dejar de agarrar la gruesa raíz que le había
salvado del precipicio. No sentía especialmente frio en el interior de la
tierra, pero la humedad era intensa.
Lentamente continuó avanzando hasta que la temperatura de
las rocas se elevó notablemente.
Ringou se encogió en la oscuridad entre la raíz y la roca
templada. Su cuerpo se relajó. Su organismo había conseguido hacerse inmune
contra numerosas bacterias y virus que habían acabado con miles de sus
antepasados después de los grandes desastres, dotándole de nuevos mecanismos de
defensa contra los bruscos cambios del clima.
Se despertó en alerta. Había escuchado la densa
respiración aproximándose por el negro pasillo. El descanso le había
fortalecido, aunque las numerosas heridas y hematomas habían agarrotado, sobre
todo, una de sus piernas.
A pocos metros, varios puntos rosáceos tomaron vida. Un
gran cuerpo se acercaba hacia él arrastrándose entre la roca. El primitivo
rastreó la negra pared y encontró un agujero cercano, penetró en la oscuridad y
se alejó del nuevo enemigo. Los ruidos y los puntos rosáceos quedaron atrás al
tiempo que una claridad brillante y azulada inundó el túnel como una fina
neblina, miles de pequeñas estrellas parecieron envolver a Ringou en su propio
universo.
El estrecho túnel se cortó en seco y el primitivo cayó
rodando por una ligera pendiente aterrizando en una estancia donde las paredes
de roca se arrugaban formando extrañas formas, jóvenes estalactitas y
estalagmitas, sin duda formadas por el nuevo orden de la naturaleza, brillaban
en el techo y en el suelo de la caverna en cuyo centro rebosaba mansa el agua
de una pequeña laguna. Detrás de él, en el túnel, el ruido nuevamente se hizo
lento pero claro.
Ringou se acercó cojeando a la orilla de la laguna,
alejándose unos metros del agujero. Observó el terreno. Otros agujeros de igual
tamaño por el que él había aparecido y algunos más grandes, se dibujaban en la
pared de roca como un oscuro y podrido queso.
El bicho apareció reptando lentamente por el agujero
lanzando un estridente silbido. Era un gusano de al menos un metro de largo y
redondo como un pequeño tonel, su cuerpo lo formaban una serie de gruesos y
coloridos anillos unidos entre sí por una masa pegajosa y brillante. Se
arrastraba con decisión, aunque con movimientos lentos, hacia Ringou, que sin
pensarlo, se tiró a la laguna y nadó lo más rápido que pudo. El agua templada
pareció revitalizar su pierna agarrotada. Alcanzó la otra orilla y miró al
bicho que se arrastraba cerca de la orilla contraria como una gigantesca
lombriz.
El enorme gusano se metió en el agua parsimoniosamente, y
sin que el primitivo pudiese reaccionar, atravesó los metros de agua que les
separaban con la rapidez de un torpedo. Salió impulsado del la laguna con una
fuerza desproporcionada.
Ringou intentó apartarse, pero notó como la pegajosa y
alargada boca del bicho se pegaba a una de sus pantorrillas con una tremenda
fuerza. Intentó separar al gusano de su cuerpo, pero sus manos se hundieron en
una masa blanduzca para enseguida tocar un caparazón interior duro como el
hierro. Notó como la boca de la gigantesca lombriz lentamente absorbía su
pierna. Se lo comía. Enseguida sintió como una desagradable parálisis empezaba
a invadir su extremidad.
Otro gusano apareció por otro de los agujeros soltando un
nuevo silbido que llenó la caverna. Y Otro. Uno tras otro, los gusanos fueron
apareciendo por los diversos agujeros arrastrándose hasta las aguas de la
laguna. A cada gusano le acompañaba un estridente silbido que por momentos
empezaron a convertir la caverna en una enorme y siniestra caja de música.
El primitivo se arrastró tirando del cuerpo del gusano
pegado a él. Sus manos encontraron una roca y la levantó con todas sus fuerzas
estrellándola contra el reptil, partiendo su cuerpo en dos en medio de una
explosión de sangre morada y viscosa. Metió sus manos en el cuerpo roto y lo
arrancó con rabia de su pierna que ya se encontraba tremendamente colorada,
pero aún podía moverla.
Al otro lado, otro de los gusanos penetró en el agua y
como el anterior, se impulsó como un cohete, pero esta vez, el primitivo se
preparó para el ataque. El bicho salió del agua lanzado hacia él, pero Ringou
lo esquivó. El gusano cayó al suelo arrastrándose un par de metros, provocando
un húmedo chasquido que se mezcló con los silbidos en una macabra serie de
cacofonías. Algunas de las jóvenes estalactitas cayeron produciendo pequeñas
explosiones en el agua templada.
