sábado, 31 de agosto de 2013

La princesa rusa III


 

                         Cautiva en las miserias de los hombres

 

Sofía pasó la noche y casi todo el siguiente día, después de tomar la decisión de intentar afrontar el mayor obstáculo de todos los que la vida había puesto en su camino, en uno de los innumerables clubs de alterne de baja categoría, andrajoso y cutre, que rodeaban las afueras de la capital en todo su perímetro. Allí empezó a prostituirse, junto con mujeres que la mayoría de ellas habían sido desahuciadas de otros clubs de mayor “categoría” y veían en aquel local de mala muerte, el único sitio donde poder seguir trabajando en aquel oficio parar ganarse la vida.

El club era mantenido por un grupo mafioso ruso y les servía como tapadera para utilizarlo de calabozo y correccional para chicas que, como Sofía, no estaban muy decididas a prostituirse y con las que sin duda, por su belleza y juventud, pensaban sacar mucho dinero explotándolas en locales de lujo como el chalet-prostíbulo regentado por Denis.

Ese grupo moscovita no era excesivamente poderoso, como Sofía averiguaría más tarde, pero era capaz de alargar alguno de sus delgados y escurridizos tentáculos a los países de la Europa occidental, entre ellos España, donde introducía numerosos chicos y chicas rusos y de otros países del este, para explotarlos en el mundo de la prostitución y de la pornografía y con los beneficios obtenidos, nutrir en buena parte sus necesitadas arcas.

Ninguno de los jóvenes que introducían en aquel mundo sobrepasaba los 24 o 25 años de edad y todos eran de gran atractivo. Muchos de esos jóvenes venían voluntarios, animados y engañados por la idea de ganar muchísimo dinero trabajando en occidente. Otros, para saldar deudas o favores económicos contraídos con la mafia por familiares o por ellos mismos y que en sus países de origen les era imposible afrontar. Y otros, por castigo. Todos ellos eran sometidos a vigilancia, amenazas y correctivos durante su estancia en el país donde debían cumplir con su trabajo o castigo.

Sofía pertenecía al último grupo y por su juventud y belleza, debía de cumplir su castigo en un local de lujo, pero su inicial negativa a prostituirse, la llevó a aquel tugurio de mala muerte.

Los primeros momentos que paso en el club, los pasó entre un pequeño grupo de mujeres que la miraban como a un bicho extraño, algo que no era raro, pues la diferencia física y de edad entre Sofía y aquellas mujeres era casi abismal. Todas ellas pasarían de largo, casi con toda seguridad, de los treinta y la mayoría eran de color, por lo que Sofía, aun con su poco conocimiento práctico de cómo era la apariencia externa de las gentes de aquel país, imaginó que aquellas mujeres no serian españolas. Ninguna de ellas le hablaba, tan solo la miraban y hacían comentarios entre ellas que la joven no lograba entender.

Ella tampoco les habló. Se mantenía expectante, muy nerviosa, sudorosa, no solo por el intenso calor del recién estrenado mes de julio, sino también porque estaba a punto de que llegase el momento de afrontar aquello que tanto la llenaba de amargura y que tan solo unos días antes no hubiese ni podido imaginar que tendría que hacerlo.

Todo había cambiado tanto para ella en tan poco tiempo.

Cuando las mujeres empezaron a levantarse y a salir de aquel cuarto, ella las siguió cabizbaja y enseguida se encontró en una estancia alargada pero mucho más grande, que sin lugar a dudas era el bar. Observó como de una manera casi programada, la mujeres se iban distribuyendo en pequeños grupos o solas a lo largo del local, sentándose junto a la barra o bien en alguno de los sillones que había esparcidos por la superficie del bar. Esperando.

Ella se quedó de pie, mirando a ningún sitio y sin saber muy bien lo que hacer, durante unos instantes de increíble confusión, agonía y sinsentido. Sus pensamientos fluían embarullados a toda velocidad y su cerebro no era capaz de darlos el más mínimo sentido. ¡No! Había tomado una decisión y debía llevarla a cabo, no podía hacer pasar a su mente de nuevo por aquel infierno de angustia y depresión, aunque tuviese que estar toda su vida haciendo aquello. Cerró los ojos durante unos segundos y respiró profundamente, los volvió abrir y miró muy despacio entre la cansina y mortecina iluminación de aquel antro. Vio una banqueta libre junto a la barra y se dirigió hacia ella, despacio, ante la mirada de sus nuevas compañeras que la habían estado observando durante aquel momentáneo caos de su mente.

