domingo, 17 de abril de 2016

EL AMA DE LLAVES



El dulce aspecto de la chica pelirroja vestida con un sencillo pantalón vaquero y un chaquetón blanco, contrastaba dolorosamente con el lúgubre cuadro que representaba la estación donde acababa de apearse.
Un cuadro de siglos anteriores.
Debía de salir de la estación y buscar “La Sombra”. Esa era una de las escasas, pero concisas instrucciones que formaban el mensaje con el que había firmado el pacto. Su contrato de trabajo.
Salió del viejo y solitario hall de la estación y se dio de bruces con el frio otoñal que descendía gris de las cercanas montañas. Una estrecha carretera era el único signo de civilización que se mostraba ante sus grandes y bellos ojos verdes.
A escasos metros, se alzaban unos oxidados letreros de metal. Paula se colocó la bufanda, se acurrucó bajo su chaquetón y se dirigió hacia ellos. Le esperaba un fin de semana lleno de incertidumbres y seguramente de infortunios ante su nuevo y desconocido trabajo.
La joven miró al cielo con una melancólica y triste sonrisa de resignación.
Al menos no llovía.
Uno de los letreros, escondido tras el principal y más grande que anunciaba el pueblo más cercano a millones de kilómetros, indicaba la dirección de “La Sombra”.
Paula comenzó a andar. La casa empezó a divisarse según el camino iba ascendiendo entre árboles secos que daban el aspecto de brazos descarnados.
“La Sombra” era una casa enorme, dos plantas enfoscadas de un cemento gris oscuro sin pintar; la rodeaba un terreno donde varios vehículos viejos a los que les faltaban algunas ruedas y parte de sus chasis, descansaban entre hierbajos que parecían llevar siglos sin cuidar.
Paula respiró hondo y llamó a la puerta.
La gruesa y descolorida hoja de hierro comenzó a abrirse entre un doloroso chirriar hasta que apareció una mujer que escrutó a la joven de arriba abajo. Paula dio un paso atrás y sintió la imperiosa necesidad de salir corriendo. El rostro de aquella mujer parecía el de una vieja muñeca cuyo pelo liso y lacio no había sido lavado desde tiempos inmemorables.
La mujer desprendía un sofocante olor a fragancias infantiles y vestía un jersey de pico que daba forma a unos senos planos y caídos.
El rostro de la muñeca sonrió.
-Pasa –ordenó con un sonido procedente del fondo de la tierra. La joven Paula traspasó el quicio de la puerta y se encontró en un enorme recibidor totalmente vacío de muebles y adornos y tremendamente frio, helado, rodeado de puertas cerradas y una escalera al fondo que ascendía a una inquietante oscuridad-. Yo soy Lora.
La mujer pronunció su nombre haciendo que la erre sonase rasposa, casi como una doble consonante. Lora comenzó a andar hacia la escalera, su cuerpo al moverse parecía el de una figura masculina salida de una película de asesinatos o serie B. Paula la siguió envuelta en un frio que casi le hacía tiritar, pero a pesar de ello, sintió una fina película de sudor cubrir parte de su cuerpo.
-Ellos quieren que seas buena chica –dijo la mujer cuando llegaron a una de las habitaciones del piso de arriba. Lora pareció soltar una grotesca carcajada y miró fijamente a los ojos de Paula que no pudo aguantar la mirada y dirigió su mirada al suelo-, ya sabes, que seas buena trabajadora, dócil y obediente.
-Es la primera vez que hago algo así –susurró la joven-. Todo ha ocurrido muy deprisa, mi padre tuvo problemas económicos y…
-Tú has querido ayudar –terminó la frase la mujer-. Sí, suele pasar, ahora desnúdate.
Los ojos de roedor de la mujer escrutaron a la chica mientras se quitaba el chaquetón, el jersey y los pantalones.
Lora dio dos pasos hasta quedar casi pegada a la asustada joven.
-Sigue.
Paula terminó de quitarse los calcetines a rayas, las plantas desnudas de sus pies protestaron al entrar en contacto con la fría loza del suelo, un escalofrío recorrió todo su cuerpo hasta hacerla castañear los dientes.
La mujer comenzó a buscar algo dentro del armario empotrado mientras Paula intentaba controlar el frio que invadía todo su cuerpo tan solo cubierto por el sujetador y las bragas.
