Enero 1939
I
El
Hispano-Suiza K6 abandonó Guadalajara siguiendo el trazado de la Nacional II, pero
pronto se desvió hacia la izquierda en dirección noroeste rodando por una
carretera en mucho peor estado y a la que las últimas lluvias y nevadas del
crudo invierno castellano habían convertido prácticamente en un camino de
cabras.
En
pocos minutos, las trincheras republicanas quedaron atrás y el vasto territorio
nacional comenzó a tragarse literalmente al vehículo.
El
auto se había convertido en un sencillo tiznao forrado con simples laminas de
chapa al principio de la guerra, y meses más tarde, ya bajo la supervisión de
los rusos, o de los soviéticos, había pasado a ser un auténtico vehículo
blindado; ninguno de los tres ocupantes del coche encontraba diferencias
sustanciales entre lo ruso y lo soviético, aunque los tres sabían que la URSS
era un joven país de tan solo 17 años surgido de una revolución que no paraba
de crecer y de engullir territorios cercanos, una revolución comunista que les
había ayudado en buena parte de la contienda y que aún mantenía un buen número
de militares entre ellos, y sobre todo, muchos simpatizantes por parte del
partido comunista, que había pasado de ser una organización minoritaria durante
toda la década, a convertirse en los últimos meses de guerra en uno de los
elementos con más importancia y con más poder de todos los que formaban el
bando republicano.
El
tiznao en el que viajaban los tres hombres había tenido un continuo servicio
durante todos los años que llevaban de guerra, sobre todo como transporte entre
las distintas comandancias del Ejército Popular bajo las bombas de los aviones
nacionales, pero en los últimos meses se había intentado recuperar para
momentos más solemnes recobrando su primitivo aspecto, aunque se seguía notando
en su chapa los agujeros y ranuras utilizados para cubrir la carrocería.
Hacia
donde se dirigían aquel día, era uno de aquellos momentos solemnes, tal vez uno
de los más solemnes en toda la campaña.
La
bandera blanca con un círculo verde en su centro colgaba de una de las ventanillas
traseras. Pronto fueron interceptados por la patrulla del ejército nacional, las
ostentosas águilas negras eran bien visibles en los laterales del jeep.
Los
tres ocupantes del Hispano-Suiza se encontraron al instante apuntados por media
docena de fusiles. Jimeno Aparicio fue el último en bajar, echó una inquieta
mirada a sus dos compañeros que ya estaban brazos en alto en señal de paz, el capitán
Ulloa era el que parecía estar más sereno, aunque ninguno tenía por qué temer
nada.
Les
esperaban.
—Nos
espera el coronel Garrido —dijo
Ulloa. El capitán era un militar de carrera que había permanecido fiel a la
República durante toda la contienda y que en las últimas semanas se le había
relacionado de manera acusatoria por ciertos sectores de la defensa de Madrid
con el coronel Segismundo Casado.
Uno
de los militares sublevados les miró con desprecio, “putos rojos” creyó
entender Jimeno.
—Seguidme
—ordenó
el militar nacional.
Todos
caminaron durante tres kilómetros hasta que llegaron al campamento de campaña. A
Jimeno le corroían los nervios, sentía cientos de arañas en su estómago, ni tan
siquiera sabía exactamente qué hacía allí, en pleno territorio de los fascistas que en cualquier falso
movimiento les acribillarían sin piedad. El secretario Jacinto Pereda le había
pedido expresamente que llevase a los dos militares republicanos a través de
las líneas enemigas; más que una orden, había sido un favor, además de que
trabajaba bajo su ordenanza en una pequeña oficina del ayuntamiento de Madrid, le
unía a Jacinto una amistad que venía de antes de la guerra y que se había
afianzado como hierro forjado durante los años de conflicto, y que a pesar de
la diferencia de edad entre ambos, Jimeno tenía 25 y el secretario Pereda ya
pasaba de los cincuenta, no les había impedido compartir más de una noche de
parranda por las cercanías de Bravo Murillo y otras zonas ociosas del Madrid
republicano.
Y
él había cumplido el deseo de su jefe y amigo, había llevado a los dos
militares hasta unos pocos kilómetros al sur de Burgos.
Desde
Madrid. Hasta las puertas de la capital rebelde.
Y
lo tenía que hacer sin que pudiesen ser descubiertos por las patrullas del Ejército
Popular que vigilaban el tránsito a la capital, alguien le había proporcionado una
ruta de ida y vuelta por la que no debía de haber ninguna vigilancia. Y así había
sido, al menos en la ida.
Unas
enormes tiendas de campaña se alzaron junto a una arboleda, el camino que
llevaba hasta el campamento estaba bordeado de una considerable capa de nieve.
