Dormí, para mi sorpresa,
bastante tranquilo para ser un hombre que era perseguido por un grupo de
siniestros personajes capaces de dirigir a la suprema Inteligencia que rige los
designios del Universo. Todo eso según aquella hermosa loca que me acompañaba,
claro.
En parte dormí tranquilo
porque ella estaba a mi lado, de eso no tenía la menor duda.
Una grisácea y triste
claridad entraba ya por la ventana cuando volví a despertar. Ella me abrazaba caliente. Me aparté con mucho cuidado y me levanté. Me asomé a la ventana, llovía
o nevaba en una furiosa ventisca. Hacía mucho frio lejos de la cama y de la
proximidad del cuerpo de Eve, me vestí sin dejar de moverme para intentar
entrar en calor. Me hubiese gustado ducharme pero tan solo me lavé la cara.
Cuando salí del baño, Eve estaba de pie, casi desnuda. Me miró y sonriendo me
dio los buenos días. Ella sí se duchó en aquel congelador de cuarto de baño.
Bajamos a la pequeña
cafetería que había dentro del hostal. Eve se comió un gran bollo de chocolate,
yo en cambio no tenía mucho apetito. La miré mientras se lo devoraba, la verdad
que no dejaba de ser una adolescente.
-Eve –dije mirándola
mientras comía-, ¿cómo es qué los vi en el almacén? ¿Me persiguen a mí también?
-No creo que te persigan –contestó
ella después de tragar los restos de bollo que quedaban en su boca-,
probablemente seguían la misma pista que tú, imagino que a ellos sólo les
interesa el bebe, y tu hermano se lo ha robado, esos bebes son en buena parte
la fuente de financiación de la secta y
probablemente de toda su organización.
A través de los cristales
de la ventana, pude ver como empezaban a caer gruesos copos de nieve. Las pocas
ganas que tenía de hacer algo y de continuar con todo aquello, se me quitaron
de un plumazo.
-Pero también puede ser
que le dejen en paz, hay mas chicas, mas bebes –dijo como si hubiese adivinado
mi estado de ánimo e intentase levantármelo.
-Sí, puede ser, ojala nos
dejen en paz, a todos -me levanté y telefoneé a mi mujer. Seguía poniéndome mil
pegas, parecía que mi gran excusa sobre la pista que estaba siguiendo para
encontrar a mi hermano, perdía fuerza entre las prioridades de mi mujer.
Eve ya estaba de pie,
esperándome. La miré, sus ropas no me parecieron lo suficientemente generosas como
para protegerla del frio que en aquel momento debía de reinar en el exterior.
-Vas a tener frio -le
dije.
-No te preocupes.
Salimos a la calle. Mis ánimos
estaban tan fríos como el tiempo. Aunque al menos tenía el consuelo de tener a Eve
a mi lado
También tenía miedo. A los
Gegos, a sus fantasmas, a que me hiciesen daño, a la gran Inteligencia de la
que no dejaba de hablar la joven que me acompañaba, a que mi hermano por fin
encontrase el peor de los finales posibles, tenía miedo a que cayese sobre mi
un estado de desolación que me aplastase como una pesada losa, estaba en una
ciudad casi desconocida, bajo la nieve, a cientos de kilómetros de mi casa.
Pero allí seguía estando ella,
en medio de la ventisca, desafiando al frio y a la nieve cubierta con una cortísima
minifalda, unos pantis de lana y una chaqueta roja que yo dudaba mucho surtiese
el suficiente abrigo para las condiciones atmosféricas que nos tocaba aguantar.
Por supuesto, también llevaba su gorrito de lana morado y naranja que le hacía
estar más guapa aún.
