Alguien dijo una vez, en la
RELIGION se han de encontrar valores, tales como
Tolerancia, solidaridad,
comprensión, concienciación, altruismo, generosidad, humildad…
Y por supuesto, nunca
encontrar defectos humanos, tales como
Intolerancia, imposición,
absolutismo, lujo, despotismo, jerarquía, incomprensión…
Por eso, yo no soy una
persona religiosa.
EL VIEJO PALACIO
El
tren se deslizó suavemente junto al andén, levitando magnéticamente sobre el
grueso y único raíl hasta detenerse envuelto en una silenciosa suavidad. Las
puertas totalmente acristaladas se abrieron en un suave bufido y los pasajeros,
casi todos ellos turistas procedentes del Aeropuerto Internacional de Roma,
comenzaron a bajar.
El
niño miró a sus padres y cuando adivinó el permiso de éstos, corrió por el andén,
limpio y bañado por una suave luz blanca, mezclado entre la gente que ordenadamente
buscaba la salida. Ni un guardián, ni un policía; hacía décadas que la
seguridad en los espacios públicos había dejado de ser un problema en las
grandes ciudades europeas, remitida únicamente a las cámaras de seguridad que enfocaban
todos los movimientos de las personas.
-Fabián
ven –ordenó armoniosamente la voz de uno de los padres. El niño en el acto
volvió a la vera de sus padres a los que cogió de ambas manos colocándose entre
ellos. Los tres ascendieron por la rampa móvil hasta el inmenso vestíbulo- ¿Estás
nervioso?
El
niño sonrió indeciso.
-¿Por
qué iba a estarlo? –los tres salieron al radiante día romano. La esencia de la
ciudad italiana había sabido codearse con los imparables avances tecnológicos
que no habían dejado de aparecer en las últimas décadas; el tráfico a distintos
niveles limpio y fluido y prácticamente sin atascos, había ido sustituyendo al bullicioso
y humeante tráfico de las últimas décadas del siglo XX y primeras del siglo
XXI-. No tengo miedo si te refieres a eso.
-No
se refiere a eso –aclaró Daniel, el otro padre de Fabián-, sabemos que eres un
chico valiente.
Subieron
a un taxi aéreo que sobrevoló los grandes rascacielos de la parte más moderna
de la ciudad, descendiendo ligeramente según se iba acercando al centro
histórico que había conseguido mantener toda la magia del que le dotaban sus centenarios
monumentos.
La
gran cúpula, antaño brillante y llena de colores dorados, se hizo visible,
ahora sucia y descorchada, entre los inmemorables monumentos romanos; los
edificios del antiguo imperio, los jardines, todos resplandecían orgullosos y
perfectamente cuidados en perfecta armonía con los nuevos edificios y los
nuevos artefactos tecnológicos creados en el nuevo orden social que se había
ido desarrollando durante las últimas décadas; sólo ese punto negro entre tanta
belleza, el antiguo símbolo de siglos de fe y poder ahora deteriorado y rodeado
de un jardín espeso, oscuro e irascible que hacía casi imposible el acceso al
viejo palacio.
-¿Es
allí donde viven los monstruos? –preguntó el niño señalando con su dedo al
negro jardín.
-No
son monstruos –aclaró Raúl, el padre mas mayor, un hombre de aspecto saludable,
alto e inequívocamente culto y educado-, son personas como tú y como yo, pero
que piensan de otra manera.
-Son
malos entonces.
-Sus
pensamientos son diferentes, intolerantes, y hace tiempo esa intolerancia
creaba maldad, pero ahora ya no, ahora debemos respetarlos, eso ya deberías saberlo
tú.
-Claro
que lo sé –contestó Fabián con decisión.
-Ellos
mismos se han convertido en marginados, pero no son monstruos, no los vuelvas a
llamar así –terminó diciendo Raúl. Contaba cerca de los 60 años y era el único
de los tres que había estado en Roma anteriormente, y por su edad, el único que
había sido testigo directo de “los grandes cambios”, pero sólo de los últimos
años, cuando contaba con once tiernos años; tenía vagos recuerdos de aquella
época, pero todos le conducían a proporcionar a su espíritu de una serena
tranquilidad.