Lora entregó a la muchacha una bata negra de servicio con cuello blanco de tela áspera y reseca, la prenda raspó su piel y su nariz absorbió el olor a humedad y a viejo que la bata desaprendía como si hubiese permanecido siglos guardada en aquel armario, pero al menos, consiguió apaciguar el frio que no dejaba de manar de aquellas paredes.
-Estás hermosa aun con estas viejas prendas –dijo Lora soltando el pelo rojo de la joven que esta había estado llevando en una discreta coleta y que al instante se extendió como luminosas cascadas-, seguro que les gustarás.
Paula no se atrevió a preguntar a quien debía de gustar, y nuevamente se encontró andando por los pasillos de la enorme casa. Volvieron a bajar a la planta baja y se detuvieron junto a una puerta de madera vieja y desgastada.
-Adelante –soltó la mujer abriendo la puerta con lentitud.
La joven dio un tímido paso y se adentró en la habitación tan solo iluminada por unos tenues focos perdidos en algún lugar del techo. El frio se acentuó y la chica pensó que no podría soportar aquella temperatura, a pesar de que al fondo se distinguía la caliente luminosidad de un hogar a cuyo alrededor se sentaban las dos figuras.
Paula dio otro paso. La puerta se cerró a su espalda y la joven se giró inquieta, una perversa carcajada pareció escucharse al otro lado de la pared.
“Ven bonita”. La voz provenía de las dos figuras, una voz vieja y desgastada.
La chica miró hacia la chimenea. Paula comenzó a arrastrar sus pies, el aire viciado por siglos de una inadecuada ventilación y el humo de la chimenea cosquillearon en su nariz, pero al menos, la temperatura comenzaba a ser más cálida y soportable. La joven prácticamente se dio de bruces con los dos ancianos que la observaban desde sus respectivos sillones; la mujer, con su pelo teñido de un rubio oscuro y grasiento y vestida elegantemente con un vestido azul, la saludó con una bondadosa sonrisa; el hombre, embutado en un traje oscuro a rayas y a pesar de que las arrugas de su rostro y de su cuello delataban sus numerosos años de vida, la escrutó con unos ojos vivos y expectantes, su nariz larga y estrecha le daban un aspecto de aristocrático personaje.
-Hola linda, espero que nuestra querida Lora haya sido hospitalaria –la voz de la mujer sonó suave con un fino envoltorio de dulzura, tan fino, que parecía querer desaparecer-. Es nuestra ama de llaves como se las llamaba antes, a veces es un poco brusca, pero es una buena mujer. Ven acércate.
Paula obedeció hasta quedar de pie junto a la señora.
-Eres muy bonita y tienes un pelo rojo que parece de seda –la señora la cogió de la mano y tiró de ella. Paula comprendió sus deseos y se arrodilló junto al sillón de la vieja mujer-. ¿Estás asustada?
-No –Paula contestó tras unos segundos de duda, entonces, el hombre se levantó con una energía impropia para la edad que aparentaba y soltó un sonoro cachete en una de sus mejillas.
La joven enseguida se sonrojó y sus ojos se empaparon de humedad, pero fue capaz de contener el llanto.
-Deberás de ser más educada mientras permanezcas con nosotros -dijo la mujer acariciando la mejilla golpeada con su mano arrugada y caliente-. Yo soy doña Emilia y mi marido don Julián.
-¿Has entendido? –gruñó el viejo volviéndose a sentar en su sillón.
Paula ni tan siquiera se atrevía a respirar.
-Si…-balbuceó.
-Eso es bonita –dijo la vieja mujer con una extravagante delicadeza mientras su mano seguía acariciando la mejilla de la joven con una rasposa suavidad-. Ahora levanta y ve a prepararnos unos vasos de leche y unos pasteles.
Paula se tensó sin saber muy bien qué hacer ni que decir.
-Si niña, en la puerta del fondo está la cocina, allí encontrarás todo.
La joven se levantó y se dirigió a la puerta. La cocina era un cuarto inmenso con torres y montones de cacharros sin colocar, el olor era una mezcla de mil aromas rancios y casi podridos. Sintió una arcada. Pero se adentró en la cocina. La vieja nevera gris ronroneaba como un gran roedor herido, la abrió, en el interior descansaban un sinfín de paquetes y platos con restos de comida, cogió una botella de leche y buscó en un armario un cacharro para calentarla. Los pasteles descansaban en un plato de porcelana encima de la encimera, no parecían oler mal pero estaban desechos y sus rellenos de chocolate y mermelada resbalaban como espesas babas.
