Eran
chillidos de mujer, no cabía duda, chillidos de dolor y de pánico.
Diego
se levantó de su enorme camastro, era su primera noche en aquel inmenso caserón
colonial y desde luego, el que unos chillidos le despertasen en mitad de la
noche sacándole de su profundo sueño, no era un buen inicio.
Los
gritos entraban por la ventana totalmente abierta, todas las ventanas del
edificio permanecían abiertas durante la noche para combatir el húmedo y
pegajoso calor que reinaba en aquel lugar.
Diego
se asomó por la ventana. Podía apreciar, a pesar de la oscuridad de la noche,
cada uno de los contornos del vetusto patio central en cuyo centro se dibujaba
el ancestral pozo que había sido reforzado en todo su perímetro por ladrillos
vistos. Junto al pozo vio a las dos figuras, una de ellas era claramente la de
una mujer vestida con un camisón largo e inmaculadamente blanco que relucía
como un faro en la oscuridad, una mujer a todas vistas joven que aunque
gritando, parecía soportar sumisamente los golpes que le propinaba la otra
figura, una mole de al menos dos metros que sin duda era de un hombre al que no
se le veía el rostro.
-Eh
–gritó Diego sin mucha convicción. Pero su grito pareció ser escuchado por las
dos figuras porque la mole soltó a la joven que salió corriendo hasta perderse
por una de las numerosas puertas que daban al patio, el enorme hombre también
se alejó, pero mucho más tranquilo, con un andar lento y renqueante que por
momentos parecía que se iba a desplomar sobre el suelo de viejos adoquines.
Diego
observó a la figura hasta que se perdió en un rincón oscuro del patio y se
quedó en absoluto silencio, ninguna luz parpadeó en las escasas ventanas que
miraban al interior como negros y cansinos ojos cuadrados; nadie, salvo el
propio Diego, parecía haber presenciado la escena.
Tuvo
ganas de salir de su habitación y buscar la escalera que le llevase al patio,
pero en cambio, volvió a echar una última mirada por la ventana. El patio
estaba vacío envuelto en oscuridad y en un silencio de cementerio. Por fin,
Diego se decidió a salir de su cuarto, alguien más tenía que haber escuchado el
jaleo. Recorrió el pasillo prácticamente a tientas, tan solo acompañado de los
reflejos de la luna y de alguno de los tímidos reflejos procedentes de las
arcaicas farolas de la calle.
La
verdad era que no recordaba nada de la estructura de la casa y menos donde se
ubicaría alguna escalera que le pudiese conducir hasta el patio; había llegado
acompañado de su amigo bien entrada la tarde y nadie se había prestado a
enseñarles la casa, simplemente habían charlado, reído y bebido, después,
Mariana, la sobrina de los dueños, le había conducido a su habitación.
El
pasillo parecía no terminar nunca. Diego sintió una rabiosa necesidad de gritar
y de preguntar si es que nadie se había enterado de la agresión que acababan de
perpetrar sobre una muchacha indefensa en el patio, pero no lo hizo porque los
pasos empezaron a escucharse, acercándose a él procedentes del final del
pasillo. Por fin alguien en aquella maldita oscuridad. “Eh soy Diego” anunció
sin saber cuántas de las 12 o 13 personas que calculaba que hubiese en la casa
recordarían su nombre, tal vez solo su amigo. La sombra se detuvo. Parecía
gigantesca. “Eh…” esta vez la voz de Diego tan solo pareció un débil susurro.
La sombra comenzó a moverse de nuevo, parecía un gigante en medio de la
oscuridad y suspiraba, pero no lo hacía de una forma normal, el sonido que
salía de su garganta parecía el de una manada de lobos preparándose para la
cacería.
“Tú”
dijo la sombra como si le arrancasen un trozo de carne podrido de la garganta.