Se sentó en la banqueta de una manera que no se podría considerar de las posturas convencionales que adoptan las mujeres de la vida cuando esperan a los clientes, mirando fijamente a una de las ventanas cerradas y cubiertas por unas gruesas cortinas oscuras por las que apenas conseguía entrar algo de claridad del aun soleado día. Permaneció quieta, sin apenas darse cuenta del transcurrir del tiempo y cuando la tenue claridad que entraba por las ventanas se desvaneció por completo y dejó todo el trabajo a la mortecina luz artificial del local, entró el primer cliente. Sofía se fijó atentamente en él desde su posición en la barra. Se sintió asustada. Su aspecto no la gusto nada, se asemejaba bastante al encargado-chulo del club, más delgado pero aun más viejo si cabía.

El hombre se colocó en el extremo de la barra más próximo a la entrada, pidió algo de beber y enseguida una de las mujeres se acercó a él.

Fueron llegando más clientes, no muchos, cuyas edades se aproximaban en la mayoría de ellos, a los cincuenta años y de aspectos que no mejoraban en mucho al del primero de ellos.

Sofía observó, entre temerosa, nerviosa y curiosa, que se repetía el mismo ritual una y otra vez: los hombres pedían una copa y se les acercaba alguna chica que pasaba con ellos más o menos tiempo, dependiendo de si los hombres las invitaban o no. Ninguno de los clientes había pasado a las habitaciones interiores hasta aquel momento, algo que llamó bastante la atención a la curiosidad de la chica.

Durante ese tiempo de observación, la joven rusa se tomó una coca cola mezclada con un chorro de un licor que la ofreció la camarera, en principio, la más agradable de todas aquellas mujeres y con la única que intercambió algunas palabras en su reciente aprendido español. Al principio, el combinado no la gustó mucho, pero la sirvió para tranquilizarse bastante, sin duda, por el efecto del alcohol de la bebida, y cuando le llegó el turno de cenar, se tomó otro de aquellos combinados para acompañar al bocadillo.

Su ánimo se fue elevando de una manera considerable y se atrevió a moverse unos pocos metros por el estrecho bar e intercambiar algunas palabras con sus compañeras, que para su sorpresa, no le contestaron tan desagradablemente como le cabría esperar en un principio.

Llegó rápidamente la una de la madrugada y Sofía voló a lo largo de aquel tiempo; se encontraba en un estado de semieuforia que no hubiese podido imaginar tan solo unas horas antes. Su curiosidad había aumentado y no dejaba de observar con detalle como trabajaban sus compañeras; y se encontraba mirando a una de ellas que reía animadamente junto a un hombre, cuando le sobresaltó el escuchar detrás de ella la voz de una de las mujeres:

-Vamos bonita, hay que trabajar -la dijo mientras señalaba sonriente a dos hombres con un movimiento de su cabeza.

La mujer de color, cercana a los cuarenta años, pero una de las más bonitas de todas las que trabajaban allí, se dirigió hacia los dos hombres que habían entrado en el local hacia muy pocos minutos, mientras hacia un gesto con la mano a Sofía para que la siguiese. Ésta, la siguió, al mismo tiempo que su curiosidad y euforia desaparecían como fulminadas por un rayo y eran sustituidas nuevamente por un intenso malestar emocional. La desazón y los nervios vencieron momentáneamente a los efectos eufóricos del alcohol e invadieron nuevamente su mente.

Su compañera saludó a los dos hombres muy efusivamente entre besos y abrazos como si ya se conociesen, mientras la joven rusa permanecía detrás de ella, inmóvil.

-Os voy a presentar a una chica nueva -escuchó como decía su compañera, apartándose y dejándola delante de los dos hombres.

A pesar de su estado de nervios y crispación, Sofía pudo percibir que los dos hombres quedaban como perturbados ante su presencia, sin que en principio comprendiese el porqué.

Escuchó como su compañera pronunciaba dos nombres masculinos, seguramente nombres españoles, además del suyo y sintió como los dos hombres se aproximaban a ella y la besaban tímidamente en las mejillas.

Durante unos interminables momentos, los dos clientes se quedaron como hipnotizados y paralizados.

-Es guapa ¿eh? -dijo por fin la mujer dominicana y los dos hombres parecieron despertar de su letargo, después, rodeó con sus brazos a uno de ellos y comenzó a hablar con él.