El
tuvo la suerte de poder ser testigo de la consolidación de una nueva sociedad
con unos nuevos valores éticos, sociales y religiosos, más bien estos últimos
no eran nuevos, simplemente habían desaparecido. O casi.
La
paz y los enormes logros sociales habían echado unas profundas raíces en la nueva
sociedad, las desigualdades entre clases se habían reducido casi a la mínima expresión,
y por supuesto, las desigualdades por creencias, razas o tendencias sexuales.
Todo el mundo parecía más feliz y la intolerancia había pasado a la historia de
los libros negros.
Paradójicamente,
la religión había desaparecido y el mundo era mejor.
Y
éste hecho no había sucedido porque el nuevo orden hubiese atacado los
principios religiosos, simplemente, los siglos en busca de las libertades
individuales, de la justicia y de la tolerancia, habían acabado devorando la intransigencia
y la incapacidad de apertura de las religiones.
Sólo
quedaban algunos focos donde se refugiaban los nostálgicos de las épocas
pasadas en la que las diferentes doctrinas religiosas habían acaparado y
perpetuado los ideales de millones de personas.
Y
uno de esos puntos estaba muy cerca.
Los
tres disfrutaron del paseo recorriendo el casco antiguo de la hermosa ciudad,
disfrutando de sus mágicos rincones y de los adormilados monumentos;
principalmente los dos adultos, Fabián más bien, prestaba mayor atención a las
palomas de las plazas y a los colores y ruidos de la bulliciosa capital
italiana.
Por
un momento, el niño dejó esa atención y pareció pensativo.
-¿Qué
te ocurre? –preguntó Raúl.
-Papa,
aunque no sean monstruos, ¿por qué no salen a pasear como nosotros, como todas
estas personas?
Desembocaron
en la gran avenida. Al fondo, se recortaba el oscuro edificio. La vieja cúpula
que habían divisado desde el aire, sobresalía ahora como queriendo recuperar su
perdida majestuosidad entre los árboles y los arbustos.
Raúl
suspiró. Su hijo sólo tenía 11 años, era inteligente, desde luego, pero aun así,
no sabía cómo explicarle aquello.
-Les
parecemos raros –volvió a insistir.
El
niño abrió sus grandes ojos y escrutó a su padre con una graciosa perplejidad.
-¿Raros?
Pero si son ellos los que están encerrados –la lógica del niño era aplastante.
-Sí,
pero en un tiempo no fue así. Mira a tu alrededor.
El
niño, extrañado por las palabras de su padre, miró a su alrededor. Las
gentes caminaban por la amplia avenida,
alegres y distraídas. Muchos niños como él y de edades similares, caminaban
entre sus padres y sus madres. Muchos de ellos se dirigían hacia la cúpula
negra.
-¿Qué
pasa papa?
-Sigue
mirando.
Todo
era normal. La gente paseaba alegre y tranquila. Había niños con sus papas, como
él, otros con sus mamas. Una señora rubia de pelo corto y muy guapa, dio un cariñoso
beso en la boca a su mujer, o a su novia. Él aún no tenía novio, era muy joven,
pero sabía que algún día lo tendría.
También
había parejas de hombres con mujeres. Pero menos. Pero también era normal.
-Papa
no veo nada extraño.
-En
algún tiempo, hace mucho –Raúl no sabía si emplear el formato de cuento para
decirle aquello a su hijo, sería la manera más correcta. Pero de todas formas
continuó-, todas las familias debían, o estaban formadas por una mama y un
papa.
La
sorpresa se hizo patente en la cara del niño.
-Y
el qué tú tuvieses dos papas –prosiguió Raúl-, para mucha gente era considerado…
-“un pecado”. Raúl pensó en aquella palabra, pero Fabián no lo entendería, los
términos que hacían referencia a las ofensas religiosas ya estaban en desuso. O
habían desaparecido del diccionario-, como algo que estaba mal.
El
niño volvió a mirar a su alrededor con más atención.
-¿Y
por qué eso era lo normal papa?