Recorrimos el camino de la
noche anterior siguiendo el trazado de la calle Elvira, las teterías que por la
noche habían iluminado la calle dotándola de un bullicioso calor, ahora se
encontraban cerradas a cal y canto, tan solo alguna ventana abierta por donde
se escapaba algún sonido o alguna sombra en movimiento; llegamos a una pequeña
plaza donde nos desviamos, adentrándonos en un laberinto de estrechas calles y
callejones, subiendo y bajando cuestas, sin localizar la dirección que
buscabamos. Creo que nos despistamos bastante sobre el recorrido hecho por la
noche. Estábamos perdidos. Nos detuvimos y
preguntamos por la dirección en un pequeño bar escondido en una esquina
donde aprovechamos para tomar otro café.
Nuestro destino no parecía
estar muy lejos, según las indicaciones del chico que nos atendió en el bar.
Llegamos después de 10 minutos a la callejuela donde reposaba nuestro numero 6.
A la luz del día, aunque gris, se distinguía mejor que lo había hecho en la
oscuridad de la noche. Parecía una pequeña puerta de entrada a un local de
ocio, imaginé que a una tetería de aspecto algo más cutre que las otras que
poblaban la zona.
La estrecha puerta estaba
cerrada, como no podía ser de otra manera, pero de todas formas, aquello no
parecía un lugar donde se pudiesen descargar mercancías, ni siquiera por
aquella callejuela sería capaz de entrar una furgoneta para descargar té o lo
que quisiera que fuese.
-¿Qué buscamos
exactamente? –pregunté haciéndome el tonto.
-Tu hermano ha estado
aquí. Alguien tiene que saber de él -me escrutó con un simpático aire de recriminación-,
es la única pista que tenemos.
Llamé a la puerta
sintiendo como mi corazón se aceleraba de manera incontrolada. Nadie contestó. Rodeamos
la manzana, la calle se empinaba considerablemente recorriendo las pequeñas
casas. Una señora mayor caminaba despacio con unas botellas de cristal en una
cesta. Recorrimos la pronunciada subida en curva que trazaba la calle hasta la
parte posterior de la manzana donde el asfalto se ensanchaba.
-Estos deben ser los
almacenes traseros.
La vieja pared estaba tristemente
adornada por dos puertas falsas de descarga, viejas, pero cuya madera reparada
con algunos tramos nuevos, nos decía que estaban en servicio y eran utilizas.
La chica hurgó entre las
cerraduras como una detective intentando recopilar alguna pista. Me la imaginé
como una heroína de siglos pasados. Golpeé sin mucha convicción una de las
puertas falsas. De nuevo no obtuve contestación y de nuevo sentí alivio. Eve se
retiró unos metros de mí, a poca distancia de una de las puertas falsas se abría
un estrecho callejón, aunque por sus dimensiones más bien se asemejaba a un estrecho
pasadizo.
La joven se adentró por el
pasillo. Pensé si los marroquís del almacén de tés habrían denunciado el robo
de la furgoneta a la policía. Mientras andaba detrás de la chica por el oscuro
y maloliente pasillo, decidí que si me arrestaba la policía por robo de
furgonetas sería lo mejor que me podría pasar en aquel momento.
Tenía mucho miedo. El pasadizo
terminaba en una estrecha puerta de rejas donde un oxido sucio corroía lo que
antaño pudo haber sido una capa de pintura negra. El frio era más intenso aún
dentro del callejón. Mis dientes castañearon. Al otro lado de la puerta se
extendía un patio cubierto por uralitas lleno de maleza y arbustos crecidos a
su libre albedrio formando un pequeño bosque. Un gato corrió entre las hierbas
como si tuviese miedo de que atravesásemos la puerta. O eso me pareció, un
gato.
Eve miró hacia arriba y
enseguida supe sus intenciones.
-Esto es ilegal Eve.
-No vamos a robar.
-Sí pero la ley dice que
no se puede entrar sin permiso en una propiedad privada, lo entiendes ¿no?
-A veces la ley va en contra
de acciones que no tienen intención de hacer el mal –dijo con su serenidad
habitual-, pero tú decides, ahí dentro puede haber alguna pista sobre tu
hermano y el bebe, eso es lo que estamos intentando hacer, encontrar a tu
hermano.
Pensé, mirando al suelo,
que sus argumentos nuevamente eran irrefutables.