El otro hombre se quedó mirando a Sofía. Bajaba ligeramente, por lo menos en apariencia, la media de edad de los clientes que habían visitado el club aquella noche y aunque no era ni mucho menos atractivo, su aspecto era algo más agradable.

-¿De dónde eres? -preguntó tímidamente el hombre sin acercarse mucho a la chica.

Sofía volvió a tranquilizarse. Aquel hombre parecía más cohibido y nervioso que ella. ¿Por qué pasaba aquello? Reflexionó rápidamente y enseguida creyó encontrar la solución. Sabía que era una chica considerada como “muy guapa y de bonita figura” como le decía su abuela paterna en ocasiones, de las pocas veces que le había hablado de una manera benigna hacia su persona antes de morir, “vas a tener un cuerpo como esas actrices extranjeras que salen en televisión, Sofía”, aunque ella muy rara vez en su vida se paraba a pensar y mucho menos a recrearse sobre su hermosura; pero en aquel momento, estaba segura que lo que había dejado a los dos hombres como paralizados, había sido eso, su físico, y por supuesto su juventud, que resaltaba de una manera notable entre aquellas mujeres. Seguramente en aquel lugar no habituaban a tener a chicas como ella, ni en otros lugares donde aquellos hombres acostumbrasen a tomar sus copas.

Si su teoría era cierta, era algo que le hacía ponerse en una situación de ligera ventaja con respecto a los clientes, por lo menos en aquel lugar, pero no conseguía ver la manera de sacarlo provecho.

Sofía sonrió al hombre melancólicamente, notando como desaparecían sus nervios.

-Soy rusa -dijo en español con su dulce voz y con su gracioso acento del este-, y tú, ¿eres de aquí? -se le ocurrió preguntar. Escuchó como su acompañante le contaba que era español, pero de un pueblo del sur, bastante lejos de allí y que se encontraba trabajando haciendo unas calles o algo así, cerca de Madrid. Observó cómo mientras hablaba y bebía largos tragos de su vaso, el hombre se iba tranquilizando y se iba aproximando más a ella hasta que sus cuerpos quedaron prácticamente rozándose.

Cuando el hombre terminó de hablar, agarró a Sofía de la cintura con sus manos y la presionó ligeramente contra su cuerpo; rápidamente, la joven notó como una de las manos del hombre se deslizaba por su espalda hasta alcanzar su trasero, mientras la otra subía lentamente por uno de sus costados.

No experimentó nada especial cuando sintió las manos del hombre en aquellas partes de su cuerpo. Se alegró. Se alegró mucho. Desde que tuvo plena certeza de que querían que trabajase como prostituta, pensaba que no podría resistir el momento en que las manos de un desconocido la rozaran simplemente, pero en principio, parecía que podía soportarlo.

El acompañante de Sofía empezó a acariciar con cierto ímpetu las partes del cuerpo femenino donde se habían detenido sus manos. Aquello gustó menos a la muchacha que se retiró suavemente pero con energía. Volvió a sentirse alegre al ver que el hombre no parecía enfadarse por su acción y permanecía quieto, como esperando a que ella diese el siguiente paso.

-Invítame a una copa -intentó decir melosamente y deseando hacer efecto una de las advertencias del encargado-, si no me invitas no puedo quedarme más contigo.

Fueron dos las copas a las que su nuevo amigo la invitó, si es que debía considerarlo como tal. El hombre quiso apurar el dinero que llevaba encima, en compañía de aquella atractiva muchachita y aunque le hubiese gustado pasar al reservado con ella, se vio obligado a desistir cuando ella le informó del precio.

Sofía aguantaba bien cuando el hombre la tocaba ligeramente y sus manos permanecían tranquilas, pero con resignación y cierta angustia cuando las manos del hombre recorrían su cuerpo y cuando notaba su dureza sexual al apretarla contra él. A veces, una parte de su cerebro protestaba airadamente por dejar que un extraño la tocase y ella sentía ganas de llorar y suplicaba a aquella parte su cerebro que la dejase en paz, que no la torturase. Las protestas desaparecían.

Cuando el hombre llevó una de sus manos hasta el borde del corto vestido y comenzó a subirla lentamente entre los muslos, Sofía no pudo aguantar más, agarró bruscamente la mano del hombre al tiempo que se apartaba de él. “¡Basta cerdo! ¡No aguantó que me sigas tocando!”, estuvo a punto de gritar, pero consiguió dominarse in extremis e intentó reunir toda la tranquilidad que pudo.

-¡No! Por ahí no -exclamó suave pero enérgicamente Sofía, mientras ladeaba la cabeza e intentaba sonreír.