Encontró una bandeja en un lugar apartado de la encimera y puso la leche caliente y el plato con los pasteles. Respiró hondo y regresó junto a los ancianos.
-Uhm huele bien –expresó Doña Emilia con un exagerado gesto de su cabeza como si quisiese aspirar el humo y hasta los vasos cargados de leche-. Deja la bandeja y vuelve a mi lado.
Los dos viejos se arrimaron a la mesa.
Doña Emilia cogió un pastel que prácticamente se deshizo entre sus dedos y lo mojó en su vaso de leche, el pastel comenzó a chorrear su relleno entre los dedos de la mujer antes de que empezase a mordisquearlo.
-Toma –dijo dirigiendo los restos de pastel hacia la boca de Paula-, seguro que estás hambrienta.
-No… doña Emilia… estoy bien.
Entonces, como espoleado por una enorme mano invisible, don Julián volvió a levantarse provocando una fría corriente de aire. El cuerpo de Paula tembló. Los dedos del hombre aferraron con fuerza las muñecas de la chica y las llevaron a su espalda haciendo que la joven notase un pinchazo de dolor en sus hombros que le obligó a soltar un suave lamento.
El viejo ató las muñecas de la chica con un viejo cinturón resto de alguna bata en desuso.
-Tienes que comer algo niña –exclamó doña Emilia como si nada hubiese pasado y sujetando aún el trozo de pastel entre sus dedos, lo volvió a mojar en su vaso de leche y lo condujo de nuevo a la boca de la joven. Un chorro de leche caliente resbaló entre los dedos de la anciana-. Abre la boca.
Paula obedeció y el dulce y desecho trozo de pastel entró en su boca, la chica masticó el pastel empapado de leche sin poder hacer otra cosa, y cuando parecía que conseguiría tragar aquella masa, don Julián introdujo otro pastel, esta vez entero, en su boca; la joven intentó masticar la espesa masa que comenzó a formarse entre sus dientes, y sin apenas tiempo, el viejo vertió la leche que quedaba en su vaso revuelta con restos de pasteles en la boca de Paula que no pudo contener un ataque de arcadas y de tos expulsando un sinfín de migajas que cubrieron su barbilla y se deslizaron por su piel hasta colarse por el interior de su vestido.
-Tienes que comer niña  –doña Emilia, como había hecho anteriormente su marido, vertió la leche que quedaba en su vaso en la boca de la joven.
Paula volvió a toser, sus ojos brillaron llenos de humedad y su pecho tembló agitado por su descontrolada respiración. Consiguió tragar los trozos de pastel que resbalaron como si fuesen vivos gusanos hasta su estomago.
La joven cerró los ojos esperando que nuevamente la introdujesen trozos desechos de pastel en su boca, pero por el contrario, notó como la desataban las manos.
-Llévate los vasos y puedes retirarte –escuchó como decía la anciana-, seguro que estas cansada del viaje niña.
Paula se levantó y con sus manos temblorosas pudo coger la bandeja con los vasos y platos y llevarla hasta la cocina. Doña Emilia y don Julián quedaron sentados en sus sillones sin decir palabra. La joven no miró atrás hasta que abandonó el gran salón.
Lora la esperaba detrás de la puerta, como si hubiese estado allí plantada todo el tiempo aguardando a que terminase. Sonrió mostrando su blanca dentadura entre la penumbra del pasillo.
-Son unos buenos viejos –murmuró-, aunque a veces pueden llegar a ser algo pesados. Sígueme.
La joven siguió a la ama de llaves hasta su habitación. El ruido de la puerta cerrándose sonó en los oídos de Paula como miles de pequeños roedores protestando en la noche. El frio volvía a ser intensísimo dentro del cuarto, pero la chica apenas lo sentía, su piel todavía palpitaba cargada de sucias partículas de pastel, sudor y saliva. Respiró hondo intentando no recordar el reciente momento que había pasado con los ancianos, y después de colocarse un viejo camisón blanco que aguardaba pulcramente doblado sobre la cama y que la llegaba hasta los tobillos, se metió en la cama acurrucándose entre el montón de viejas mantas que cubrían el colchón.