-Ayúdame –dijo al tiempo
que estiraba sus brazos agarrándose a la vieja verja de la puerta. Yo ya no
dudaba de la agilidad de la chica-. Ayúdame –repitió.
“Pero que vas hacer“,
pensé, aunque la tenía delante de mí y estaba viendo con mis propios ojos lo
que se disponía a hacer. Miré hacia la entrada del callejón, sobresaltado.
Claro. La tenía que ayudar. Mis manos temblaban. Sentí la mirada de Eve clavada
en mí. Puse mis manos en su cintura y la impulsé hacia arriba hasta que
consiguió agarrarse con fuerza y empezó a escalar. Mis manos se apoyaron
durante unos segundos en sus nalgas hasta que terminó de subir a lo alto del
tejado.
-Vamos, ahora tú –su
rostro sonriente me miraba desde arriba donde parecía haber más claridad.
Di un salto y agarré la
mano que me tendía la chica hasta que conseguí con mi otra mano agarrarme a la puerta.
Noté el áspero frio del hierro en la palma de mi mano. Me impulsé hacia arriba y
conseguí escalar a través de los hierros de la puerta hasta lo alto del tejado.
Respiré hondo intentando controlar mi crispación y mi fatiga mientras ella
continuaba mirándome divertida. Nuevamente imaginé que para Eve todo aquello no
era sino un juego juvenil. Se puso a gatas y comenzó a gatear por los tejados
de uralita. La seguí con más miedo que vergüenza, pegado todo lo que podía al
muro pintado de blanco de la casona desde donde nacían los tejados de uralitas y
que se elevaba unos cuantos metros por encima de nuestras cabezas.
Mis manos y rodillas
resbalaban continuamente en la superficie empapada por el agua y la nieve, no
rodaba porqué la inclinación no era demasiado pronunciada, pero mi miedo esta
vez era que la uralita cediese a nuestro peso y cayésemos armando un gran
estruendo, que nos rompiésemos algún hueso sin poder movernos y que unos árabes
cabreados nos rematasen sin ningún tipo de compasión.
Eve avanzaba mucho más ágil
y segura delante de mí. Por un momento, me distraje de todas mis desdichas y
miedos, contemplándola. Ante mí, a escasos dos metros, su trasero se movía en
un sensual vaivén bajo su falda que se había subido con el movimiento dejando
al descubierto gran parte de sus muslos envueltos en los leggins.
Se detuvo cuando llegamos
al tejado verde oscuro, era el tejado del número seis, tuve claro que mi
hermano no estaría en aquel almacén, pero alguien tenía que darnos alguna
pista, el tal Salhí.
La uralita estaba
perfectamente endosada en el muro, ni un resquicio por donde pudiésemos
colarnos. Una ráfaga de aire helado hizo crujir el tejado bajo nuestros
cuerpos. Eve me miró. Estaba hermosa incluso con su cara mojada y colorada por
la baja temperatura. Unos copos de nieve adornaban su nariz.
-El balcón –me dijo
señalando hacia arriba donde sobresalía de la pared un estrecho balcón.
La joven se puso de pie y
estiró sus brazos, apenas alcanzaba a tocar la oxidada barandilla. Nuevamente
la icé hasta que pudo agarrar los barrotes y elevarse hasta conseguir
encaramarse dentro del balcón. El esfuerzo hizo que mi respiración se acelerase
hasta el infinito. Eve me apresuraba. Esta vez no podría conseguirlo, cada vez
me costaba más mantenerme en pie sobre la uralita mojada. Vi las manos finas de
la chica y solté la plegaria más corta de la historia, estiré mis brazos
notando como mis pies resbalaban sin control. Me iba a caer, pero las manos de Eve
me agarraron y tiraron de mí con una fuerza impropia para una joven como ella.
Comencé a trepar, por
decirlo de alguna manera, y solté una de las manos de la chica para agarrarme a
uno de los hierros del balcón de manera desesperada. Sentía el sudor caliente recorrer
mi piel dentro de mis ropas. A pesar de la nieve. No lo conseguiría nunca, no
era un atleta ni un deportista de fin de semana y ya había entrado en los
cuarenta.
