El
cuerpo del hombre, deformado por los excesos del alcohol y la mala alimentación
llevada a cabo durante gran parte de sus casi cinco décadas de vida, se removió
en la cama y soltó un bufido como si fuese una antigua y desgastada locomotora
de vapor.
Teodoro
reposaba en su enorme cama de matrimonio envuelto en una pegajosa capa de sudor
fruto del asfixiante calor nocturno del verano, pero dormía tranquilo, con la
conciencia del deber cumplido. Tan solo una pequeña visión antes de despertar,
una fugaz visión que apretó su corazón, pero solo había sido eso, una visión
fugaz.
Todo
iba a terminar pronto, en unas pocas horas firmaría la sentencia que le
proclamaría totalmente inocente. Sí, habían muerto tres personas, pero no había
sido su culpa, la carretera es un lugar que se tiene que compartir y unos son
mejores que otros.
Se
levantó y desayunó copiosamente, tenía hambre y disfrutó de los alimentos
mientras escuchaba las noticias de la mañana en la radio. Disfrutó al arrancar
su poderoso todoterreno, el vehículo rugió como una fiera a punto de empezar la
cacería, su carrocería negra relució intensamente al salir del garaje bañada
por los rayos del sol, ni un solo rastro de los arañazos del accidente, por un
momento, Teodoro volvió a recordar, había gente a la que nunca deberían de dar
un carnet de conducir; en su cabeza se formó de manera borrosa los instantes
precedentes, el coche blanco comenzó a quedar atrás por su derecha, dentro se
podían distinguir las siluetas de dos hombres y una mujer de mediana edad, el
conductor intentó esquivar al todo terreno negro de Teodoro.
Él
tenía la preferencia como se había demostrado en el juicio.
Aparcó
en la parte trasera del edificio de los juzgados, solo una firma y todo
volvería a la normalidad. Entró por una puerta auxiliar, no quería encontrarse
con ninguno de los grupos que habían decidido esperarle de manera eterna y
desesperante en la entrada del edificio; en los primeros días alguien le
increpó, un familiar, “asesino” había gritado, Teodoro le cogió de la pechera y
la policía tuvo que separarle antes de que se liase a tortas con el malnacido,
“quien se creían que eran para insultarle de aquella manera”.
El
no había tenido la culpa.
Sintió
frio al entrar, la maldita calefacción debía de estar estropeada, siempre había
algo estropeado cuando estaba de por medio la administración pública. Teodoro
se encogió de hombros nada mas enfilar el interminable pasillo que conducía a
las oficinas. El frio se intensificó, la maldita calefacción. Aceleró el paso,
sin saber por qué, decidió que no quería estar en aquel pasillo, el abrumador
silencio parecía querer penetrar pos sus oídos como un estridente pitido.
“Asesino”.
Teodoro
giró su cabeza con una rapidez que hizo soltar un chasquido a los músculos de
su cuello. La voz había sonado clara detrás de él, “maldito hijo de puta”, le
partiría los dientes allí mismo.
El
pasillo estaba desierto. No había nadie, pero la palabra había sonado nítida;
entonces, la sombra se materializó junto a la puerta que Teodoro había dejado
atrás instantes antes. “¡Bastardo!” No iba a permitir que ningún malnacido le
amenazase y le complicase la vida; aceleró el paso hasta la puerta, pero la
sombra desapareció antes de que llegase a su altura, empujó el picaporte y la
puerta soltó un gemido como si se estuviese resquebrajando, la oscuridad en el
interior del cuarto era absoluta, por el olor pudo precisar que eran unos
aseos, buscó a tientas el interruptor de la luz, pero no funcionaba, nada
parecía funcionar en el maldito juzgado.
La
sombra se movió al fondo del cuarto, pero esta vez no estaba sola. Otras dos
sombras la acompañaban. “Ven”. La
palabra sonó húmeda y silbante, Teodoro dio un paso pero se detuvo en seco. El
frio era mucho más intenso.
-Malditos
bastardos –murmuró. Su voz salió entrecortada de su garganta y pareció espolear
a las sombras que comenzaron a moverse hacia él -. ¿Quiénes sois?
La
respuesta de las sombras fueron unos carrasposos gemidos que parecían querer
convertirse en incomprensibles palabras mientras no dejaban de avanzar hacia Teodoro.
Lentamente. Pero no andaban. Se deslizaban por el suelo. Flotaban. Una era la
silueta de una mujer, la que avanzaba delante de las otras dos sombras.
Teodoro
pudo percibir el frio que manaba de la silueta, aquella sombra no tenía
aliento, no tenía aire, no tenía respiración.
No
tenía vida.
Teodoro
iba a gritar pero su teléfono sonó rompiendo la extraña sensación, haciendo que
las sombras retrocediesen hasta perderse en un rincón. Sintió su pecho moverse
a un ritmo inusual, desbocado en perfecta asimetría con sus nervios de acero.
Allí
no había nadie, pero él había escuchado con claridad como alguien le llamaba y
había podido ver las sombras encabezadas por la tétrica figura de la mujer sin
aliento.
Cogió
su teléfono precipitadamente y salió de los wáteres.
-Dígame
–gruñó.
“Teodoro
soy yo”. Era la voz de su abogado y parecía inquieta. “¿Estás en los juzgados?”
-Sí
–donde iba a estar si no, era el gran día-. ¿Qué pasa?