El hombre nuevamente quedó quieto para satisfacción de la joven que nuevamente se sintió dominadora de la situación. Se sintió feliz. Durante el tiempo que permaneció con aquel hombre, no le costó demasiado trabajo controlarle en sus ataques cuando éstos le hacían sentirse demasiado mal.

Aquella noche se acercó a dos hombres más. Uno de ellos no pareció dispuesto a invitarla a ninguna copa, pero enseguida llevo sus manos a su trasero y Sofía, nuevamente con energía se apartó del hombre y se fue rápidamente de su lado diciéndole que no podía acompañarle si no la invitaba a una copa. El otro, un hombre bajito con el poco pelo de su cabeza ya de color blanco y probablemente cercano a los sesenta años, le invitó a otras dos copas de coca cola con un chorrito de whisky. A Sofía le agradó mucho permanecer al lado de aquel hombre mayor, que intentaba hacerla reír y ser simpático con ella y cuyos contactos se limitaban a llevar las manos a su cintura y en ocasiones a su pecho o a alguno de sus muslos, y que para su sorpresa, no le disgustó demasiado el contacto de las manos de aquel simpático señor.

Cuando la muchacha apuró el tiempo de acompañar al hombre y se separó de él, se sentía maravillosamente. Había ganado la primera batalla a su nuevo “trabajo” que tanto le había estado atormentando y llenando de amargura hasta tan solo unas horas antes. Si conseguía llevarlo por ese camino durante el tiempo que tuviese que realizarlo, que esperaba con toda su alma que no fuese mucho, conseguiría soportarlo, aunque sabía que le quedaba un camino bastante duro por delante.

Pero no tuvo demasiado tiempo para saborear su victoria. El local se quedó vacío de clientes y el encargado apagó las luces exteriores dando por terminada la jornada y algo después, cuando las chicas y el chulo se hubieron marchado, Sofía se quedo sola, encerrada en aquel edificio, aunque afortunadamente no la encerraron en el cuartucho y tenia libertad para acampar a sus anchas por el local, a excepción de los cuartos que el encargado había dejado cerrados con llave.

Se encontraba cansada aunque muy animada y feliz, ayudada seguramente por la notable cantidad de whisky que había tomado en sus copas, y no se arrepentía en absoluto de haber bebido tanto alcohol, pues pensaba que seguramente no se encontraría tan bien si no lo hubiese hecho. Sofía recordó con nostalgia la última vez --y la única-- que había bebido más de un vaso de vino o un sorbo de vodka. Fue en las últimas fiestas navideñas, en la fiesta donde había conocido a Shirko. Se había divertido como nunca antes en su vida de adolescente. Lo recordaba muy gratamente, a pesar de que el malestar y el dolor de cabeza producidos por la resaca la habían acompañado durante casi una semana.

Sofía se preparó otro combinado de escocés con coca cola, que desde aquella noche estaba segura sería su bebida favorita, y empezó a deambular por la semioscuridad del club con el vaso en la mano, dando trompicones en más de una ocasión. Lo primero que observó era que no se podía salir de allí, aunque tampoco lo hubiese intentado, ¿dónde podría ir en medio de aquella oscuridad y sin conocer para nada aquel lugar? Pensó nuevamente en Shirko, en lo que le hubiese gustado que se encontrase con ella en aquel momento, aunque fuera en aquel siniestro lugar, y hacer el amor un montón de veces seguidas, como hicieron durante el poco tiempo que duró su corto, pero bello e intenso romance.

La euforia empezó a desaparecer.

También recordó al hombre que la había acompañado desde el chalet, su “consejero”, el afecto que había notado en sus palabras y como la había agarrado suavemente para sacarla del coche.

Se terminó la bebida de un trago y la euforia desapareció por completo, dando paso a una desesperante tristeza. Pensó nuevamente en que tal vez debería intentar escapar y por primera vez se hizo aquellas preguntas, ¿dónde iría?, ¿a quién denunciaría? y ¿qué pasaría cuando la volviesen a coger?

Se sentó en uno de los descoloridos sillones y pensó en su padre. Él no la quería. Sintió como la amargura aumentaba de manera incontrolable y un espeso nudo taponaba su garganta hasta casi asfixiarla. Él había sido la persona que la había mandado allí. Se hizo un ovillo en el mismo sillón y comenzó a llorar.

Lloró hasta que el sueño la fue invadiendo poco a poco y le hizo quedarse completamente dormida.

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