Pero a pesar de todo, conseguí
escalar hasta el balcón, salté a la parte interior e intenté respirar hondo durante
unos segundos. Las viejas puertas de madera estaban protegidas por rejas de
hierro también oxidas, pero cubiertas al fin y al cabo. De nada nos había
servido llegar hasta allí. Me sentí mas desanimado aún, pero seguidamente sentí
alivio, por supuesto que no me apetecía entrar en casa de nadie como un vulgar
caco.
Agarré los barrotes de
hierro y tiré de ellos sin mucha fuerza ni convicción.
-No podemos entrar –dije
intentando poner un tono de derrota en mi voz-, vámonos Eve, estamos empapados
y…
La reja cedió y noté como
los hierros se me venían encima aprisionándome contra la barandilla del balcón,
empujándome hacia el vacio. La sorpresa dio paso al terror que estuvo a punto
de dominarme. Eve reaccionó rápido y me sujetó con fuerza, entre los dos
pudimos controlar la enorme verja que se había desprendido de la pared, con
facilidad, vencida seguramente por años sin ninguna clase de mantenimiento,
aguantando humedades y calores, esperando a qué yo llegase y con mi tremenda
fuerza rematase la faena.
No me lo podía creer.
Intenté controlar de nuevo
el desbocado cabalgar de mi corazón. Ya no había rejas, pero la puerta parecía
estar cerrada con llave. “Rompamos el cristal” escuché como decía Eve. Claro,
romper el cristal, que sí no, ya no había marcha atrás y cuanto antes nos
quitásemos del medio de la vista de los vecinos, mucho mejor, sí es que alguien
no nos había visto ya y había llamado a la policía.
Me quité la chaqueta y como
había visto en más de una película, me rodeé el brazo con ella. Golpeé el
cristal que cedió de inmediato. Eve enseguida metió sus manos y consiguió abrir
una de las estrechas hojas de la puerta. Nos colamos dentro donde la oscuridad pareció
ceder ante una grisácea luminosidad que se coló junto a nosotros. El cuarto
estaba lleno de trastos y polvo, probablemente allí no entraba nadie desde hacía
mucho tiempo. En un rincón, se adivinaba el hueco de una escalera. Nos dirigimos
allí. La vieja escalera de tierra y adobe descendía entre telarañas. Esta vez Eve
iba detrás de mí, casi a oscuras bajamos los escalones. El olor a madera
podrida y humedad se hacía casi insoportable. Los peldaños terminaban en un
minúsculo descansillo tapado por tablas horizontales clavadas desde la parte de
fuera. Nuevamente pensé en decirle a Eve que nos diésemos la vuelta, pero la chica
ya estaba mirando entre las ranuras de las tablas. Total…, la imité.
La escalera parecía desembocar
en un patio cubierto lleno de cajas y cascos vacios de botellas, lo normal,
pensando que aquello debía de ser la parte trasera de la tetería. Todo estaba oscuro
y en silencio, tan solo bañado por una tenue claridad que llenaba todo el patio
de sombras fantasmagóricas.
-Tenemos que quitar las
tablas.
Claro. La miré entre la desagradable
penumbra que no pudo impedir que me recorriese un exquisito regocijo por todo
mi cuerpo al contemplar su singular belleza a tan pocos centímetros de mi.
-Vale –contesté-, pero al más
mínimo ruido que oigamos prepárate para salir pitando por donde hemos venido.
Eve seguía pendiente del
patio.
-¿Vale? –insistí.
-Sí vale.