Diego
miró hacia atrás deseando que apareciese alguien más y que participase en aquella
conversación. Dio un paso atrás, no quería estar por más tiempo a solas con la
sombra, si era el hombretón del patio –quien si no--, se le habían pasado de
repente todas las ganas de recriminarle su conducta con la joven del camisón
blanco.
En
aquel mismo instante, Diego tuvo la incontestable certeza de que aquel
hombretón o lo que fuese quería algo de él. Salió corriendo. Sin mirar a tras
hasta que sin saber cómo llegó a su habitación, cerró la puerta y se apoyó
contra ella respirando como una auténtica locomotora a vapor. Aguardó
aterrorizado a que una manaza golpease la puerta con furia y tal vez la
derribase. Pero nada pasó.
Esperó
unos minutos más y se metió en la cama acurrucándose entre las sabanas. No
consiguió dormir hasta que la tímida luz de un nuevo día comenzó a deslizarse
por la ventana. Se despertó con la cruenta sensación de que había tenido la
pesadilla más macabra de toda su vida. Pero no había sido una pesadilla, la
agresión a la joven del camisón blanco en el patio y la sombra en el pasillo
habían sido reales.
Se
vistió y salió en busca de la gente. Quería ver personas. No le costó mucho
esfuerzo porque las voces llegaban animadas de algún lugar cercano, incluso
algunos reían; casi todos estaban reunidos en la enorme cocina con vasos de leche,
bollos y café. “Hola Diego” saludó alguien. Él respondió con su mano, Mariana,
la bella sobrina del dueño del enorme caserón se dirigió a él y le preguntó que
tal había dormido.
-¿Vive
alguien en la casa? –fue la inquieta respuesta de diego.
Mariana
le miró sonriente.
-Sí,
mira cuanta gente –contestó con un divertido gesto señalando a los comensales.
-No,
en serio, un hombre muy alto y… una mujer joven.
El
rostro alegre y bonito de Mariana cambió, su semblante se volvió sombrío y
acusador.
-Aquí
no vive nadie –su voz también había cambiando.
La
joven dio media vuelta airadamente y abandonó la enorme cocina. Diego corrió
tras ella. “He visto algo esta noche” dijo acercándose a ella. “Tal vez
soñaste”
-No,
no fue un sueño, un hombre muy grande pegaba a una chica.
Mariana
guardó silencio.
-No,
no viste nada –dijo por fin-. No pudiste ver nada…
La
voz de la hermosa Mariana no se parecía en nada a la dulce melodía del día
anterior ni a la de esa misma mañana cuando le había preguntado que si había
dormido bien.
-Claro
que lo vi –volvió a replicar Diego-. Dime ¿Por qué quieres ocultarlo?
La
joven entonces se giró y miró fijamente a los ojos de Diego. Sus enormes
pupilas negras palpitaban brillantes.
-Ese
hombre está muerto, lo que viste fue su fantasma -Diego soltó una mueca de
asombro, de incredulidad-. Viene a veces, por las noches, pero no todo el mundo
le ve.
-Me
estás tomando el pelo.
-Viene
a pedir cuentas por lo que le hizo su mujer –continuó Mariana sin prestar
atención a las palabras del joven.
-¿Su
mujer es la chica a la que pegaba? –preguntó Diego con un irónica mueca en sus
labios. No podía creer aquel cuento, claro que no, pero sin saber porque, supo
que la bella Mariana hablaba muy en serio. Su sonrisa desapareció por completo
y un gélido escalofrío recorrió su cuerpo desde los talones hasta la coronilla.
-No,
su mujer le asesinó y se fue.
-Entonces
¿quién es la chica? –preguntó Diego con la única idea en su mente de abandonar
cuanto antes aquel extraño caserón.
-Su
hija –Diego tembló porqué sabía cuales serian las siguiente palabras de la
joven, que sin dejar de mirarle levantó su camisa dejando su espalda libre y donde
unas tiras rojas marcaban su tersa piel morena-. Yo soy su hija y muchas noches
viene a pegarme porque me culpa de que mi madre le asesinara.
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