Raúl
miró de reojo a Daniel. El niño pronto aprendería en el colegio como se
reproducían las especies, entre ellas los mamíferos, entre ellos el ser humano.
Afortunadamente, ya no iba relacionado el que dos personas se amasen y
quisiesen estar juntas, con el acto de la reproducción.
La
especie humana no corría peligro de extinción, ni mucho menos. Todo lo
contrario, gozaba de una magnifica salud, la tecnología, la genética, la
medicina y las leyes, permitían tener hijos sin que fuese necesario el acto
sexual entre un macho y una hembra.
Todo
eso lo aprendería Fabián en el colegio.
Pero
ahora…
-Eso
era lo normal para ellos, que todos tuviésemos un papa y una mama, a la gente
como nosotros incluso nos llamaban enfermos.
El
niño llevó su mano a la boca en un gesto de incredulidad.
El
inmenso palacio y antaño glorioso, por fin se levantaba ante sus pies, pero
ahora semidestruido, tan solo separados de los majestuosos muros y las
imperturbables columnas, por la Plaza de San Pedro, cubierta por arboles viejos
y cansados, y arbustos que habían agrietado las losas del pavimento; pequeños
roedores paseaban entre la espesura como si aquel cambio que había sucedido a
lo largo de numerosas décadas, les hubiese proporcionado una inesperada y
acogedora vivienda.
Todo
el recinto estaba blindado por una alta, gruesa y oxidada alambrada.
Fabián
se acercó a la valla. Y a pesar de la ira que a su joven corazón había llevado
las confesiones de su padre, lo hizo con precaución. Carteles de
"Propiedad privada" y "Prohibido el paso" empapelaban la
alambrada. Dentro también se divisaban figuras humanas, todas parecían hombres,
pero también parecía haber alguna mujer. Ancianos.
El
niño miró a las figuras con curiosidad y temor. Pero no tenía nada que temer, sus
padres estaban a su lado.
Una
de las figuras pareció mirarle en la distancia, desde el centro de la plaza.
Raúl
se percató y observó con interés a su hijo que, ante el avance de la figura, se
removió inquieto. Pero no se separó de la valla. La figura se plantó al otro
lado de la verja y Fabián pudo apreciar con más detalle que se trataba de un
hombre mayor. Anciano. Muy anciano. Encorvado y apoyado en un bastón. Su larga
túnica vieja y desgastada, aún dejaba entrever restos de su esplendor y
ostentosidad.
El
anciano dio otro paso. El suelo, lleno de ramas y hojas secas, crujió bajo las
pisadas de los frágiles y viejos pies.
-¿Son
tus padres? –pronunció la voz helada, áspera y desgastada de la figura al
tiempo que levantaba su dedo y señalaba a Raúl y a Daniel que en esos momentos observaban
cogidos de la mano.
Fabián
por fin retrocedió. Sin contestar.
-Espero
que seas feliz –continuó el anciano-. El Señor os perdonará a pesar de todo.
Daniel
hizo intento de protestar, pero Raúl apretó su mano.
Fabián
se acercó de nuevo a la valla y volvió a mirar, esta vez, fijamente al rostro sereno
y arrugado del anciano.
-Mis
padres no han hecho nada malo. ¿Qué Señor
y de que habría que perdonarles? –Dijo la voz infantil pero tremendamente
decidida del niño-. Yo espero que quien tenga que perdonar, les perdone a Ustedes
por llamar a mis padres enfermos.
El
niño se retiró de la valla y volvió a coger a sus padres de la mano. Los tres
se alejaron y se volvieron a mezclar entre las gentes, familias libres de
prejuicios, solamente guiadas por sus sentimientos y por el respeto hacia los
demás.
El
viejo palacio quedó atrás con sus ancianas figuras en su interior. Tal vez
arrastrando en sus viejos muros la enfermedad que sus viejas doctrinas habían
querido adjudicar a las gentes que no eran como ellos deseaban.
Pero
tal vez no fuese una enfermedad terminal y los viejos muros y sus ancianos
moradores, aún estuviesen a tiempo de curarse.
FIN
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