Me preparé y con la planta
de mi pie golpeé una de las tablas más bajas que cedió claramente. Otra vez mi
corazón corrió desbocado. Esperamos unos segundos. Ni un solo ruido de
respuesta, allí no había nadie. Golpeé nuevamente hasta que se desprendieron
las tablas dejando un hueco suficiente como para dejarnos paso. Al menos dos
metros nos separaban del suelo del patio, ninguna escalera por donde bajar, sólo
una pared de tierra, mojada y totalmente vertical. Nuevamente fue la chica la
primera que se descolgó, sus pies quedaron a casi medio metro del suelo, la
aguanté de las muñecas hasta que me miró sonriente, entonces la solté y un
suave “plof” sonó al chocar sus pies en el firme, la imité, me descolgué con
mucho cuidado, como si el mayor acantilado del mundo quedase a mis pies, dudé de
que mi corazón no quedase resentido, “salta”, la voz de Eve me alentaba, solté
mis manos y sentí un doloroso chasquido en mi tobillo, caí al suelo mojado y
enseguida busqué con mi mano mi tobillo dolorido temiendo lo peor, pero no,
enseguida el dolor fue pasando y con enorme satisfacción sentí como movía mi
pie sin excesivos problemas.
Miré al agujero dos metros
por arriba de nuestras cabezas y no quise pensar en cómo nos las apañaríamos
para volver a subir si teníamos que escapar por el mismo camino. ¿Por dónde iba
a ser sí no? En el patio, el olor a madera podrida y humedad nos abandonó y dio
paso a una mezcla embriagadora de aromas, suaves, fuertes, pero todos ellos
relajantes, o tonificantes, no sabía exactamente. A nuestra derecha estaba el almacén
lleno de cajas y una pequeña y destartalada furgoneta que probablemente no
funcionaria, al fondo, la puerta falsa de madera donde habíamos llamado hacía
ya unos eternos y larguísimos minutos.
A la izquierda estaba el
local de la tetería, en penumbra.
Opté por el garaje y comencé
a buscar entre los trastos. ¿Qué buscaba? ¿A mi hermano tendido entre aquellos
trastos y con su nieto fuertemente apretado entre sus brazos? O lo que podía ser
peor aún, el cadáver de los dos. Sentí un escalofrío. Realmente no sabía lo que
buscaba pero ya que habíamos llegado hasta allí, debía de intentar encontrar algo,
alguna pista, algún objeto si es qué mi hermano en verdad había llegado hasta
aquel almacén para descargar hierbas de té.
Presté nuevamente atención
a la joven que estaba empeñada en entrar a la tetería e intentaba abrir una
ventana; enseguida comprendí que si teníamos que encontrar algo, sería ella
quien lo hiciese. Continué registrando inquieto y nervioso. Había dos viejas
motocicletas, busqué detrás de ellas con el corazón a punto de estallar y salirse
fuera de mi pecho, esperando que algún fantasma del otro mundo saltase sobre mí.
Pero allí no había ni fantasmas ni pistas sobre mi hermano. Lo mejor sería
volver al lado de Eve.
Entonces, como sujeto por
alguna mano invisible que sólo existía en mi cabeza, me paré en seco y volví a
mirar a las viejas motocicletas. Me hicieron recordar, aunque eran algo más
grandes y con una vieja chapa de matriculación en la que se leía GR, a las
viejas motos de mi padre que mi hermano desaparecido usaba muchas veces sin su
permiso. Sentí una extraña nostalgia y decidí que aquella mano invisible que me
sujetaba me debía de soltar ya. Junto a una de las ruedas había un papel
arrugado, otro papel, pero me agaché a recogerlo. Mi corazón casi estuvo a
punto de terminar de salir de mi pecho cuando observé que el papel era un envoltorio
de azúcar de una cafetería que yo conocía muy bien, cerca de donde vivía mi
hermano y donde yo había estado con él tomando alguna cerveza, lo observé con
detalle, junto a la dirección impresa en el envoltorio, había escrito a boli
otra dirección, ésta parecía ser de Granada.
Mi cuerpo dio un salto
literalmente sobre el suelo que casi me hizo soltar el papel y que hizo
definitivamente a mi corazón salir de mi cuerpo a dar un paseo sin mi permiso.