“Tienes
que firmar rápido, alguien me ha llamado hace unos minutos, dice que es un testigo
del accidente”.
-Pero
que mierda estás diciendo –cuando el coche blanco se salió de la calzada y
comenzó a golpearse contra los arboles de la cuneta, solo estaba él, el humo y
los sonidos del accidente. Nadie más. La guardia civil solo le tomó declaración
a él. Ningún testigo.
“Dice
que fue culpa tuya, que te vio”.
-¿Y
quién era? –su corazón no se calmaba.
“No
lo sé, pero firma la sentencia rápidamente”.
Teodoro
colgó el teléfono sin despedirse, echó una última mirada a la puerta cerrada de
los aseos y comenzó a andar todo lo rápido que sus piernas le permitían hacia
las oficinas.
Entró
en su casa precipitadamente, se detuvo en medio del amplio salón decorado con
muebles modernos y respiró hondo. La mañana había sido extraña, pero había firmado
la deseada sentencia que declaraba que era un hombre inocente libre de todo
cargo.
Debía
de reconducir su cuerpo a la tranquilidad y al aplomo con el que se enfrentaba
a cada una de las situaciones y dificultades que se presentaban en su vida.
Siempre las superaba y no iba a permitir que el accidente y los malnacidos que
le amenazaban fuesen un lunar negro en su vida.
-¡Elvira!
–grito. De sus recientes recuerdos emergió el de la llamada de su abogado
anunciándole que alguien había presenciado el accidente. Un testigo. Pero la
sentencia ya estaba firmada. Y también estaban las sombras del wáter. Su piel
tembló levemente, él era un hombre tremendamente racional y práctico, pero algo
extraño había sucedido en el maldito "meadero" de los juzgados-.
¡Elvira!
El
último grito fue más intenso y más rabioso, su mujer no parecía estar en la
casa, habría salido como siempre para gastar el dinero en absurdos caprichos.
Para su edad, aquella mujer había veces que parecía una insensata adolescente.
“¡Raas!”.
El ruido provenía de la planta de arriba del chalet como si alguien estuviese
arrastrando algún mueble pesado, su mujer era demasiado vaga para hacer aquello
ella sola, además, siempre respondía a su llamada de manera inmediata.
“¡Raas!”.
Maldita
sea, había alguien en la casa. Teodoro comenzó a subir los escalones,
lentamente; el silencio era dueño y señor de la casa tan solo perturbado por
los sordos sonidos de sus gruesos zapatos sobre los escalones de gres.
En
el piso de arriba, el silencio era aún más abrumador.
Sintió
el frio, pero no podía ser, la calefacción por la mañana funcionaba a toda
pastilla.
“¡Raaas!”
esta vez el ruido sonó mucho más cerca y con mayor intensidad.
-¿Quién
anda ahí?
Teodoro
dio dos pasos, era un hombre valiente y duro, pero la sensación de que en una
de las habitaciones había alguien, o algo, quemaba su pecho.
Alguien
le esperaba. El accidente. No, no podía ser, no podía dejarse llevar por
absurdas fantasías, alguien se había introducido en su casa y no podía
consentirlo. Miró al fondo del pasillo, pero no podía avanzar.
Llamaría
a la policía y… “Asesino”.
Teodoro
dio un salto. El calor del interior de su cuerpo se mezcló dolorosamente con el
frio helador que parecía haber invadido todo el aire de su casa.
Su
móvil vibró dentro de su bolsillo abstrayéndole del agónico momento.
-Dígame
–contestó sin dejar de observar el pasillo de la planta de arriba de su chalet.
Los ruidos habían desaparecido, pero la palabra continuaba resonando dentro de
su cabeza.
“Teodoro,
soy yo otra vez”. La voz de su abogado consiguió aliviarle como cuando se
enciende una luz en medio de una negra y amenazante oscuridad, “firmaste ya
¿verdad?”
Claro
que había firmado la maldita sentencia.
-Sí
–contestó secamente.
“Bien
porque me han vuelto a llamar”.
-¡No
había nadie en el jodido accidente! ¡Nadie que pudiese haberlo visto! –estalló
Teodoro sin poder controlarse.
“Tranquilo,
les he dicho que concertemos una cita”.
-¿Les
has dicho?
El
silencio del abogado pareció hacerse infinito.
“Sí,
ahora dicen que eran mas testigos”.
-¿Más?
–Teodoro no podía dar crédito a las palabras que estaba escuchando por boca de
su abogado a través del teléfono.
“Sí.
Eran tres”.
Tres.
La imagen del vehículo blanco saliendo de la carretera antes de quedar
aplastado entre los árboles, volvió a formarse en su cabeza. Solo pudo ver las
tres figuras que iban dentro del auto.
Dos
hombres y una mujer.
“Y
dicen que no quieren hablar conmigo” continuó su abogado a través del teléfono.
-Pero
tú eres mi abogado –el móvil temblaba en la mano de Teodoro-. Diles que tendrán
que hacerlo.
“Sí,
se lo he dicho, pero dicen que únicamente hablaran contigo”.
“Asesino”. La palabra sonó cercana y
negra como un trozo de carne podrida y maloliente, al fondo del pasillo
aparecieron las sombras.
Teodoro
quiso dar la vuelta y bajar rápidamente por las escaleras, alejarse de allí,
pero su cuerpo permaneció agarrotado, inmóvil. Solo podía ver como las negras
sombras flotaban en el aire y se le iban acercando.
Eran
tres y querían hablar con él.
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