Jimeno
se quedó absorto según se acercaban y el enorme estandarte con el escudo del Águila
de San Juan se iba haciendo más visible, como si quisiese proteger con sus alas
extendidas el interminable número de carros de combate y tanquetas que
descansaban en la explanada.
La
visión aumentó el desconcierto y el desasosiego de Jimeno que sintió como si ese
malestar se convirtiese de repente en toneladas de hierro colocadas sobre su
cabeza, la amarga y cruel sensación de la derrota. El impresionante ejército del
general Franco reposaba ante él preparado para aplastar Madrid. El fin de la
guerra estaba cercano y dicho fin significaba la derrota de la República, el
fin del fallido intento de instaurar la libertad y la democracia en el pueblo
español.
La
República había fracasado y un futuro incierto y tenebroso se precipitaba sobre
el país. La derrota por parte del bando republicano era incuestionable, como lo
declaraban abiertamente muchos políticos y militares; ahora solo quedaba
esperar como llegaría esa derrota, si resistiendo hasta el final como deseaban
los comunistas y los socialistas de Negrín, o negociando y pactando una
rendición que permitiese terminar con el hambre y las penurias que sufría la
población de la capital y de otras zonas de la República, como deseaban buena
parte de los militares, apoyados por un buen número de políticos socialistas y
republicanos, como se decía por ahí.
Jimeno
suspiró. Estaba hastiado de bombas, disparos y muertes.
A
pocos metros, el regimiento de moros descansaba junto a sus caballos, sus
coloridos uniformes y capas relucían resaltando en el oscuro gris del día, sin
saber por qué, otro grupo de soldados africanos parecía estar mucho más alerta
cerca de una de las tiendas donde varios militares vigilaban terriblemente armados.
El
soldado nacional les condujo entre la tropa hasta una de las tiendas. Se podía
oler la tensión, incluso el respeto rozando el temor que reinaba entre muchos
de aquellos militares. Les indicó que pasasen al interior donde les recibió un militar
cuya guerrera se mostraba ostentosamente cubierta de condecoraciones, un hombre
canoso que seguramente sobrepasaba los sesenta años pero con un rostro que,
aunque presentaba arrugas y parecía cansado, revelaba una indestructible
decisión hacia su cometido.
—¿El
coronel Garrido? —Preguntó
el capitán Ulloa sin que el viejo militar que tenía delante soltase una sola
palabra—. Le
traigo este mensaje.
El
capitán republicano estiró su brazo y entregó un sobre al coronel Garrido.
—¿Quién
lo firma?
—El
coronel Segismundo Casado.
Los
labios se retorcieron y las cejas se enarcaron en el rostro de Jimeno que no
pudo reprimir su sorpresa, no conocía personalmente al coronel Casado, pero
muchas cosas se decían de él en las últimas semanas, muchos rumores sobre su
posible traición a la República que sobre todo provenían de la izquierda más
radical de la milicia y de la trinchera, incluso había asistido a una tremenda
bronca con violencia física incluida en el café “Del Son” donde se juntaban
muchas noches un sinfín de variedad de combatientes, políticos e intelectuales
a tomar algún chupito de whisky cuando había suerte de que alguien apareciese
con alguna botella del preciado licor; la bronca en sí había surgido cuando uno
de los comunistas increpó a un capitán cercano al coronel Casado llamándole
traidor.
El
personaje entró de improvisto por una lateral de la enorme tienda de campaña y
borró de un plumazo todos los recuerdos y pensamientos de Jimeno; la figura
hizo su entrada como si hubiese estado esperando, incluso escuchando, era un
militar de alto rango, por su aspecto, uno de los más altos; su uniforme resaltaba
impecable y sus botas de campaña relucían con un brillo intimidante; el
individuo, de físico no muy grande y de aspecto enfermizo, irradiaba un aurea
de poder y de fuerza que transmitía al grupo de militares que le rodeaban como si
fuesen perros sabuesos en derredor del cazador con escopeta y que parecían
bailar como auténticas marionetas al son de aquel menudo hombre.
El
viejo militar que les había recibido se cuadró como el hierro ante el recién
llegado que le dijo algo al oído y echó una furtiva mirada a los militares de
la República.
Jimeno
miró a los dos soldados republicanos por si ellos también se cuadraban ante
aquel hombre, pero ninguno lo hizo. Enseguida, el coronel Garrido se relajó y
entregó el sobre al recién llegado en un sublime gesto, este escudriñó a los
republicanos con unos ojos vivos y pequeños que parecían irradiar una fuerza
descomunal, después, con una solemnidad teatral, abrió el sobre con una navaja
que uno de sus subordinados le entregó, leyó el escueto papel y volvió a fijar
su mirada en los militares de la Republica.
—Díganle
al coronel Segismundo Casado que tendré muy en cuenta su propuesta.
Después
de pronunciar las palabras, el general Francisco Franco dio media vuelta y
abandonó la tienda acompañado de su séquito.
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