Otra lombriz entró en la laguna. Ringou se preparó para
un nuevo y más continuado ataque mientras el primer gusano avanzaba lentamente
por su retaguardia.
El primitivo se protegió con la piedra nuevamente, pero
esta vez, el impacto le hizo caer al suelo; sin tiempo para levantarse, otro
gusano salió del agua cayendo sobre él. Ringou intentó apartárselo. Otro gusano
más penetró en el agua mientras el de su espalda casi le tocaba con su boca.
Los silbidos ahogaban el pensamiento del ser primitivo. Sintió como la fría y
pegajosa boca de uno de los bichos se pegaba a su cuerpo. Otro más salió
propulsado del agua.
Ringou se dio cuenta de que estaba perdido. Entonces, un
chillido se hizo más fuerte que los silbidos de los gusanos. El ser primitivo
solo pudo advertir como unas poderosas alas se batían sobre su cabeza al tiempo
que se veía arrastrado pegado a la boca del gusano por uno de los negros
túneles. Sintió un fuerte golpe en su cabeza que le dejó momentáneamente
inconsciente. Cuando recuperó el conocimiento, se hallaba nuevamente en el
exterior, a plena luz del sol. Volaba. Aun permanecía dolorosamente adherido al
gusano por uno de sus costados, al que a su vez, tenía sujeto firmemente pos
sus enormes garras un gigantesco pájaro.
Brillantes llanuras verdes salpicadas de vivos colores
resplandecían a unos cuantos metros bajo su cabeza.
A pesar de la situación, Ringou disfrutó de la vista.
Nunca había visto nada igual. Siempre desiertos, nieve infinita, extensas
llanuras de agua y hielo…, algo estaba cambiando y para mejor, por eso debía
sobrevivir. Con más fuerza se asió al gusano que ya no se movía, muerto tal vez
al sacarle de su hábitat de negrura y humedad. Notaba, segundo a segundo, como
la presión de la boca del gusano pegada a su piel se iba aflojando. Si caía
desde esa altura todo terminaría. Se balanceó. El pájaro soltó un graznido y
cambió bruscamente su ritmo de vuelo a la vez que lanzaba su pico contra el
cuerpo del primitivo. Ringou notó como el duro pico se clavaba en su muslo, se balanceó
con más fuerza y elevó su cuerpo hasta que tuvo al alcance las patas del
pájaro, tomó impulso y agarró con fuerza las ásperas extremidades del ave.
El pájaro, ante la presión de las fuertes manos de
Ringou, soltó al gusano que cayó libremente. Abajo, el paisaje fue pasando del
color verde, al azul de numerosos y pequeños lagos, antesala de un enorme rio
de verdosas y mansas aguas.
En ese momento, el ave inició un vuelo en picado.
Ringou se soltó. Cayó sobre las aguas del rio en una
suave explosión de burbujas. Lentamente nadó hasta alcanzar uno de los enormes
y viejos troncos que surcaban el manso lecho, probablemente arrastrados desde
muchos kilómetros atrás.
La humedad era intensa, pero el agua era tibia y la
temperatura era especialmente agradable para el cuerpo del primitivo que se
abrazó a su nuevo amigo y se relajó.
Los microclimas de aquella parte del planeta parecían
haber experimentado un decisivo auge después del gran cambio, favoreciendo que
la vida fuese tornando de una manera más rápida a la normalidad del planeta, al
menos en aquella parte.
El ser primitivo volvió a despertar cuando la noche
comenzaba a caer. Ringou pensó que el frio acabaría por fin con él en medio de
la absoluta oscuridad que proporcionaba la niebla. Pero el letal frio no caía
en aquella noche. La temperatura se mantenía casi constante, permitiéndole
navegar sobre el tronco por las tranquilas y oscuras aguas.
La gran bola del Sol poniéndose en el horizonte, dibujó
las siluetas grises, orgullosas, como impertérritos restos de un pasado
glorioso y ya caído. Ringou contempló hipnotizado aquellos restos, aquellas
ruinas lejanas. Su corazón latió con más fuerza. Era su destino. El lugar donde
terminaba su viaje.
Buscó dentro de su zurrón y sacó el pequeño rectángulo de
metal aun intacto, aunque oxidado y sucio.
Remó con sus manos hasta la orilla. Los enormes y
peligrosos depredadores con los que había tenido que luchar para sobrevivir,
parecían haber dado paso a una gran variedad de aves y animales mucho más
pequeños que apenas le prestaban atención. Caminó por la ribera del rio que se
había convertido en un auténtico lodazal, pero pronto, la tierra se hizo más
firme y las siluetas de las figuras, más claras. El firme del suelo pasó en
pocos kilómetros, del barro, a una fina capa de tierra que crujía bajo sus
pisadas.