La pesadilla inundó la mente de Paula. Los dos viejos iban tras ella por un largo y negro pasillo y la llamaban con sus rugosas manos llenas de una sustancia negra y viscosa. Ella iba desnuda y no dejaba de correr envuelta en sudor, de repente, el aire se hizo insuficiente. Los viejos se acercaban a ella irremisiblemente. La agarraron. Su cuerpo desnudo resbalaba entre las viscosas manos de los ancianos.
Paula no podía respirar.
-¡Aah! –la joven despertó y se incorporó hasta quedar sentada en la cama. Temblaba de pies a cabeza.
El humo invadía la habitación. Un humo real y denso. Se llevó una mano a la boca y tosió. Se levantó, sus pulmones le ardían dolorosamente dentro de su pecho. El humo se movía por la oscura habitación como un fantasma. Paula buscó la puerta casi a tientas, abrió y salió del cuarto. Toda la casa estaba llena de humo. Deambuló por los pasillos hasta que pudo identificar el gran vestíbulo de la entrada. Notaba que las piernas le flojeaban, se puso de rodillas, casi a gatas, pudo llegar hasta la puerta de salida, se arrastró hasta que pudo alejarse unos metros de la casa, después, sus párpados no aguantaron más y se cerraron sumiéndola en la oscuridad.
Paula volvió a despertar junto con la claridad de un nuevo y triste día. No llovía, pero las nubes abarrotaban el cielo. Su camisón blanco estaba cubierto de barro y su piel se encontraba mojada. Se levantó. Se encontraba en la cuneta del camino por el que el día anterior había llegado a la casa.
El enorme casón estaba frente a ella. Recordó a los viejos y como se habían entretenido martirizándola mientras merendaban los pegajosos pasteles y los vasos de leche.
Y Lora. La siniestra ama de llaves con cara de muñeca.
Los destartalados restos de los vehículos que descansaban como siniestros cadáveres en el terreno que precedía a la casa, continuaban allí, delante de ella. Pero el caserón no parecía el mismo. No era el mismo. Estaba en ruinas. Su tejado estaba derruido y dejaba entrever sus vigas descarnadas y cubiertas de hollín. Negras. Las paredes de cemento también estaban negras y sucias. No había puertas ni ventanas, tan solo los restos de los marcos negros y astillados.
El caserón había sido arrasado por un incendio. Pero allí no había nadie, ni un bombero, ni un policía, ni un curioso. Solo ella.
El hombre comenzó a descender por el camino. Paseaba con un bastón en su mano y parecía disfrutar de la caminata. Se la quedó mirando. Primero con extrañeza y desconfianza y luego con amabilidad.
-¿Se encuentra usted bien señorita? –dijo el hombre jovialmente.
Paula no contestó. Aun no comprendía bien lo que había sucedido. Volvió a mirar al derruido caserón.
-Ha habido un incendio.
-Sí claro –respondió el hombre-. Fue terrible.
-Yo estaba en la casa, di de merendar a los señores.
El hombre la observó con ironía y movió su bastón en el aire.
-¿Ha tenido usted un accidente?
-También estaba el ama de llaves. Lora.
-Sí, aquella vieja bruja –dijo el hombre. Entonces, Paula respiró hondo, el aire entró fresco en sus pulmones, ni siquiera un resquicio a olor a quemado o a unas sencillas cenizas. El aire era puro-. Ella provocó el incendio según dijo la policía.
Paula sintió un temblor cuando el hombre dejó de hablar.
-Pero… -titubeó-, anoche estuve en la casa, con Lora y los ancianos… Doña Emilia, don Julián…
-Eso no puede ser señorita, la casa ardió hace más de un año.
Paula cayó de rodillas antes de que el hombre dijese las últimas palabras.
-Todos murieron en el incendio, el ama de llaves y el matrimonio de ancianos al que cuidaba.


2 comentarios:

  1. Hola! me ha gustado mucho este relato. ¿Tiene continuación? Me gustaría saber cómo es que Paula ha terminado viviendo tan terrorífica experiencia. :)

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    1. Hola Tricia, encantado de saludarte. El relato no tiene continuación, tiene un final abierto para quien lo lea pueda sacar sus propias conclusiones; yo personalmente espero que Paula pueda recuperarse de la experiencia vivida y que pueda continuar su vida con normalidad, aunque tal vez puede que la toquen vivir más experiencias similares a las del relato. Quien sabe.

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