Un ruido inequívoco sonaba al otro lado de la puerta falsa, alguien había introducido
una llave por fuera e intentaba abrir la puerta. Miré a Eve que ya había
desaparecido dentro de la tetería como si ella pudiese tener la facultad de
convertirme en el hombre invisible. Escuché varias voces en árabe, había más de
uno. Hasta allí había llegado, alguien iba a entrar y me iba a encontrar allí,
en medio, plantado, sin ninguna explicación razonable; estaba en una propiedad
privada. Todos los miedos acumulados a lo largo de mis 40 años se conglomeraron
en un punto dentro de mi corazón, sentí que me mareaba e incluso algunas nauseas
hicieron intento de aparecer. La cerradura estaba siendo abierta. Tenía que
hacer algo, quise gritar “¡Eve!”, pero sólo acerté a lanzarme detrás de las viejas
motocicletas, milagrosamente no tiré ninguna, me acurruqué como pude, sentía el
nervioso palpitar de mis músculos, mi respiración parecía una máquina de vapor
a toda marcha, era imposible que no me descubriesen.
Por fin se abrió la puerta
y los dos hombres pasaron muy cerca de mí, charlando, mezclando frases en
castellano y en árabe. Pasaron de largo hacia el patio, conseguí tranquilizarme
un poco, al menos no me habían descubierto a la primera. Cuando las voces se fueron
alejando lo suficiente de mi, pude estirar algo mi cuello y contemplar a los
dos individuos que eran de aspecto árabe, sin duda, uno llevaba una gran túnica
que le cubría desde el cuello hasta los tobillos y el otro vestía de una manera
más occidental. Me revolví con todo el cuidado que me permitía mi estado de
nervios suplicando que los dos hombres no se volviesen hacia mí. La puerta
falsa estaba a pocos metros y las llaves estaban puestas, con un mínimo de
suerte y de rapidez por mi parte, podría salir de allí sin que me descubriesen,
estaba seguro.
Y dejar a Eve sola. Que se
las apañase como pudiese aquella joven loca, al fin y al cabo habían sido suyas
todas y cada una de las ideas de detectives privados que nos habían llevado
hasta allí.
Maldita sea, no la dejaría
sola, una vez fuera llamaría a la policía, o a los bomberos, o al ejercito,
pero necesitaba salir de allí, yo debía de escapar.
Me dispuse a recorrer los
metros que me separaban hasta la puerta a gatas.
-¡Qué haces aquí! –rugió una
de las voces magrebí en perfecto castellano. Me quedé paralizado pensando que
se dirigía a mí.
-¿Dónde está Salhí?
–preguntó de inmediato la voz de Eve con una sensualidad y provocación que no había
escuchado hasta aquel momento. Entonces, tuve la certeza de que aquella
muchacha estaba realmente loca.
-¿Salhí? –Noté sorpresa en
la voz del africano-, no sé quién y tú contéstame, que haces aquí te digo.
Me di nuevamente la vuelta
a gatas entre las motos con todo el cuidado del mundo de no tirar ninguna al suelo.
Dios mío, no me lo podía creer. Eve estaba plantada delante de los dos árabes
con un increíble aire de desafío.
Pero había cambiado. Se había
soltado el pelo, abierto la chaqueta y desabrochado dos o tres botones de su
camisa, su sujetador verde brillante se mostraba con toda claridad por no decir
de la curva de sus impresionantes pechos; también se había quitado los pantis y
sus muslos morenos relucían excitantemente mojados bajo su minifalda.
-Me debe dinero –dijo.
-¿Qué eres una puta? –hubo
algún comentario jocoso y risas cómplices entre los dos hombres.
Eve dijo algo mas, pero
esta vez no la entendí y lo que yo empezaba a tener claro, es que los dos
hombres se habían relajado totalmente y por sus gestos, se preparaban para
divertirse; dejé de prestar atención a la escena y gateé raspándome contra la
pared hasta que conseguí llegar a la puerta, salí a la calle sin que nadie me
viese y empecé a correr entre los callejones como un poseso perseguido por el
mismísimo diablo.
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