Por fin, la ciudad apareció nítida ante él. Las casas y
edificios más bajos de la periferia, habían desaparecido por completo barridos
por las viejas corrientes originadas por el gran cambio del clima para después,
ser sepultadas por el océano y el hielo. Ringou continuó andando. Tan solo el
grupo de rascacielos había sobrevivido. El primitivo se paró a pocos metros de
ellos. Los contempló maravillado. En las moles de hormigón, hasta al menos el
piso diez, aun se presenciaba la marca del agua y después el desgaste que en
ellos había producido el hielo; más arriba, se apreciaba el reflejo del Sol en
algunos cristales a los que no había alcanzado la subida de las aguas.
En lo más alto del edificio más grande, Ringou divisó
algo. Caminó entre los rascacielos, sin perder de vista lo alto de la mole de
hormigón y acero, por lo que antaño sería la principal avenida, ahora enterrada
bajo toneladas de tierra, sedimentos y restos orgánicos.
El primer chillido le hizo girar su cabeza
instintivamente. Otra serie de chillidos llenos de una estridente y nueva
amenaza, cruzaron el aire como sonoros latigazos ante los pasos decididos de
Ringou que no dejó de caminar. El primitivo no miraba, pero podía percibir las
sombras que le observaban y se movían inquietas, amenazantes en los huecos de
las viejas ventanas y puertas.
Subió una ligera colina de tierra sedimentada que cubría
los dos primeros pisos del gran edificio. Entró por lo que en muchos años
atrás, sería un gran y esplendoroso ventanal probablemente con impresionantes
vistas a la gran avenida, en otros tiempos llena de vida y trafico.
Dentro de la estancia se había formado un pequeño bosque,
y sobre las algas que durante la gran subida del océano habían cubierto el
rascacielos, ahora habían crecido pequeños y salvajes arbustos y enredaderas.
Un nuevo chillido sonó muy cerca de él. Ringou se preparó para el ataque y
cogió un gran palo del suelo, pero la sombra cruzó la puerta y se alejó. Caminó
con sus sentidos en estado de máxima alerta. De alguna manera tenía que subir
hasta lo más alto.
El olor a humedad era intenso en el interior del edificio,
aunque probablemente, el agua hacía años que se había retirado del lugar,
dejando tras de sí, numerosas y ocultas goteras que repiqueteaban en una oscura
sinfonía liquida. Ringou percibió como las sombras que le seguían se agrupaban,
seguramente preparando el ataque. Los chillidos se intensificaron, más
penetrantes, más ansiosos y agresivos. Una de las sombras se precipitó sobre él
desde el hueco de una pared hundida por la humedad. El primitivo solo tuvo
tiempo de volverse hacia la silueta y protegerse instintivamente con el palo
mientras el cuerpo caía sobre él.
El ser primitivo cayó al suelo derribado por su enemigo
soltando el palo de sus manos. La bestia clavó cada una de sus negras y sucias
uñas en los hombros de su víctima; Ringou lanzó un grito de furia más poderoso
aun que el de la bestia que le atacaba antes de sujetar el peludo cuello con
sus manos, impidiendo en el último instante, que unos negros dientes se
hincasen en su garganta. Apretó todo lo que pudo sus manos sobre el musculoso
cuello de su adversario, sus ojos se clavaron, a pocos centímetros, en las pupilas
marrones y brillantes de su atacante que reflejaban su ansia de matarle, sus
alientos se mezclaron en una densa nube de viejos y rancios olores; los dientes
sobresalían negros, sucios, rotos, luchando por alcanzar a su presa, por
clavarse en sus carnes.
El primitivo giró su cabeza, notó como las uñas
profundizaban aun más en su carne desgarrando tejidos. A un lado, cerca de su
mano, pudo ver un tronco de madera negro y grueso como su puño. Solo tendría un
instante. Soltó su mano derecha. Sintió como los dientes mellados y cortantes
rozaban su cuello antes de destrozar la cabeza de su enemigo que cayó envuelto
en un suspiro de derrota.
Ringou se levantó con el tronco manchado de sangre en su
mano. No podía contar con sus dedos los seres que le rodeaban, ahora, todos
ellos visibles, la mayoría similares al que yacía muerto a sus pies, algo más
bajos que él, apoyados sobre sus extremidades inferiores, aunque cubiertos de
una gran capa de pelo negro y áspero como una vieja alfombra. Sus formas, sus
facciones, les daban una gran similitud con él mismo.
Los animales chillaban, saltaban furiosos a su alrededor,
esperando algún mínimo gesto para saltar sobre él y acabar con su vida. Ringou
volvió a gritar también, levantó su palo ante el alboroto de sus enemigos que
se apartaron para dar paso a otro ser mas grande, mas erguido, que miró al
primitivo directamente, sin chillar.
El primitivo también le miró y cojeando avanzó hacia su
destino. En un rincón, el piso parecía ascender en un estrecho camino que se
perdía en las alturas. Los chillidos acribillaron sus oídos, los primates se
movieron nerviosos, pero el ser más grande de pelaje blanco, el más alto, el
recién llegado, llevó sus manos a su cabeza agitándola en un extraño ritual.
Ninguno más se abalanzó sobre Ringou que sintió las miradas clavadas en su
espalda como cientos de envenenados dardos, pero continuó subiendo por las
entrañas del rascacielos sin recibir ningún nuevo ataque.
Los chillidos fueron bajando en intensidad, perdiéndose
en los pisos inferiores. Ascendió por la rampa cubierta de arena reseca, restos
de algas y alguna concha marina, hasta que el paisaje cambió. Todo parecía
estar más limpio, mas intacto, mas reciente, donde el mar en su ascenso
vertiginoso no había conseguido llegar; por un momento, desde uno de los huecos
de una ventana, contempló la impresionante vista, la vasta llanura de arena
rodeando el complejo de rascacielos parcheada de enormes manchas más oscuras de
sedimentos dejados por el océano en su retorno; mas allá, la verde ribera del
enorme rio donde se aglomeraba la vida en innumerables especies de incestos,
reptiles y otros animales sobrepuestos perfectamente al cambio climático.
Mas allá, las montañas que habían escupido a Ringou
agarrado a las garras del pájaro.
Según ascendía, encontraba más y más huesos de los que el
primitivo empezaba a reconocer sus formas, sus medidas, y que le hacían
comprender a quien habían pertenecido, algunos, aun unidos en esqueletos
perfectamente reconocibles. Y cuanto más ascendía, numerosos vestigios de ropas
antiquísimas, objetos metálicos irreconocibles para Ringou que aparecían unidos
a los huesos.
El primitivo llegó a la última planta, la gran azotea
donde una fresca brisa rebajaba la bochornosa humedad del día. Montones de
esqueletos le rodeaban, de diversos tamaños y texturas, como si de un museo del
pasado se tratase, como si un número interminable de aquellos seres se hubiesen
amontonado en aquella azotea intentando escapar de un fin inevitable.
Volvió a sacar el pequeño cuadro que guardaba como un
tesoro, herencia de sus ancestros; en el pequeño retrato, se veía un grupo de
seres posando felizmente, muy similares a Ringou pero a la vez diferentes,
vestían ropas coloridas, nuevas, estaban alegres como si las necesidades que
Ringou y los suyos habían padecido, ellos no las hubiesen conocido.
El primitivo buscaba a aquellos seres, sus antepasados.
Paseó entre los cadáveres y llegó hasta el borde de la azotea donde aun se
mantenía en pie la enorme silueta de un hombre, Ringou recorrió con sus manos
la forma de aquel signo tallado en metal y colocado en la azotea como símbolo
de una grandeza ahora desaparecida; el primitivo dio la espalda a la gran
figura humana y volvió a caminar hasta alcanzar un gran Hall de cristal que
había conseguido sobrevivir casi intacto. Cruzó la puerta. Dentro más huesos.
Uno de los esqueletos aun conservaba sus antiguas ropas y parte de un matojo de
pelo blanquecino. Estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, Ringou
dedujo que se trataba de una hembra porqué en su regazo sujetaba lo que
parecían los restos de un pequeño cuerpo momificado. El primitivo acercó su
mano y tocó la pequeña cría humana que se deshizo con la facilidad de un frágil
objeto de barro cuando se le da un pequeño golpe.
Ringou miró aquellos restos de sus antepasados. Sus ojos,
por primera vez en su vida, se mojaron como consecuencia de una sensación que
el hombre primitivo no había conocido hasta aquel instante. Cogió su retrato y
lo colocó en el regazo de la hembra con una inusual delicadeza junto a los
restos desechos del pequeño.
Después, volvió a mirar por la azotea y oteó el horizonte
con una desesperante sensación de cansancio. Abajo, los primates parecían haber
retomado su vida normal y no parecía que estuviesen pendientes de él. El
primitivo les miró en sus actividades, algunos se parecían enormemente a él, a
los seres de los que ahora solo quedaban sus huesos y sus signos, a los seres
de la foto.
Se parecían mucho.
Tal vez el ser humano tuviese una nueva oportunidad.
Tal vez.
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